Estamos frente a una autobiografía gozosa; ante un mural caprichoso, pero no anodino;
una recreación de época cargada de sentido y al mismo tiempo antojadiza, a imagen y semejanza de un autor que lo mismo quiere otorgar reconocimientos que ajustar cuentas. Se trata de fragmentos hilados por una vocación preñada de esperanzas, logros, fracasos y ácidos rencores. Hay en el fondo y en la superficie un alegato a favor de la libertad de creación, de la necesidad y quizá la obligación de experimentar, de abrir paso y construir condiciones para la expresión de los auténticos autores, que no pueden más que entrar en tensión con las rutinas burocráticas, las modas y las inercias, el sentido común y el apoltronamiento. Pero vayamos por partes.
En la mayoría de sus pasajes, la lectura de El cine de autor, de Raúl Busteros (UNAM, 2018), me alegró. Vi a un niño irreverente, gracioso; a un joven deslumbrado y ambicioso y a un adulto que desea heredar un testimonio de su trajinar, por momentos críptico y en los más, crítico. Pero (casi) siempre irónico. La ironía es, lo sabemos, una fórmula para acercarse a los acontecimientos más que alejada de la solemnidad y la etiqueta, un instrumento para develar la intrascendencia de la pompa, para desmontar las pretensiones excesivas y excedidas y para mostrar el sinsentido de eso que llamamos existencia. Raúl Busteros ha encontrado en “el refugio de la memoria” (como se llama en español un libro de Tony Judt) una fórmula para revisitar su vida y desentrañar el sentido de lo vivido y lo que no pudo ser. Porque toda experiencia vital es eso: el cumplimiento de algunas ilusiones y el fracaso de proyectos sin fin. El libro es tanto un repaso a su vida pública como a la privada, a través de un lente sarcástico, crítico con los demás y complaciente consigo mismo.
Busteros se muestra como un memorioso. Esa actividad que define lo humano. Somos nuestros recuerdos y quizá los recuerdos que otros tienen de nosotros. Y Raúl no quiere ni puede aceptar que sean otros los que hagan el balance de su trayecto y con vigor y buena pluma entrega su “corte de caja”. Orgulloso de sus logros (sus escasas, pero significativas y provocadoras películas), y también dolido por incomprensiones y traiciones del más diverso tipo. Todo ello ofrece un claroscuro singular y poco frecuente entre nosotros, tan dados al ocultamiento, al maquillaje y a edulcorar los acontecimientos y las relaciones personales.
Sus trazos, su humor, su descaro, me recordaron los textos breves de Francisco Umbral. Ese autor español capaz de conjugar desparpajo, agudeza y toques luminosos, maledicencia y profundo conocimiento de las personas, teñido de juegos de palabras que incluso construyen potentes y salerosos aforismos. En Umbral y Busteros la materia prima son los personajes que los rodean, que los acompañan y fastidian, esa fauna variopinta que conforma un zoológico humano que produce asombro, resquemor, y al final es la materia prima necesaria para esbozar una sonrisa. Hay un auténtico gozo por el cotorreo, por la antisolemnidad, por dibujar las miserias de los otros. Se trata de autores que hablando de otros invariablemente hablan de ellos mismos. Porque con no escasa arrogancia son y se sienten el metro de todas las cosas.
Sin querer queriendo, Raúl Busteros acuña afortunados aforismos. Oigan por favor: “Los jóvenes cineastas mexicanos dejaron de ser jóvenes y de ser cineastas”, una síntesis elocuente del trayecto de su generación. “Los políticos de izquierda, para no tener que ver con la realidad, se inventan una, y ahí nos quieren ver”, o cómo la militancia puede desembocar en una laberíntica y cerrada enajenación que de alguna manera nos incluye. “La realidad cuanto más real es más ficción me parece”, porque, en efecto, no hay nada más sorprendente y deslumbrante que eso que de manera rutinaria entendemos como realidad. “Para eso se habla: para aclarar y traer a cuento lo que la vileza oculta y decir lo que se calla”, o una declaración de principios que ordena el sentido de todo el libro: “Las razones administrativas tienen la ventaja de prestarse a no ser razones”, o de cómo el circuito burocrático genera sus propios códigos, en demasiados casos incomprensibles para el común de los mortales.
El libro es sobre todo una declaración de amor al cine y a los libros. El cine y sus historias, el cine y el deseo, el cine como iniciación, el cine y sus héroes, el cine y sus mujeres, el cine y el exilio, el cine y sus autores, conjuntado con su odio al cine y sus críticos, al cine y sus impostores, al cine y los laberintos que conducen a ninguna parte. Y resulta conmovedora la forma en que los libros se convierten en amparo, protección y fuente de vida, cuando las puertas del cine se cierran. Escribe Busteros: “Me escapé del mundo, me guardé, estaba mal de salud y destrozado. Permanecí en silencio... Paseaba por muros y salones llenos de libros recibiendo un gran consuelo, honda compañía”. Ahí encontró mundos alternativos, un cálido abrigo y fue capaz de reconocer que “la sociedad es mala y la gente fea”, de lo que por cierto hace un naturalista y gracioso mural.1 Sin embargo, esto lo condujo a un mirador que le “abrió la puerta de la memoria y pude presenciar
—dice— el maravilloso espectáculo de mis recuerdos”. Eso lo condujo a escribir este libro.
Varias constantes lo recorren. Sólo me refiero a algunas. El exilio español es una presencia invariable. Las recreaciones de diferentes personajes resultan cálidas, entrañables, comprensivas. Son, si no me equivoco, los nutrientes del temperamento de Raúl Busteros. Las “bonitas” mujeres son otro. Resultan figuras fantasmales pero rotundas y la mayor parte de las veces pintadas con cariño, aunque con una distancia más bien precavida y hasta pudorosa. Los amigos son no sólo cómplices sino los motores y el combustible de proyectos y realizaciones, y de borracheras circulares que no sólo son catárticas sino fuentes de inspiración.
"El libro es tanto un repaso a su vida pública como a la privada, a través de un lente sarcástico, crítico con los demás y complaciente consigo mismo".
Y en medio del jolgorio hay una serie de estampas que resultan sombrías e incluso conmovedoras. Las muertes de seres queridos, los distanciamientos con aquellos a los
que se consideraba amigos, sus “perros del mal”. En esos pasajes, el humor dulce que tiñe el mayor número de páginas se transforma en humor agrio, casi rancio. Un humor producto de la rabia, del rencor y que incluso se suspende para dar paso a un ajuste de cuentas (que imagino) no siempre (resulta) justo. Es el caso, y no lo quiero dejar pasar, del tratamiento a dos queridos amigos ya fallecidos: Pedro Armendáriz y Alfre-
do Joskowicz.
Aunque hay que decirlo, Busteros es generoso cuando quiere serlo. Los reconocimientos a Rubén Gámez, Gabriel Figueroa, el Indio Fernández o José Bolaños, por ejemplo, resultan elocuentes e incluso alguno enternecedor, sin que en todos ellos deje de aparecer la pimienta de la indiscreción, el chisme curioso o el gramo de maledicencia. Sus homenajes siempre son mejores que sus diatribas.
El cine de autor puede ser visto como una película pícara, quizá tragicómica. Uno de esos films por capítulos que nos llevan de sorpresa en sorpresa y de una historia a otra, cuyo hilo conductor es el de un arduo y difícil aprendizaje de vida, un argumento en el que las ilusiones topan invariablemente con la realidad, mucho más áspera y corrugada que las buenas intenciones. El personaje principal, que es el autor, choca una y otra vez con potentes obstáculos, en algunas ocasiones los logra trascender y en otras es derrotado de forma apabullante. Pero nunca deja de aprender, por ejemplo, cuando el joven director anarquista recibe una cátedra no pedida de los trabajadores del cine: “Mira, Raulito, si te decimos ‘señor’ es por respeto, si hay respeto hay orden, si hay orden no hay desmadre, y si no hay desmadre, batallamos menos”.
Una última nota marginal. Aparezco en el libro y mi retrato no es muy halagador. Un joven estudiante de cine dogmático y tiranetas. Es una buena caricatura. Pero si realmente algún día le pregunté a Raúl (no lo creo) si él consideraba que “la estructura determinaba la superestructura”, entonces me debe el crédito de esa cojonuda escena de Redondo donde la madre superiora le pregunta eso mismo a las novicias.
Como en toda memoria escrita, supongo que hay algo o mucho de invención, pero Busteros, con su ojo entrenado, logra captar la entraña de las situaciones, quizá incluso la de una época, que no es otra que la del ridículo permanente.
1 Transcribo: “Un día salí de mi celda conventual y presencié el espectáculo dantesco que en cuanto le pierdes el día a día, se agiganta. Vi a los señores con gorritas de beisbolistas, ya maduros, las señoras en mallones y con el coño estampado en licra. Aterrador. Los jóvenes llevaban el celular como velas en procesión y los pantalones rotitos. Todos los que salen en la TV eran demócratas y feministas, todos tolerantes y protectores de los animales. Vi procesiones de bicicletas sin panaderos, parvadas rodantes de zombis mal intencionados, monstruos de la salud, señoras empoderadas. Ricos imposibles que presumen que les gusta trabajar. Todos eficientes y exitosos y todos dados al Peje... Vi a una mujer devorando a un hombre parada en un nopal. Es una señal para los de mi pueblo, me dije, el fin del mundo ha llegado” (p. 312).