Algo hay en el aire en estos tiempos en que el fascismo vuelve a emanar su podredumbre por el mundo que parece haber despertado a los monstruos que dormitaban, probablemente desde la muerte de Mario Bava en 1980. El cine de horror nunca se ha ido: siempre está presente, como un espejo turbio de nuestras inseguridades, pero cierta clase de cintas grotescas, fascinantes por sus excesos visuales, extraordinariamente sangrientas y chocarreramente crueles, cayeron del favor de los fanáticos cuando el giallo palideció y perdió su capacidad de estremecer en los años ochenta. El giallo era la respuesta italiana al slasher y se caracterizaba por su carga erótica, sadomasoquista y de abundante gore, con una profunda obsesión de crear imágenes memorables, aun a costa de la lógica narrativa. La nueva cinta de Panos Cosmatos, Mandy, es un delirio sanguinario y alucinante que encaja en (o quizás celebra a) esta corriente, y se beneficia de la actuación de Nicholas Cage en un papel extremo que interpreta con una tensión y agudeza que va de la desesperación absoluta al ridículo estruendoso (“¡Esa era mi camisa favorita!”).
En 1983 D. C., era de Ronald Reagan (“Hay un nuevo despertar espiritual en América... la mayoría desaprueba la pornografía y el aborto”, dice el expresidente por la radio), Red Miller (Cage) trabaja como leñador en un lugar remoto, The Shadow Mountains, donde vive con su pareja Mandy (Andrea Riseborough) en una cabaña de vidrio. Desde los primeros segundos del filme se escucha el sonido de los frippertronics de la guitarra de Robert Fripp y comienza la pieza “Starless” (del disco Red, 1974), de King Crimson. Con los créditos en color carmesí sobrevolamos un denso bosque. A partir de ese inicio absolutamente fascinante y sublime arranca una historia en apariencia simple que cuenta un crimen atroz y una venganza épica. Sin embargo, ese es tan sólo el lienzo de una compleja y frenética composición estética, moral y mítica. Mandy, quien trabaja como cajera en una pequeña tienda de pueblo, tiene la mala suerte de ser vista en un camino rural por Jeremiah Sand (Linus Roache), líder de la secta The Children of the New Dawn, una especie de Charles Manson que se hace acompañar por un puñado de malvivientes crueles y devotos. Jeremiah se obsesiona con Mandy y ordena que se la lleven para incorporarla a su culto, como otra esclava sexual. Hay señales por todos lados para mostrar que ella es posiblemente una exgroupie que se ha alejado del mundo y Red, un exalcohólico (¿quién esconde el vodka en el gabinete del baño?) con un pasado violento. Cosmatos incluye una toma aérea de un lago imposiblemente azul eléctrico en el que Red y Mandy pasean en bote y que se funde en las flamas de una hoguera, en anticipación de la violencia que destruirá su paz.
El segundo largometraje del italo-canadiense Cosmatos tiene lugar el mismo año en que se desarrolla su debut: Beyond the Black Rainbow (2010) y en cierta forma opera como su contrapunto. Mientras ahí las referencias se centran en Kubrick y Cronenberg, aquí hay una celebración del Heavy Metal a través de camisetas, intertítulos (con caligrafías estridentes, dignas de portadas de disco), animación y atmósferas sórdidas musicalizadas con la última pista sonora que escribió el formidable Jóhann Jóhannsson antes de morir. El filme crea la impresión de ser una obra de serie B, de bajo presupuesto, pero sus ambiciones van mucho más allá y se trata de una cinta desafiante, ríspida y cargada de un humor extraño. A pesar de que Mandy desaparece de la pantalla relativamente pronto, la fuerza del filme es la creatividad artística (un estilo fantástico que invade poco a poco el universo del filme), el carácter melancólico y la fortaleza que muestra la mujer al no rendirse a Jeremiah y —por el contrario— burlarse de su masculinidad, dejándolo en ruinas pero condenándose a muerte. La confrontación entre el charlatán y Mandy es arrolladora por sus close ups en luz escarlata, donde sus rostros se funden y confunden, como si bajo el efecto de las drogas ella comenzara a volverse uno con Jeremiah.
"Es una reflexión en torno a la masculinidad herida, inútil, demagógica, tóxica y ambigua. Cosmatos hace muy notable su intención de exponer la fragilidad del deseo”.
El diseño cromático es fundamental en esta pesadilla psicodélica, en que la pantalla pasa del verde, con notas de rojo intenso, al carmesí incendiado y de ahí al azul para después conducirnos en un viaje al infierno que parece inspirado por los propios dibujos de Mandy. Es imposible no pensar en una especie de Dario Argento hillbilly al contemplar las meticulosas puestas en escena con ecos góticos, la suntuosidad de la naturaleza acechante, evocaciones a Munch, inmolaciones, baños de sangre y el mal encarnado en las sombras. De manera semejante al imaginario metalero, el filme está cargado de visiones cristianas. Luego de asesinar a Mandy de una manera brutal, Cosmatos desciende del realismo a lo sobrenatural excéntrico, al introducir a cuatro motociclistas demoniacos y deformes, jinetes del apocalipsis rocanrolero en ácido que se encargan de hacer el trabajo sucio de Jeremiah. Red es abandonado a su muerte en una posición que evoca a la crucifixión, y el final de la aventura lo lleva a un templo cristiano en forma de pirámide.
Pocas veces Nicholas Cage ha tenido la ocasión de ser llevado al límite de su expresividad. Aquí aparece como un hombre roto que sólo puede sobrevivir como un vengador. Una de las escenas más significativas del filme (y del género), es cuando Red bebe vodka y aúlla de dolor en calzoncillos y una absurda camiseta con un tigre de bengala, en un baño con un tapiz floreado que quedará impreso en la cultura popular con la misma intensidad que las paredes del hotel Overlook de El resplandor, de Kubrick. Cosmatos da vuelo al imaginario adolescente violento al hacer que Red fabrique un hacha (que parece una guitarra eléctrica) sacada de las fantasías de Frank Frazetta o Boris Vallejo, y tenga una climática pelea con sierras motoras.
La cinta es una reflexión en torno a la masculinidad herida, inútil, demagógica, tóxica y ambigua. Cosmatos hace muy notable su intención de exponer la fragilidad del deseo. El sexo está presente como ambición pero no se materializa más allá del humor fálico y las insinuaciones homoeróticas. Jeremiah, rockero frustrado, es la piedra de toque entre la idolatría religiosa y el mesianismo pop, y una vez que se ve en peligro lo primero que ofrece es sexo oral a Red a cambio de perdonarle la vida. Mandy es una cinta inusual que evita los sobrentendidos, los guiños y las metanarrativas tan de moda ahora, así como muestra violencia de género sin explotarla ni regodearse con la proverbial mirada masculina. Estamos frente a un ejercicio de estilo poderosamente emocional, un prodigio virtuoso que acude a la violencia extrema y usa todo tipo de recursos narrativos y visuales, una cinta fastuosa en la que unos mariachis entonan el “Cielito lindo” en el infierno y que si bien no es para todo mundo, para muchos ya es una obra de culto.