Ese solitario y vehemente ejercicio de combinar palabras que emocionen y conmuevan a quienes las oyen vibrar con misteriosas irrupciones y arbitrarios eclipses —que llamamos poesía—, es una de las formas más delicadas y a la vez más complejas del arte. Para justificar esa arbitrariedad verbal, menos explicable que comprensible, los antiguos creyeron que los poetas eran huéspedes ocasionales de un dios, cuyo fuego los habitaba, cuyo clamor poblaba su boca y guiaba sus manos, cuyas inescrutables distracciones debían suplir con la resignación de un rezo. De ahí, quizá, el hábito de augurar a ese dios el acto poético con una exclamación: “¡Oh, divinidad, canta el furor de Aquiles, hijo de Peleo, que trajo a los griegos males innumerables y arrojó a los infiernos las fuertes almas de los héroes, y libró su carne a los perros y a los alados pájaros”, dice Homero. Y tengo para mí que no se trata de una mera forma retórica, sino de una genuina plegaria, muy afín, luego, a la de ciertos alcoranistas, que juran que el arcángel Gabriel dictó palabra por palabra y signo por signo el Corán; esto haría del poeta un mero amanuense de un dios imprevisible y secreto. O de las musas, que es otra de las posibles variantes.
Pues bien, en todos los tiempos se dan casos sorprendentes de artífices o amanuenses que cuando empuñan las palabras consiguen verdaderos prodigios al encantarlas como tocados por la Vara Divina. En ese sendero cabe como paradigma el precoz Jean Arthur Rimbaud, que a los diecisiete años compone el “Le bateau ivre” (“El barco ebrio”) y a los diecinueve renuncia al ejercicio de su magia. Luego la literatura le es tan indiferente como la gloria y la deja de lado para lanzarse a temerarias aventuras como comerciante marginal o contrabandista en Java, en Chipre y en Abisinia, que lo llevan a una muerte dramática.
HAY OTROS CASOS, sin duda, pero quiero poner énfasis en dos poetas del siglo XX, que por esas cosas del azar o de vaya uno a saber qué secretas leyes o destino, coincidieron en el tiempo y en ciertos lugares, pero no se estrecharon las manos. Uno es Borges, nacido en Buenos Aires; el otro es Fernando Pessoa, nacido en Lisboa, educado en Sudáfrica y, por fin, un habitante casi marginal de su ciudad natal, con una vida discreta, solitaria, centrada a veces en el periodismo o la publicidad, con aspiraciones de comerciante y entregado a toda hora a su poesía y a la impaciente tarea de reflexionar, desdoblado en varias personalidades conocidas como heterónimos. Esa figura enigmática en la que se convirtió motivó gran parte de los múltiples estudios sobre su vida y su obra.
Hoy, casi espontáneamente, todo interlocutor, si se habla de literatura portuguesa, o de poesía en términos de vivencia, coincide en la admiración por Fernando Pessoa, y lo proclama como su maravilloso descubrimiento personal, orgulloso de haberlo leído. Recuerdo que Bioy Casares contaba que una italiana, profesora de literatura portuguesa, a quien él le habló del novelista José Maria Eça de Queirós, esperó con resignación a que se callara y, después de un suspiro de alivio, le reveló en el tono de quien dice: “ahora, hablando en serio”, su devoción por Pessoa. Y no es para menos: imposible no amarlo después de leerlo e indagar en su biografía.
Sucede que cuando dos poetas como Pessoa y Borges se dan en un mismo siglo lo abarcan todo, o casi todo. En el caso de Pessoa, yo diría que tenemos uno para cada gusto: un Pessoa español como García Lorca, otro polaco como Gombrowicz, otro inglés como Malcolm Lowry, otro francés como Paul Claudel, otro norteamericano como Scott Fitzgerald, otro galés como Dylan Thomas, otro ruso como Mayakovsky. Tenemos algunos demasiado líricos o endulzados como Juan Ramón Jiménez o Hermann Hesse, contundentes e ideologizados como Neruda o Rafael Alberti, melancólicos como Antonio Machado y Carlos Mastronardi, filosos como Unamuno, irreverentes como Jacques Prévert, Jean Cocteau y Nicanor Parra. En fin, la lista quizá puede resultar aburrida y definitivamente incompleta. También en el caso de Borges hay uno para cada medida.
EN LA DÉCADA de los noventa, gracias a una invitación de mi amigo, el poeta Luis Alberto de Cuenca, viajé a Lisboa para participar en un encuentro de escritores y como en una ensoñación me pude encontrar con el admirado Fernando Pessoa. Fui a la casa de su abuela Dionisia y de sus dos tías, en la Calle Bela Vista 17. Entré en la intimidad de su habitación, toqué sus libros, fui pasajero del tranvía que por las mañanas lo llevaba al café A Brasileira, en el Chiado, y me senté en su mesa. Pasé por el Hospital de São Luís dos Franceses, donde fue internado con el diagnóstico de “cólico hepático” que lo llevó a la muerte a los 47 años. Brindé con Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, sus heterónimos y con su semiheterónimo Bernardo Soares, quienes también me acompañaron en esa reveladora travesía por la entrañable Lisboa. Ante el mar, recité unos versos de su “Oda marítima”:
¡Ah, todo el muelle es una saudade
[de piedra!
Y cuando la nave se aleja
y de pronto reparo en que se abrió
[un espacio
entre el muelle y la nave,
no sé por qué sufro una súbita
[angustia,
una niebla de tristes sentimientos...1
Y culminé mi recorrido en el Monasterio de los Jerónimos de Belém, donde está su tumba.
"Coincidencias hubo muchas y sin duda se hubieran entendido. Ambos usaron el inglés como si se tratase de su lengua materna y tuvieron como precursores a escritores británicos afines".
DURANTE LOS ochenta, tuve el gusto de conocer en la Universidad de Washington a Ángel Crespo, uno de sus principales biógrafos y traductores, autor del volumen La vida plural de Fernando Pessoa, que me descubrió aspectos que ignoraba de su obra. Esa biografía me introdujo en el universo tan particular del enorme poeta e indagué en aspectos casi divertidos de su enrevesada personalidad, como cuando una muchacha francesa aceptó su propuesta de matrimonio y su heterónimo, Alberto Caeiro, le envió una carta a la prometida, hablándole mal de Fernando Pessoa para que no se casara con él. Resultan insólitos los conflictos domésticos con sus tías que lo llevaban muy seguido a autoexiliarse por largas temporadas en hoteluchos de mala muerte en los suburbios de Lisboa. Me asombraron, además, sus sueños empresariales y sus fallidos emprendimientos comerciales.
Pessoa nació en Lisboa, en 1888. Siendo niño, quedó huérfano de padre. Su madre se volvió a casar y en 1896 se trasladó con sus hijos a Durban, en Sudáfrica, adonde su segundo esposo fue enviado como cónsul de Portugal. Allí Fernando recibió una educación inglesa. En 1905 la familia regresó a Lisboa, donde él terminó sus estudios secundarios. La influencia sajona será constante en su pensamiento y su obra. En 1907 abandona la Facultad de Letras e instala una tipográfica que resultará un rotundo fracaso, palabra que se repetirá con frecuencia en su vida. Trabaja después como correspondente estrangeiro, es decir, como redactor ambulante de textos comerciales en inglés y francés, empleo modesto que apenas le da para comer. Aunque es cierto que en ocasiones se le entreabrieron, con discreción, algunas puertas, su orgullo de tímido lo hizo rehusar dichas ofertas. En 1932 aspiró al puesto de archivista en una biblioteca, pero no fue elegido. A pesar de los fracasos no hay rebelión en su vida, sino apenas una modestia parecida al desdén.
En su poema “Autopsicografia”, Pessoa se queja de los poetas y de su propia condición como tales. Los acusa de ser unos impostores:
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente...2
Un cuarto heterónimo de gran importancia en la obra de Pessoa fue Bernardo Soares, autor del Livro do Desassossego (Libro del desasosiego), una obra literaria esencial del siglo XX. Bernardo es considerado un semiheterónimo por tener muchas semejanzas con Fernando Pessoa, no poseer una personalidad muy característica ni fecha de fallecimiento (como Ricardo Reis), a diferencia de los otros tres, que tienen fecha de nacimiento y muerte. Esa razón, me explicó en una cena José Saramago, lo llevó a él a escribir su magnífica novela El año de la muerte de Ricardo Reis.
EN 1985, CUANDO yo colaboraba con Jorge Luis Borges, cometí el atrevimiento de sugerirle que incluyera a Fernando Pessoa en la serie de su Biblioteca personal y me pidió que le leyera su obra poética. Quedó sorprendido y deslumbrado. Tenían muchísimo en común. “¡Es un portentoso inventor de mundos imaginarios!”, exclamó.
Se me ocurre ahora que bien podemos incluir a Borges en la lista de los tantos Pessoa que mencioné, diseminados en diversas lenguas. Borges fue un Pessoa puramente literario y hondamente poeta. Fueron contemporáneos, pero no se conocieron aunque que quizá alguna vez se cruzaron. Cuenta Borges que de paso por Lisboa en compañía de su amigo Antonio Ferro (también amigo de Pessoa) visitó el legendario café A Brasileira, donde Pessoa se sentaba cotidianamente.
Coincidencias hubo muchas y sin duda se hubieran entendido. Ambos usaron el inglés como si se tratase de su lengua materna y tuvieron como precursores a escritores británicos afines (admiración común por William Shakespeare, John Keats, Robert Browning, Edgar Allan Poe y Walt Whitman, y discrepancia en torno a Kipling, Shaw y Chesterton). Ambos vivieron y asumieron la vanguardia con pasión e inventiva: Pessoa por el futurismo y Borges por el ultraísmo. No obstante estas buscas comunes, que se sepa, nunca establecieron ningún contacto, ni siquiera epistolar, como lo tuvo Borges con Neruda.
La imaginación literaria, es muy sabido, lo abarca todo. Mi recordado amigo Emir Rodríguez Monegal ha documentado que un remoto día de la década de los treinta, en esa visita de Borges al café A Brasileira, es probable que el poeta lusitano estuviera sentado en su rincón preferido, pero la presentación de rigor no ocurrió simplemente porque Ferro, el amigo común, estaba distanciado de Pessoa desde hacía ocho años. El azar no encontró su simetría en aquella ocasión.
[caption id="attachment_815186" align="alignnone" width="696"] José de Almada Negreiros: Retrato de Fernando Pessoa. Óleo sobre tela, 1964. Museu Calouste Gulbenkian, Lisboa.[/caption]
SE ME OCURRE, ahora, que el encuentro pudo darse en 1914, cuando la familia Borges arribó a Lisboa procedente de Buenos Aires en su camino a Ginebra. El autor de El Aleph tenía entonces 15 años y 26, el autor del Libro del desasosiego. Para entonces el argentino era un aprendiz de escritor, mientras que el portugués ya había creado su famosa trilogía de heterónimos. Pero si de oportunidades se trata, hay otra más en la que pudieron haber coincidido, y acaso tiene más visos de probabilidad. Sucedió en 1923, durante el mes y medio que los Borges permanecieron en Lisboa mientras esperaban el barco que los regresara a Buenos Aires. Según me confesó el autor de El Aleph, con su padre visitaban a diario el café A Brasileira, pues estaban alojados a escasas dos cuadras.
Aunque no se dio en la realidad, nada nos impide ahora imaginar el encuentro de esos dos titanes de la poesía y la ficción. Es más, entrever ese diálogo nos crea una suerte de obligación. ¿Qué hubieran conversado? ¿En qué íntima discusión se hubieran trenzado? Recuerdo que a José Saramago, desconfiado de los confines de la realidad y buen cultor de las ficciones, también lo intrigaba el carácter de ese encuentro “entre personajes infrecuentes y de ejecución laboriosa”. Lo conversamos largamente, pues el Herbert Quain y el Pierre Menard de Borges tienen demasiados puntos en común con el Ricardo Reis de Pessoa. Una pena que nunca se haya dado el diálogo. Ambos tenían antepasados lusos, fueron encantadores de desprevenidos lectores, bastante misóginos, partidarios de causas casi siempre perdidas... Grandes fingidores. Quizá se encontraron y comparten el secreto.
Notas
1 “¡Ah, todo o cais é uma saudade de pedra! / E quando o navio larga do cais / E se repara de repente que se abriu um espaço / Entre o cais e o navio, / Vem-me, não sei porquê, uma angústia recente, / Uma névoa de sentimentos de tristeza...”
2 “O poeta é um fingidor. / Finge tão completamente / Que chega a fingir que é dor / A dor que deveras sente...”
"BARRO" Y OTROS POEMAS
COSME ÁLVAREZ
TRÓPICO DE CÁNCER
Era un hombre y se perdió en la multitud,
en el vértigo de luces cegadoras;
era un cero que miró la magnitud
de los días, los segundos y las horas.
Era un hombre y vio pasar a una mujer
encendida por un júbilo secreto,
se miraron y el mirar fue tan completo
que perdieron la costumbre de su ser.
Era un hombre y ya no pudo regresar
a la casa donde el alma da cobijo;
era nadie, sólo sombra que al pasar
percibió en el corazón un acertijo.
INCURSIÓN
Bajo un arco de piedra entre la roca,
como río disperso en el pantano,
van los hombres caídos en la marcha
por el impulso de ganar el cielo.
Avanzan en silencio y no se escuchan,
no miran hacia atrás, sólo son marcha,
un sendero sin rumbo en la maleza
como oscura presencia en avanzada.
Caminan sin hablar, van tras la huella
de un anhelo brutal, de una esperanza;
llenos de sí, penetran en la roca.
Los hombres se marcharon en silencio.
EL TERCER CABALLO
Ya van las dádivas de dios con su esperanza.
Detrás de dos caballos el tercero,
negro como sangre en la matanza;
lo montan dos jinetes altaneros
que llevan en la mano una balanza.
Detrás de tres caballos, uno cuarto,
galopa sin marchar, parece inerte,
parece no sentir a quien lo monta,
jinete cuyo nombre es la Muerte.
Tras él vendrá el reinado del lacayo,
el feudo de la usura y su mandato;
el hombre montará el tercer caballo
según sea su medida y su contrato.
BARRO
De barro es la nada que hace al hombre.
No del barro que moldea la mano estéril,
ni del barro que se crea en la factoría.
Es de nada este barro que es el hombre,
este barro que llega a ser la esencia
de todo cuanto vive y cuanto muere.
El Fondo de Cultura Económica acaba de reeditar El azar de los hechos, libro de poesía de Cosme Álvarez originalmente publicado en 1998. Los poemas que presentamos aquí son inéditos.