Estampas y recuerdos de Margarita Peña

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No fui alumna de Margarita Peña, aunque me hubiera gustado serlo. Tomé con Dolores Bravo la clase que Margarita impartía en Letras hispánicas. A Peña le agradaba recordar que se inició en la investigación de la literatura virreinal y áurea por iniciativa de uno de sus maestros de la Facultad de Filosofía y Letras, Ernesto Mejía Sánchez, quien en el estacionamiento de la institución le entregó el microfilm del manuscrito del cancionero de Flores de baria poesía. Mejía Sánchez se lo dio, acaso con la certeza de que Peña iba a dedicar parte de su vida al estudio de la literatura novohispana; le recomendó que hiciera la edición de ese libro y que solicitara una beca a Rubén Bonifaz Nuño y María del Carmen Millán.

“Y ahí empezó todo”, acostumbraba decir Margarita Peña con una sonrisa que no ocultaba su satisfacción. “Me cayó en las manos”, decía. Por supuesto, la edición crítica que le fue encomendada enfrentó los retos que los documentos novohispanos traen consigo: grafías dudosas, autorías desconocidas, vacíos, entre otros motivos que hicieron que el texto se tomara de la versión paleográfica del siglo XIX de Paz y Melia, debido a que el original del siglo XVI resultaba complicado de manejar.

En este compendio se hallan 359 canciones de autores reconocidos y anónimos, que un lector empezó a reunir en 1577 para que se diera a conocer la poesía que entonces se escribía y leía en los círculos cultos de la Ciudad de México. Gracias a esta recopilación de poemas es posible rastrear los antecedentes literarios que prevalecieron en siglo XVI, en la Nueva España. En estas Flores reina el endecasílabo,

con ritmos graves más armonías sosegadas. Y la espiritualidad, y el amor... Éste, como todos saben, es de corte petrarquista, lo que implica influjo del neoplatonismo renacentista: el ser amado es el medio exquisito para la trascendencia; una forma, por tanto, de conocer la Suma Belleza; espejo de Dios que a él nos conduce —refiere Lilian von der Walde Moheno, investigadora de la UAM-Iztapalapa.

Peña nunca pensó que iba a encargarse de la edición de una de las más grandes muestras de la poesía renacentista, de mediados del siglo XVI hasta 1577, año en que cierra la compilación. Cabe señalar que en otras latitudes de América no se tienen noticias de alguna antología que se le asemeje. Los poetas más connotados de esa época son encabezados por Gutierre de Cetina, Diego Hurtado de Mendoza, Hernando de Acuña, Pedro de Guzmán y Jerónimo de Urrea, quienes pertenecían a la llamada Generación de Boscán. Y otros poetas posteriores que formaron parte de la Escuela Sevillana, entre los destacan Fernando de Herrera y Juan de la Cueva.

La labor de Margarita Peña consistió en tender hilos y relaciones entre uno y otro autor, lanzar hipótesis, documentarse, comparar y continuar indagando en cuanta biblioteca se cruzaba por su camino. Por así decirlo, ingresó a la investigación literaria cubierta de Flores, y de esta manera comenzó a descubrir otra faceta de su vocación: ser cazadora de documentos y manuscritos olvidados, específicamente de los siglos XVI al XVIII.

Ella trotaba por el mundo, siempre en busca de una gran biblioteca. No podía ir de visita a una ciudad si no dedicaba tiempo a extraviarse por horas en un archivo. Para ella, la vida académica no se reducía a la práctica cotidiana de asistir a un aula e impartir clase a sus alumnos; habría sentido que algo estaba inconcluso: debía hurgar en la historia, en la literatura y ofrecer una visión de sus hallazgos. Arqueóloga de la poesía novohispana, la imagino con los lentes a mitad del tabique nasal, respirando el polvo de los libros que con nada se combate y deja secuelas en las vías respiratorias: alergias, tos y no pocas nebulizaciones que en su momento tuvo que emprender debido a su fascinación por descubrir textos.

Tal fue el fervor de Peña por las bibliotecas, que en 2013 impartió un curso que tituló “Viaje al centro de las bibliotecas”, en una analogía con la obra de Julio Verne. Montaigne tenía su biblioteca en el tercer piso de una torre. La biblioteca de Margarita Peña no era una torre sino una casa con pisos a desnivel, al sur de la ciudad, en Santa Úrsula. El olor a humedad se respiraba en el ambiente y había demasiados libros, ordenados por siglos: un piso para el siglo XVI, otro para el XVII y uno más para el XVIII. Una casa que conocí rodeada de libros y de amigos tanto de Margarita como de su hijo Federico Campbell Peña, escenario de fiestas y diálogos que tampoco parecían tener fin, un espacio en donde maestros y alumnos de la UNAM podían convivir y coincidir sobre diversos temas.

Era una viajera atípica. Las diez veces que visitó Madrid no pudo dejar de ir tanto a la Biblioteca Nacional de España como a la Real Biblioteca del Palacio Real. Cuando acudía a una ciudad lo primero que localizaba era el archivo que iba a frecuentar en los próximos días, luego los hostales más cercanos, restaurantes, y entonces comenzaba a vivir y casi a confundirse con los lugareños de la región. Cuando consideraba que había avanzado lo suficiente en un manuscrito, se consentía visitando museos, cines y otros terrenos culturales de la metrópoli que en ese momento era parte de su cotidianeidad.

Los que nadan en aguas abiertas llevan en mente completar la misión de bracear en los siete mares, desafío que es considerado el maratón de natación. El reto de los investigadores es consultar archivos en distintas localidades y hallar documentos valiosos, eso lo tenía muy claro Margarita Peña cuando decidió sumergirse en las obras de Juan Ruiz de Alarcón, Miguel de Cervantes Saavedra y Sor Juana Inés de la Cruz, cuya herencia es clave para entender el mundo novohispano.

Peña viajó a la ciudad de Chicago para acudir a la Biblioteca de Newberry, donde se topó con el acervo Ayer, que cuenta con archivos de Indias, de la Nueva España y manuales de la época novohispana. Dado que tenía familiares de Tamaulipas, se interesó por revisar cómo era aquella región de México en el siglo XVIII y halló las memorias de un alcalde de Tamiahua, topónimo de la zona, donde da cuenta que recibió un edicto de parte de la Santa Inquisición para prohibir estrictamente leer a Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Los clérigos de la región debían anotar cuando llegaba a sus manos esa orden, y qué día y a qué hora se daría a conocer la instrucción. La Inquisición era una especie de araña con una enorme red para censurar todo lo que no convenía a sus intereses, como las ideas provenientes de filósofos de la Ilustración.

"Con el mismo ahínco que la Inquisición persiguió hechos sacrílegos, Peña iba detrás de lo que la institución estigmatizó Y ocultó".

LITERATURA AMORDAZADA

Seguirle la pista a la Santa Inquisición en la época novohispana fue otra labor de Margarita Peña. Siempre le dio prioridad a los textos que fueron considerados heréticos, que detallaban herejías, conjuros, tratados de brujería y fórmulas rituales de carácter mágico-religioso conocidas como ensalmos que se usaban para sanar a los enfermos. En ese momento, el Archivo General de la Nación se convirtió para Margarita Peña en su segunda morada, pues empezó a desenterrar varios documentos que daban cuenta de las prohibiciones impuestas por la Santa Inquisición.

El Tribunal del Santo Oficio se instituyó en el territorio de la Nueva España, de modo formal, en 1571. El primer inquisidor fue el arzobispo Pedro Moya de Contreras, aunque desde antes ya se habían empezado a juzgar delitos en tierras novohispanas. Como refiere Peña, entre lo que más hostigaban era la idolatría, como es el caso del cacique don Carlos Ometeóchtli, de Texcoco, enjuiciado y quemado por idólatra; también acosaban a los que pronunciaban groserías y hasta a quienes formulaban proposiciones heréticas.

Tres siglos duró la primacía de la Santa Inquisición en la Nueva España. Y así, en lo que pudo haber sido una región sitiada, con una institución vigilante del comportamiento de los seres humanos, surgieron textos subversivos que Margarita Peña ubica como literatura amordazada de la Colonia: poemas y prosas que jamás llegaron a la imprenta.

Con paciencia y tenacidad, ella fue cada vez más insistente en este periodo de la historia y la literatura novohispana. Se enteró de un sinnúmero de atrocidades y tormentos que el Santo Oficio permitió en su papel de regidor de lo que estaba bien visto y lo que no era aceptable ante los ojos de Dios. Casi con el mismo ahínco que la Inquisición persiguió hechos sacrílegos, Peña iba detrás de lo que la institución estigmatizó y ocultó. Y en medio de sus viajes por los acervos bibliográficos y archivos, preparaba conferencias, daba clases y todavía tenía tiempo de ejercer otra de sus facetas: la escritura de crónicas y novelas.

[caption id="attachment_818421" align="alignnone" width="945"] Margarita Peña (1937-2018). Foto: Federico Campbell Peña[/caption]

NARRAR PARA EXORCIZAR DEMONIOS

En su papel de investigadora y atenta lectora, la ficción era para ella un territorio conocido que poco a poco fue dominando. Primero publicó El masaje y otras historias de amor (1998) y luego La vampiresa de Dakota (2000), novela de la que publicó un adelanto en el suplemento sábado de unomásuno.

En García Márquez: Historia de un deicidio, Mario Vargas Llosa argumentó que para un novelista escribir consiste en exorcizar sus demonios personales (o históricos o culturales), esas experiencias negativas de las que el autor se libra al plasmarlas, metamorfoseadas a través de la palabra y la forma, en una ficción. Margarita Peña sabía lanzar conjuros para incorporar esos demonios, más tarde, a su narrativa. Gustaba de crear personajes femeninos que, la mayoría de las veces, experimentaban una evolución en sus vidas y hasta en su forma de pensar. Si existe un común denominador en sus textos es la búsqueda del amor y cómo cada persona enfrenta desde una distinta perspectiva —o crecimiento— el desamor. Muchos de los elementos que ella leyó y analizó en las novelas del siglo XVI al XVIII están en sus libros, incorporados en atmósferas del siglo XXI. Escenas del renacimiento y el amor bucólico se encuentran en Éxtasis y reencuentros (2013), novela en donde cuatro personajes —dos mujeres y dos hombres— deciden pasar el Año Nuevo en un lugar apartado de la ciudad, el Hotel Edén, y a partir de esa noche su vida cambia: volverán a creer en el amor que alguna vez llegó a sus vidas y se fue —están divorciados, viudos o sin pareja por decisión propia—. Un amor distinto, más cercano a la admiración que a la pasión, es lo que se muestra en la novela El amarre (2011): aquí la protagonista acompaña a su pareja a una serie de conferencias por varios países y continentes, mientras ella sólo debe ocuparse de ser feliz e ir adentrándose en la cultura y las costumbres de los lugares que visita. Tanto en El amarre como en otras novelas de Peña, la crónica se presenta aderezada de una amena conversación y un recorrido por calles, museos y restaurantes emblemáticos. Las mujeres de sus historias parecen haber leído a Simone de Beauvoir, construyen el mundo de acuerdo a sus necesidades o terminan por hacerlo: son autónomas, profesionistas, devoran libros, les gusta viajar, la buena comida, disfrutan de una libertad sexual fuera de convencionalismos y tienen un lado místico que las ayuda a superar adversidades.

Margarita Peña era una mujer que creía en Dios, más allá de la estructura eclesiástica; también en algunos santos. Visitaba iglesias, a veces más por deleite arquitectónico que por cumplir con un deber cristiano. En cierta ocasión me contó que entró a una iglesia y se quedó un rato viendo las imágenes, casi en completa paz. De pronto vio que había un perro pequeño, color miel, que la seguía. Preguntó si era de alguien y nadie supo responderle. No soy experta en razas de perros, dijo, pero era muy parecido al de la película con Richard Gere, Hachiko, con menos estatura y porte. Margarita adoptó a Honey —¿o él a ella?— y le cambió la vida. Honey se ganó su cariño: lo llevaba a tomar helado, al parque, la acompañaba mientras leía. Se volvió su compañero al grado que era una descortesía no preguntar por la salud del perrito si se enfermaba. Hace unos años Honey murió y también un poco Margarita.

La gran aportación de Peña, sin duda, fue la edición del cancionero Flores de baria poesía (1980), fundamental para conocer los antecedentes de la literatura mexicana.

No fui alumna de Margarita Peña, pero en este momento pienso que sí lo fui sin darme cuenta.