Sabíamos que el siglo XXI era el de las migraciones y los desplazamientos masivos, pero compensábamos la evidencia con el pronóstico de que las fronteras serían cada vez más abiertas o permeables. Ahora varios conflictos fronterizos, por crisis migratorias precisas, nos estallan en la cara y concluimos que la segunda parte de la ecuación debe ser corregida. En todos lados, Estados Unidos y América Latina, Europa occidental y oriental, las fronteras tienden a cerrarse cada vez más.
Una de las primeras manifestaciones del tipo de conflicto migratorio que experimentamos en América Latina, en el siglo XXI, fue la sucesión de cierres fronterizos que produjo el éxodo de miles de cubanos en 2015. Aquellos grupos que ascendían desde Ecuador, en busca de la frontera entre México y Estados Unidos, provocaban intervenciones y posicionamientos de diversos gobiernos como el ecuatoriano, el colombiano y el panameño. El clímax de la crisis llegó en noviembre de ese año, cuando el gobierno de Daniel Ortega, en acuerdo con el cubano, cerró el paso a los migrantes en la frontera entre Nicaragua y Costa Rica, obligando a Estados Unidos a facilitar otras vías de acceso a su territorio.
Aquel dilema culminó, en buena medida, con la derogación de la llamada ley de pies secos, pies mojados, por el gobierno de Barack Obama en 2016: alentaba la internación de los cubanos en Estados Unidos por vía terrestre, concebida para contener las oleadas de balseros en tiempos de Bill Clinton, y establecía un trato diferenciado para los cubanos dentro del potencial migratorio latinoamericano. Sin embargo, tampoco el trato no preferencial y hasta discriminatorio a los refugiados de Centroamérica, por parte de Estados Unidos, ha impedido los constantes éxodos masivos desde esa región.
Las otras dos crisis migratorias actuales en nuestro hemisferio, la de cientos de miles de venezolanos en las fronteras con Colombia y Brasil, y la de las caravanas centroamericanas en las fronteras de México y Estados Unidos, merecen un análisis detenido y comparado. Hablamos de millones de personas atravesando miles de kilómetros, huyendo de economías desahuciadas, sociedades violentas y Estados autoritarios. A la desesperación de esas fugas en masa se agrega la inseguridad, la xenofobia y el racismo de las naciones receptoras o de tránsito.
Sería arduo calibrar la magnitud del cambio que estas crisis producen en el orden externo e interno de nuestras naciones. Anotemos, por ahora, que se trata de una mudanza en el concepto de frontera que tiene implicaciones decisivas para la reconfiguración del mapa global. De un concepto horizontal de frontera en el tránsito del siglo XX al XXI, cuyo evento emblemático fue la caída del Muro de Berlín en 1989, pasamos a una noción vertical de los límites territoriales, cuyo símbolo más exacto es el muro fronterizo que divide a Estados Unidos y México. Del derrumbe de un muro a la edificación de otro.
[caption id="attachment_824743" align="alignnone" width="945"] Éxodo de venezolanos hacia Colombia. Fuente: semana.com[/caption]
LOS NUEVOS INDESEADOS
Según Naciones Unidas, cerca de dos millones y medio de venezolanos han abandonado su país en los últimos años. De ellos, más de un millón se ha establecido en la vecina Colombia. La recepción de los migrantes, según el Banco Mundial, es cada vez más onerosa para el Estado colombiano. Sin embargo, los gobiernos de Juan Manuel Santos e Iván Duque han diseñado una estrategia de inserción económica y social de los recién llegados que, a la larga, puede resultar provechosa para Colombia.
La actitud del gobierno colombiano contrasta con la del venezolano, que en 2015, cuando la crisis fronteriza de Cúcuta, cerró el tránsito y deportó a Colombia a cerca de 10 mil personas. Entonces el argumento del gobierno de Nicolás Maduro era muy parecido al que se utiliza hoy en Estados Unidos, México, Brasil o Ecuador, para reforzar la seguridad fronteriza: los colombianos, además de competir por el mercado de trabajo, importaban violencia, ilegalidad, narcotráfico y economía informal a Venezuela.
En el gobierno de Juan Manuel Santos, aquel conflicto fronterizo se sobrellevó con altibajos. Pero la llegada a la presidencia del candidato uribista Iván Duque, quien durante la campaña endureció el lenguaje contra sus vecinos, ha intensificado la fricción. A fines de octubre, Bogotá anunció el despliegue de 5 mil soldados en la zona del Catatumbo, que se suman a los cerca de 8 mil efectivos que custodian las áreas limítrofes de los estados de Zulia, Táchira y Apure.
En todas esas regiones, que atraviesan los migrantes venezolanos, operan grupos guerrilleros como el ELN, cárteles de la droga y bandas paramilitares. Todo un microcosmos del peligro en un enorme territorio, donde el control del Estado expone, día con día, sus límites. Un ataque reciente contra la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela ha sido atribuido por el ministro de Defensa venezolano, general Vladimir Padrino López, a “grupos paramilitares” colombianos. Luego trascendió que el ataque contra los guardias venezolanos había sido en represalia por la captura del líder del ELN, Luis Felipe Ortega Bernal, un objetivo de alto valor para el ejército colombiano.
La militarización de la frontera entre Venezuela y Colombia agrega rigidez y riesgo a una zona por la que transita el mayor flujo de migrantes venezolanos. Si se cierra la válvula de escape colombiana, probablemente la presión se incremente en los límites con Brasil, donde han tenido lugar varias confrontaciones en los últimos meses. A mediados de agosto pasado, un grupo de migrantes fue expulsado de Pacaraima, luego de que vecinos y autoridades de ese municipio brasileño acusaran a los venezolanos de actos vandálicos y criminales, entre ellos el asesinato del dueño de un restaurante y una golpiza contra un comerciante.
Muchos venezolanos regresaron a su país, pero la situación de violencia local hizo que el presidente Michel Temer enviara un contingente militar al estado de Roraima. Tras varios episodios similares en la frontera brasileña y en la de Colombia y Ecuador, a donde también llegan miles de exiliados venezolanos, algunos gobiernos como el ecuatoriano y el peruano tomaron medidas como exigir pasaportes y limitar la entrada a buena parte de los desplazados. Tanto el gobierno de Lenín Moreno como el de Martín Vizcarra llamaron a tratar el asunto en los foros regionales.
Por aquellos meses, otro brote de migración masiva complicó las relaciones entre Nicaragua y Costa Rica. Más de 23 mil nicaragüenses escaparon de la inestabilidad económica y la represión política del gobierno de Daniel Ortega. La estampida provocó reacciones xenófobas en ciudades fronterizas donde los vecinos coreaban gritos de Fuera nicas. Una manifestación nacionalista en San José, el 19 de agosto de 2018, en contra de conceder el rango de refugiados a los nicaragüenses que huían de la persecución política, terminó con cuarenta arrestados y declaraciones de la presidenta del Congreso, Carolina Hidalgo, en las que calificaba las protestas de “repudiables” y “racistas”.
Nicaragüenses en Costa Rica y venezolanos en Colombia, Brasil, Ecuador, Perú y Chile han sido tratados como extranjeros indeseados, a pesar de abandonar dos regímenes autoritarios. La falta de solidaridad ha provenido tanto de sectores de la sociedad civil como de los gobiernos, aunque en algunos casos se han atendido las demandas y protocolos de la ACNUR, la agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados. En todas partes se ha comprobado una peligrosa tendencia a anteponer la seguridad nacional a los derechos humanos.
"Dados los enormes riesgos que esos migrantes deben afrontar a su paso por México, un millar de habitantes de San Pedro Sula y sus alrededores decidió agruparse en forma de caravana o comunidad ambulante".
COMUNIDADES AMBULANTES
Todo comenzó en San Pedro Sula, Honduras, a mediados de octubre de 2018. En Washington acababa de celebrarse la Conferencia para la Seguridad y Prosperidad de Centroamérica, a la que asistieron los presidentes Juan Orlando Hernández de Honduras, Jimmy Morales de Guatemala, el vicepresidente de El Salvador Óscar Ortiz y el canciller de México Luis Videgaray. En aquel encuentro, el vicepresidente Mike Pence manifestó la preocupación del gobierno de Donald Trump ante el aumento de la emigración proveniente del Triángulo Norte de Centroamérica, que llegaba a la frontera de Estados Unidos a través de México.
Desde 2017, Estados Unidos comenzó a tomar acciones para impedir el ingreso de centroamericanos a su territorio. De acuerdo con el Migration Policy Institute (MPI), el 90 por ciento de los emigrantes centroamericanos que atraviesan México proviene del Triángulo Norte. Pero desde el año pasado, los hondureños rebasaron a los salvadoreños como la nación más expulsora de migrantes de la región. En 2017, según la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (COMAR), 4 mil 272 personas presentaron solicitudes de refugio.
Dados los enormes riesgos que esos migrantes deben afrontar a su paso por México, un millar de habitantes de San Pedro Sula y sus alrededores decidió agruparse en forma de caravana o comunidad ambulante. Esa estrategia, que rápidamente se proyectó en los medios, otorgó una organización interna y un sistema de protección durante la travesía mexicana. En cuanto se conoció el anuncio de la caravana, el 12 de octubre, Donald Trump la incorporó como amenaza nacional en la campaña del Partido Republicano para las elecciones legislativas en Estados Unidos, que ocurrieron en días pasados.
Como ilustra la serie de reportajes de Ana Gabriela Rojas para la BBC, la estructura organizativa de la caravana responde a un aprendizaje de décadas sobre los riesgos de la ruta. En Guatemala, los migrantes hondureños han debido protegerse de los ataques de las pandillas de la Mara Salvatrucha. En México, del crimen organizado, el tráfico de personas y la delincuencia juvenil. La identidad colectiva de la caravana ayuda a los migrantes a negociar con las autoridades locales o a responder a mandatarios en los medios, como cuando rechazaron la oferta de un plan de empleo temporal que les hizo el presidente Enrique Peña Nieto.
En el trayecto por Guatemala, la caravana comenzó a crecer, hasta llegar a cinco mil personas. Ya en la frontera con México, en las riberas del río Suchiate, tras un primer intento de retención, el grupo logró traspasar las bardas, atravesó Chiapas y llegó a Veracruz. La actuación de los organismos de derechos humanos fue lenta y un inconcebible brote de xenofobia y nacionalismo recorrió cierta franja de las redes sociales y los medios de comunicación. La situación más adversa se produjo en Veracruz, luego de que el gobernador Miguel Ángel Yunes, del PAN, abandonara su propia propuesta de facilitar 150 autobuses para el traslado de los migrantes hacia la Ciudad de México.
El lunes 5 de noviembre, mientras llegaban los primeros hondureños a la Ciudad de México, donde el gobierno de la capital habilitó el estadio Jesús Martínez “Palillo” de la Ciudad Deportiva para recibirlos, una segunda, una tercera y hasta una cuarta caravanas, menos numerosas, cruzaban o se dirigían a la frontera con Chiapas. Como en el caso de la primera, agentes del Instituto Nacional de Migración intentaron realizar operativos de detención en Mepastepec y Pijijiapan, pero el grueso del contingente llegó a Metapa de Domínguez, a unos veinte kilómetros de Tapachula.
A diferencia del gobierno federal y algunos gobiernos estatales, muchas autoridades locales, parroquias, asociaciones religiosas, organizaciones no gubernamentales e instituciones de derechos humanos se han volcado a la solidaridad con los refugiados centroamericanos. Esta vez, unos 3 mil 500 migrantes, más de la mitad de la primera caravana, han solicitado a México el estatus de refugiados. Eso permite tanto al Estado federal como a los gobiernos locales canalizar ayuda económica y sanitaria, además de protección a las garantías básicas de los centroamericanos.
En Veracruz, la caravana se dividió en dos grupos, uno que permaneció en Ciudad Isla y otro que se dirigió a Puebla, donde fueron recibidos en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y en albergues habilitados por activistas civiles y religiosos. En medio de una complicada sucesión de poderes, tras las elecciones presidenciales del verano, una parte de la sociedad civil mexicana reafirmó su condición de lugar de asilo y tránsito, frente a un gobierno como el de Donald Trump, en Estados Unidos, que presume su involución racista.
"Los migrantes, según Trump, son portadores del crimen, el narcotráfico, el terrorismo y la ilegalidad, adulteran y ponen en riesgo el orden establecido y la identidad nacional de Estados Unidos".
LOS USOS ELECTORALES
Las dos crisis migratorias, la venezolana y la centroamericana, han coincidido con procesos electorales. En dos espacios de recepción del éxodo venezolano se produjeron elecciones: en mayo en Colombia y en octubre en Brasil. También en México y Estados Unidos el conflicto fronterizo ha estado ligado a dos contiendas electorales: las presidenciales mexicanas de julio y el largo periodo de transición, que culmina el 2 de diciembre, y las legislativas estadunidenses, el 6 de noviembre.
Los éxodos y las fronteras se infiltraron en las campañas políticas. En Colombia, Chile y Brasil ganaron candidatos de derecha que asociaron el éxodo venezolano con la crisis económica y política de ese país. En su primera alocución ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente colombiano Iván Duque señaló que en el país vecino se vivía una situación de “trágico éxodo” y que el mundo “debía unirse para ponerle fin”. Una de las primeras medidas de Sebastián Piñera, en su nuevo mandato en Chile, fue una ley de regularización de inmigrantes, que pone diversas trabas a la naturalización de haitianos y venezolanos en ese país.
Desde la derecha, el caso más extremo de vuelta al nacionalismo y la xenofobia es el de Jair Bolsonaro en Brasil. En los momentos álgidos de la campaña presidencial, a fines de agosto de 2018, el candidato ultraconservador propuso crear campos de refugiados para los venezolanos, cuestionó el papel de la ONU en materia de defensa de los derechos migratorios y reprochó al gobierno de Michel Temer no haber cerrado la frontera con Venezuela, tras los incidentes de violencia en Pacaraima. Bolsonaro, como Trump, hizo de las fronteras cerradas un tópico de su campaña.
Pero Trump llevó la explotación mediática y electoral de la xenofobia a un punto nunca visto en la historia hemisférica reciente. Habría que preguntarse, de hecho, si en algún momento el presidente ha dejado de estar en campaña, sobre todo, en temas como el de la migración latinoamericana o el muro fronterizo con México. Desde la primavera, cuando ordenó desactivar el DACA o Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, que protegía de la deportación a miles de jóvenes hispanos, Trump ha intensificado su retórica antilatina y, específicamente, antimexicana.
En cuanto arrancó la campaña, Trump viajó a Arizona, Texas, Georgia y Florida, y localizó en la caravana centroamericana la principal amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. Los migrantes, según Trump, son portadores del crimen, el narcotráfico, el terrorismo y la ilegalidad, adulteran y ponen en riesgo el orden establecido y la identidad nacional de Estados Unidos. México, que generalmente se confunde con Centroamérica como generador de emigrantes en el discurso de Trump, ahora aparece bajo un rol distinto, pero igualmente negativo. Según Trump, México no es confiable porque es incapaz de contener las caravanas hondureñas.
En su frenesí nacionalista, Trump llegó a proponer que sea reconsiderada la ciudadanía de los hijos, nacidos en Estados Unidos, de los migrantes. Ya no de los dreamers sino de aquellos hispanos de segunda generación que tienen garantizada la naturalización por el principio romano del ius soli. Hasta su colega del Partido Republicano, presidente de la Cámara de Representantes, tuvo que llamarle la atención, advirtiéndole que una remoción de la nacionalidad por nacimiento es inconstitucional. A lo que Trump respondió en twitter con un regaño: en vez de polemizar con el presidente, Ryan debía dedicarse a asegurar una mayoría republicana en el congreso.
La fijación con la caravana amenazante lo llevó a ordenar el despliegue de 15 mil efectivos en la frontera sur, que costará, por lo menos, 200 millones de dólares. En un momento de su exaltación permanente, el mandatario dijo que si los migrantes agreden con piedras a los soldados, estos deben responder con rifles. Como tantas veces, luego corrigió, pero amenazó con arrestar a todos los ilegales y tuiteó un video del sitio conservador Breitbart News en el que un migrante mexicano, Luis Bracamontes, fanfarronea de haber asesinado a varias personas en Estados Unidos. Bracamontes, condenado a muerte en California en 2014, es, según Trump, el prototipo del migrante latinoamericano.
Los demócratas, dice Trump, además de partidarios de la decadencia de la nación americana, por obra la inmigración hispana, son unos socialistas que quieren conducir a Estados Unidos por el camino de Venezuela. A este repertorio de hipérboles y disparates, Trump ensarta los viejos expedientes de las sanciones, no sólo a Venezuela o Nicaragua, sino a Cuba y a Irán, países con los que su antecesor, Barack Obama, dejó muy bien encaminada una normalización diplomática.
Ninguno de estos recursos, amplificados por el megáfono del populismo, garantizó a Trump el triunfo de su partido en las elecciones intermedias. La victoria legislativa de los demócratas, en la Cámara de Representantes, anuncia un periodo de contención de la derecha en Estados Unidos que puede tener un efecto positivo en la región. Lo que no podrá hacer un congreso de mayoría opositora, en la coyuntura inmediata, es asegurar la paz en una frontera militarizada, donde los migrantes son tratados como criminales.
[caption id="attachment_824744" align="alignnone" width="709"] Migrantes en el estadio Jesús Martínez “Palillo”de la capital. Foto: Cuartoscuro[/caption]
EL REBROTE NACIONALISTA
El mundo que se avecina, de continuar el triunfo de la derecha en Europa, Estados Unidos y América Latina, supone un severo cuestionamiento de algunas premisas de la globalización. Una de ellas era el agotamiento de las identidades nacionales, entendidas como sujetos esencialistas o entidades binariamente contrapuestas. De consolidarse liderazgos como el de Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil, la puerta a los nacionalismos xenófobos permanecerá abierta en las Américas.
La mejor prueba de que ese riesgo es real fue la respuesta que dio Trump a los presidentes Juan Orlando Hernández y Jimmy Morales, cuando reclamaron la comprensión del mandatario para enfrentar la crisis. El presidente de Estados Unidos amenazó entones a sus homólogos centroamericanos con el ultimátum de que si no eran capaces de retener la emigración, Estados Unidos reconsideraría sus programas de ayuda económica a una de las regiones más pobres y desiguales del hemisferio. Días después, insinuó que esos gobiernos se robaban el financiamiento al desarrollo del Triángulo Norte.
Lo más grave es que los mandatarios centroamericanos, en su respuesta, suscriben el enfoque de Trump al judicializar las caravanas. La insistencia en investigar a los organizadores de las caravanas y pedir la aplicación de la ley contra ellos es colocarse en el mismo plano del mandatario norteamericano, cuando acusa a los demócratas y a Georges Soros de financiar esas masas de refugiados, que cataloga como fuerzas invasoras. Es contradictorio agradecer la solidaridad de México y sugerir que el éxodo masivo es una operación enemiga de tráfico humano u hostilización de los vínculos con Estados Unidos.
Pareciera que los gobernantes de Centroamérica tienen dificultades para asumir públicamente que hay razones estructurales detrás de una emigración multitudinaria desde El Salvador, Honduras o Guatemala. Más o menos la misma dificultad que tradicionalmente han mostrado los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua que, por lo general, atribuyen sus éxodos a elementos externos, como la propaganda de Estados Unidos, la mafia cubano-americana de Miami y otros enemigos de la Revolución.
En Honduras, las sospechas oficiales apuntan a Bartolo Fuentes y otros líderes comunitarios, opuestos al gobierno de Juan Orlando Hernández. Pero las caravanas, como es sabido, no están compuestas únicamente por hondureños, carecen de un liderazgo compacto y están integradas por migrantes con muy diversas causales de desplazamiento. La acusación contra esos líderes incurre en la atribución de un sentido político a un éxodo masivo que, al final, es asumido en Tegucigalpa como una conjura contra la nación hondureña.
La vuelta al nacionalismo no sólo se constata en Trump sino en esos discursos latinoamericanos, de derecha o izquierda, que criminalizan a sus propios migrantes. Si para Trump los refugiados son fuerzas invasoras, para esos gobernantes son fuerzas desertoras. Es la misma proyección de un nacionalismo excluyente, desdoblado en diversas manipulaciones demagógicas del público o el electorado. Es lógico que en esas sintonías antitéticas no haya entendimiento posible. Sobre todo, si se recuerda que Centroamérica y el Caribe, por la mezcla de proximidad y pequeñez de sus naciones, es el tipo de zona de interés donde la geopolítica norteamericana no transige.
"El lugar común de que ese tipo de nacionalismo conservador es privativo de Estados Unidos o que en México y América Latina predomina una visión hospitalaria, de puertas abiertas, no se sostiene a la luz de la historia".
La derrota legislativa de los republicanos en la Cámara de Representantes pone en evidencia que el mensaje racista de Trump no moviliza a la mayoría demográfica de Estados Unidos, cada vez más heterogénea. Las elecciones intermedias han confirmado que el trumpismo sigue sin tener de su lado el voto popular, después de dos años de mandato arbitrario. Este freno podría ser el inicio de una reversa a la ola de populismo conservador que se ha desatado en Estados Unidos. Entidades que en 2016 decidieron el triunfo de Trump hoy han regresado a su tradicional voto demócrata.
La recomposición del poder en Estados Unidos ofrece una magnífica oportunidad al nuevo gobierno de México y a los de Centroamérica y el gran Caribe, incluidos el colombiano y el venezolano, para revisar sus propias políticas migratorias y descentrarlas del paradigma de la seguridad nacional. Las normas jurídicas internacionales en materia de asilo y refugio son instrumentos a la mano de esos gobiernos para contrarrestar el avance del racismo y la xenofobia en sus propios países y en Estados Unidos.
El lugar común de que ese tipo de nacionalismo conservador es privativo de Estados Unidos o que en México y América Latina predomina una visión hospitalaria, de puertas abiertas, no se sostiene a la luz de la historia. También de este lado han sido frecuentes las fronteras cerradas y los muros invisibles de un derecho de asilo y un acceso a la ciudadanía llenos de obstáculos. En ambas Américas hay tradiciones rescatables de naturalización de exiliados, pero también legados nefastos de linchamientos, deportaciones y prejuicios contra el extranjero.
Estas crisis terribles tal vez contribuyan a ganar conciencia del lado oscuro de la historia migratoria latinoamericana. A ver en Trump, no la negación de nuestras tradiciones, sino una posibilidad que, por la vía del esencialismo nacionalista, puede manifestarse en cualquier país al sur del Río Bravo. Ese podría ser un buen punto de partida para revisar la idea de frontera que se maneja tanto en el Estado como en la sociedad civil y para subordinar, definitivamente, la política migratoria a la filosofía de los derechos humanos.