Si hay un ladrón de bicicletas habrá un ladrón de libros. Ése era mi hermano. He conocido grandes ladrones de libros, pero ninguno como él. Si le interesaba un libro ajeno utilizaba todas las estratagemas del mundo para obtenerlo. Recurría al robo vulgar dentro del saco o la chamarra. No miento; también se ayudaba con las trampas de la mentira: escribo un ensayo y te lo devuelvo de inmediato. Era capaz de desaparecer un libro ante tus propios ojos, doblaba un periódico y metía en medio el producto del hurto. Lo ves, no lo ves y adiós a tu ejemplar; no sólo eso, después le ponía, además, como todo gran coleccionista, su nombre y una fecha improbable, digamos así: Alemania, 1989 y su firma. Así perdí mi versión al español de La cartuja de Parma de Stendhal traducida ni más ni menos que por el gran escritor argentino José Bianco. En aquella ocasión lo encaré y le exigí una devolución inmediata:
—Esos dos tomos de La cartuja son míos. Los sustrajiste de mis libreros. Me los devuelves.
—Te equivocas. Los compré en la librería Zaplana una tarde de junio de 1979, cuando vine a México en un viaje relámpago.
Alguna vez pensé que se trataba de una compensación ante las adversidades de la vida. Después del naufragio de su primer matrimonio, mi hermano perdió una biblioteca completa arrastrada por la corriente de un divorcio difícil.
Recuerdo que un día mi hermano me preguntó:
—¿Leíste Los miserables?
—Sí, Victor Hugo se creía Victor Hugo —le respondí.
—¿Y El conde de Montecristo?
—Te has olvidado de que estudié letras francesas en la UNAM. Dumas lo tienes que leer quieras o no quieras.
Mi hermano cargaba con esos dos hoyos franceses. Luego supe por un azar que García Márquez le había reclamado en alguna cena que no hubiera leído la que él consideraba una de las grandes novelas: El conde de Montecristo. Días después desapareció de mis libreros una edición barata y en español de la novela de Dumas.
Toda biblioteca está hecha de una vida apasionada por los libros y de pequeños robos realizados a lo largo del tiempo. El gran lector que fue mi hermano hizo así su biblioteca, de pasiones y pequeños hurtos. Aunque nunca los contamos, su amplísimo estudio daba hogar a unos diez mil libros, o más. Yo no tengo biblioteca, tengo libreros repletos y desordenados. En esos días le regalé a mi hermano una edición de Los miserables. Le dije:
—Antes de que me lo robes, te lo regalo.
Vi en él una cara de desesperación. Para un ladrón de libros, no hay mayor placer que el despojo y el engaño. Así cumplió en su vejez con esa deuda francesa que le cobraban García Márquez y, según supe después, también Carlos Fuentes. Un día le pregunté:
—¿Le has robado algún libro a Fuentes?
—Desde luego, pero él lo ignora.
—¿Que le robaste?
—Una edición en español de La muerte de Virgilio de Broch del año de 1945, inconseguible.
Refiero esto para efectos de este breve relato: tiempo atrás, mi amigo Luis Miguel Aguilar y yo habíamos viajado a Londres para entrevistarnos con Fuentes, él se propuso hacer, y lo hizo, un consejo editorial con escritores de talla internacional (cualquier cosa que quiera decir esto) para la revista Nexos. En una cena, mi hermano le dijo a Fuentes con la sangre fría de un gran ladrón de libros:
—Carlos, tengo una edición de La muerte de Virgilio del año de 1945, una buena traducción en una editorial argentina.
Fuentes interrumpió de inmediato:
—¡Chema!: hablas de un libro raro, yo lo tengo. ¿Cómo lo conseguiste?
—En una librería de viejo de Donceles, Carlos.
Al salir de la cena le dije:
—Eres un mago de la mentira.
Me contestó como sólo contestan los grandes mentirosos de la historia:
—Creo que sí lo compré en Donceles.
Ese verano en Londres exhibían en el teatro La barricada, el gran capítulo de Los miserables sobre la insurrección antimonárquica de junio de 1832. Carlos Fuentes quiso invitarnos, pero no encontró boletos y en cambio nos llevó a ver una obra de moda que ocupaba las páginas de todos los periódicos del mundo: Copenhague, la obra de Michael Frayn en la cual Niels Bohr y Werner Heisenberg se reúnen en esa ciudad en 1941 y hablan de la bomba atómica. Recuerdo que le dije a Fuentes:
—Carlos, yo no hablo inglés.
Y Fuentes me respondió, decisivo:
—Hoy en día todos hablamos en inglés.
Un suplicio de casi tres horas con un montaje casi beckettiano de dos sillas y tres actores. No entendí una palabra. Pensé en el titular de una página de algún diario londinense: mexicano sufre ataque de pánico e interrumpe representación de Copenhague. Vi con claridad cómo mi hermano se dormía en el momento preciso en que los científicos se revelan el uno al otro el descubrimiento de la energía nuclear puesta en el arma nefasta. Al salir al verano londinense le dije a mi hermano:
—Te dejo para siempre La cartuja de Parma y todos los libros que me has robado, juro que no le diré a nadie que te dormiste la mitad de la obra de Frayn, pero te suplico que
uses todas tus buenas y malas artes para que Fuentes no nos invite otra vez al teatro, por piedad.
Fuentes murió sin saber que mi hermano le había robado un libro. Mi hermano murió sin devolverlo. Nuestra vida podría contarse a través de los libros robados.
Por cierto, no pudo atender mi súplica. Al día siguiente de Copenhague, Fuentes nos dio la amable noticia de que había comprado boletos para ver el estreno de Baby Doll del gran Tennessee Williams. Le dije a Pepe:
—No mames, ¿serio? ¿Es broma?
No era broma.
Hace cinco años murió mi hermano. Una larga y penosa enfermedad neurológica lo redujo a la nada. No ha pasado un día de estos cinco años en el cual no haya conversado con él: pláticas de familia, letras, política, humor. Nos burlamos de nosotros mismos y del mundo sin parar. Luego de su muerte escribí un relato: El cerebro de mi hermano, un homenaje en el altar de la hermandad. No tengo mucho que agregar, salvo la melancolía y la necesidad de verlo. Hay tardes tristes en que me gustaría regresarlo a la vida. C
Una versión de este recuerdo fraternal apareció en Milenio hace tres años. Lo corrijo, le agrego algunos pasajes y lo entrego en este aniversario luctuoso.