"Hombres del porvenir acuérdense de mi"

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larazondemexico

El título de esta nota es en el verso inicial de “Vendimiario”, el extenso poema que concluye Alcoholes (1913), primer libro de poesía de Guillaume Apollinaire. Se cree que lo escribió en 1909, probablemente entre finales de septiembre y finales de octubre. Resulta interesante mencionar ese texto porque es el primero que Apollinaire publica (en 1912) prescindiendo por completo de signos de puntuación, lo que hoy no sorprende a nadie, pero es una de las muchas aportaciones de su obra por las que, aun sin saberlo, lo recordamos.

Aunque ha pasado un siglo desde su muerte, Apollinaire está muy lejos del olvido. Tan sólo en Francia, en el curso de los últimos veinte años se han publicado más de veinte libros que enriquecen nuestra visión de su vida y de su obra y nos obligan (es un decir) a leer otra vez, bajo una nueva luz, poemas como “Zona”, “El puente Mirabeau”, “La canción del mal amado”, “El pequeño automóvil”, “Fotografía”, “La bella pelirroja”.

De esa veintena de volúmenes —entre ellos una decena de epistolarios de Apollinaire con amantes y amigos— poco más de la mitad se debe a Laurence Campa, profesora universitaria nacida en 1967, fascinada desde su juventud por el genio literario y la compleja trayectoria vital del gran poeta. Quizás el más esforzado e imponente fruto de esa fascinación sea la magna biografía que Gallimard puso a circular en junio del 2013 bajo un sencillo título: Guillaume Apollinaire. Son casi novecientas páginas que reflejan —a través de múltiples citas, noticias, comentarios, documentos inéditos, datos y detalles— más de doce años dedicados a la lectura e investigación en bibliotecas, pinacotecas (la relación de Apollinaire con los pintores de su época es inagotable), archivos públicos y privados de por lo menos cuatro países.

No es la primera biografía sobre ese “gran vidente”, como lo llamara André Breton.1 Hace medio siglo se publicó la homónima Guillaume Apollinaire, su primera (y hasta el 2013, única) biografía, cuyo principal mérito fue recoger, a lo largo de los años cincuenta, los recuerdos y testimonios directos de todos los sobrevivientes del círculo de Apollinaire.2 Su autor, Pierre-Marcel Adéma —otro de los nombres recurrentes cuando se revisan las bibliohemerografías relacionadas con el poeta—, prácticamente consagró su vida (1912-2000) al estudio de Apollinaire: su primera nota acerca de él data de 1946; la última apareció poco antes de su muerte. Además, en colaboración con Michel Décaudin (otro de los grandes conocedores del poeta que adoptó la  lengua francesa como propia, muerto en 2004, a los 85 años) se encargó de establecer y anotar el texto de la obra poética de Apollinaire para la Bibliothèque de La Pléiade, y también conjuntaron y comentaron las 524 imágenes que constituyen el Album Apollinaire (1971), espléndida iconografía que forma parte de esa misma colección.

Pero el trabajo de Laurence Campa no es menos importante ni menos impresionante que el de ese par de eruditos, a los cuales conoció y trató, por supuesto (con Michel Décaudin hizo un libro: Passion Apollinaire: La poésie à perte de vue,3 publicado en el 2004 bajo el sello de la casa editorial Textuel). Hoy es su aventajada sucesora, entre otras razones porque hoy se han abierto fuentes y colecciones antes inaccesibles (como el archivo de Picasso, por ejemplo) y con el andar del tiempo se han descubierto nuevas cosas, incluso en el archivo del propio Apollinaire. Es el caso de las 45 misivas (cartas, postales y telegramas) que Louise de Coligny-Châtillon, amante de Apollinaire cuando acaba de enlistarse en el ejército, le envió al poeta entre diciembre de 1914 y septiembre de 1915. Gilbert Boudar, sobrino del escritor, las encontró y se las entregó a Pierre Caizergues, quien acaba de publicarlas en octubre con Gallimard.

"Es común pensar en Apollinaire como una cúspide de la poesía francesa y olvidar que nació en el Trastevere, en Roma, hijo de una pareja italo-polonesa mal avenida; que su primer idioma fue el italiano".

EL DRAMA DE SER INMIGRANTE

Es común pensar en Apollinaire como una cúspide de la poesía francesa y olvidar que nació en el Trastevere, en Roma, hijo de una pareja italo-polonesa mal avenida; que su primer idioma fue el italiano (casi a la par del polaco), y comenzó a aprender francés sólo después de que cumplió siete años, porque su madre, Angélica de Kostrowitzky —una polaca altiva, audaz e interesada, según la califica Laurence Campa—, decidió dejar Italia y mudarse primero a la Costa Azul (donde viven hasta 1898) y después a París, en 1899.

La identidad del padre, que dejó a su mujer y sus hijos antes de que partieran a Francia, se ignora hasta el día de hoy. El propio Apollinaire se encargó de propalar que era un oficial italiano. También se ha dicho que era Jules Weil, última pareja sentimental de su madre. Laurence Campa subraya la improbabilidad de tales versiones. Apollinaire fantasearía a lo largo de su vida con diversas hipótesis para afirmar la pretendida nobleza de sus ancestros.

Lo cierto es que en París sufrió una suerte similar a la que corre la mayoría de los desplazados e inmigrantes. Padeció pobrezas y en diversos momentos llegó a temer que se le expulsara de Francia. No por nada afrancesó en 1902 su nombre original: Wilhelm Albert Apollinaris Wladimir Alexander Kostrowitsky. Es probable que durante mucho tiempo se haya sentido como un métèque (un meteco: el despectivo acuñado en la Atenas clásica para referirse a los extranjeros que residían en la ciudad). Es significativo que en 1918 haya escrito que “un poeta jamás puede ser extranjero en el país donde se habla la lengua en la que él escribe”, cuando ya se ha convertido en ciudadano francés (la nacionalidad le sería otorgada el 9 de marzo de 1916). Esto, merced al hecho de haberse enrolado voluntariamente en el ejército galo —una opción similar a la que han elegido tantos mexicanos para adquirir la ciudadanía estadunidense enrolándose en el ejército norteamericano. Ahora se sabe que Apollinaire se enlistó para acabar así, de tajo, con un factor de incertidumbre y zozobra. Fue adscrito al trigésimo octavo regimiento de artillería, lo que le permitirá decir: “Tanto he amado las artes que ahora soy artillero”.

"Annie Playden no sólo dio pie a que Apollinaire compusiera  La canción del mal amado , sino varios otros poemas de Alcoholes. Si no la principal, fue sin duda la primera musa del gran innovador de la poesía moderna".

INAGOTABLE APOLLINAIRE

Felizmente, uno nunca deja de disfrutar de la poesía de Apollinaire ni deja de interrogarla. Entre más se lee, mejor se lee y más ganas dan de seguirla leyendo. Nunca deja de surgir alguna novedad.

En junio de este año, una pesquisa en los archivos de The New York Times para revisar si acaso ese diario había publicado un obituario de Apollinaire (su fama internacional no alcanzaba aún el grado que tiene hoy) encontró el reportaje traducido en las siguientes páginas. Fue publicado el 15 de septiembre de 1963 bajo la firma de Francis Steegmuller (1906-1994), uno de los más distinguidos especialistas norteamericanos en la obra de Apollinare (ese mismo año había aparecido su libro Apollinaire: Poet Among the Painters), además de una autoridad indiscutible en la obra de Flaubert y gran conocedor de la literatura francesa en general.

En septiembre del año 1962, acompañado por LeRoy Breunig y Norbert Guterman, Steegmuller se dirigió a Katonah, una pequeña ciudad en el estado de Connecticut, setenta kilómetros al norte de Manhattan, para visitar a la señora Postings, nombre de casada de Annie Playden, quien fuera el primer gran amor de Apollinaire al iniciar el siglo XX.

La nota se explica sola. Vale la pena añadir, para el lector no familiarizado con Apollinaire, que los acompañantes de Steegmuller no estaban allí por casualidad. Desde 1953, LeRoy Breunig (1915-1996) dirigía el departamento de Francés de la Universidad de Barnard. Era un erudito en poesía francesa y en particular en la obra de Apollinaire, sobre la que escribió mucho y muy bien; en 1988 publicó una selección de sus ensayos y notas con el título de Apollinaire on Art (DaCapo Press).

El tercer visitante, Norbert Guterman (1900-1984), era un psicólogo polaco que durante los años treinta se asiló en Estados Unidos, donde se convirtió en un versátil traductor al inglés de obras escritas en latín, polaco y francés.

Como una curiosa nota al pie hay que apuntar que el “escritor albanés” a quien Annie Playden alude en la nota de Steegmuller es el destacado autor Faik Konica (1875-1942), considerado como uno de los padres de la literatura albanesa, que cuenta hoy día con excelentes poetas. Acerca de Konica, quien vivió en Londres entre 1902 y 1909, Apollinaire escribió: “Ha convertido un áspero idioma de marineros en una lengua hermosa, rica y flexible”.

Por último, hay que decir que Annie Playden no sólo dio pie a que Apollinaire compusiera “La canción del mal amado”, sino varios otros poemas de Alcoholes. Si no la principal, fue sin duda la primera musa del gran innovador de la poesía moderna, cuya breve obra ha sido una fuente inagotable que lo convierte, a cien años de su muerte, en nuestro estricto y vivísimo coetáneo.

Notas

1 En el curso de una charla radiofónica con

André Parinaud, recogida en André Bre-

ton, Conversaciones (1913-1952), Colección

Popular, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 27.

2 Pierre-Marcel Adéma, Guillaume Apollinaire, La Table Ronde, París, 1968.

3 Título que podría traducirse como Pasión Apollinaire: poesía a vista perdida, o Pasión por Apollinaire: poesía hasta donde llegue la vista.

UN AMOR DE APOLLINAIRE

Francis Steegmuller

Una brillante tarde otoñal de 1962 tomamos la autopista de Sawmill River con rumbo a un destino más bien excepcional. Nos habíamos enterado de que Annie Playden, la institutriz inglesa de ojos azules que los amantes del poeta Guillaume Apollinaire consideran su Beatriz, su Laura, su Dama Oscura de los Sonetos (en la época de sus comienzos poéticos en Renania) vivía entonces en Westchester1 con su hermana, la señora Vockins, administradora de un asilo canino.

Annie y Apollinaire se conocieron en París en 1901, cuando él era aún el desconocido Guillaume de Kostrowitzky, un joven pobre que había postulado para el puesto de tutor de la hija de una condesa alemana, cuya institutriz era Annie. Los dos pasaron un año en la villa de la condesa cerca de Bonn y viajaron con ella y la niña hasta Viena; entonces Kostrowitzky renunció a su cargo y regresó a París. Visitó a Annie dos veces en Londres y eso fue todo. Todo, excepto por los poemas: los primeros versos de amor de Apollinaire —las “Renanas”—, saturados de la presencia de Annie, en los que lamenta su aspereza y, especialmente, el gran poema “La canción del mal amado”, que acaso Apollinaire nunca logró igualar, escrito después de su separación final. Murió en 1918, convertido en el adalid del movimiento de la poesía moderna.

Íbamos tres en el viaje: LeRoy Breunig quien, además de ser profesor de francés en Barnard es, junto con dos o tres personas en Francia, uno de los principales estudiosos de la obra y la vida de Apollinaire; Norbert Guterman, lector de Apollinaire desde que un amigo en Francia le envió a su nativa Varsovia un ejemplar de Alcoholes, el primer libro de poesía de Apollinaire, cuya lectura lo llevaría a París y a la Sorbona, donde encontró jóvenes como él que leían el segundo libro de Apollinaire: Caligramas.

[caption id="attachment_828071" align="alignright" width="297"] Fuente: Colección de Pierre-Marcel Adéma[/caption]

ROY YA HABÍA VISITADO una vez a Annie Playden. Después de la última visita que Apollinaire le hizo en Londres en 1904, ella también dejó Inglaterra para ocupar un puesto como institutriz en California. Cincuenta años más tarde, un belga experto en Apollinaire descubrió su paradero y le escribió. Fue la primera vez que ella tuvo un indicio de que el tutor de habla francesa a quien ella siempre había llamado Kostro se había convertido en un poeta famoso y que ella misma era conocida por haber sido su musa. Roy la había visto hacía diez años, poco después de que ella se enterase de esto, y recordaba bien la turbación que ella experimentaba.

Al final de la autopista dimos vuelta a la izquierda para cruzar el puente hacia Katonah. Pronto encontramos Bedford Road, y después de un par de kilómetros llegamos al número 221, una casa semioculta por árboles, con el nombre Vockins en el prado y, a cierta distancia, al fondo, las perreras. Nadie respondió a nuestro llamado en la puerta principal que conducía a un recibidor de enormes ventanales, pero unos instantes después una señora bronceada, sonriente y relajada, con anteojos y cabello gris, vestida con una blusa multicolor y un pantalón de lana verde, nos abrió la puerta trasera.

“Soy la señora Vockins”, anunció; cuando Roy se identificó y nos presentó a Norbert y a mí, ella dijo: "Espero que no les importe pasar por mi cocina. Vayamos al recibidor, voy a llamar a mi hermana". Y gritó: “¡Tía! ¡Tía! ¡Unos caballeros han venido a verte!”. Al principio nos desconcertó que no la llamara “Annie”, pero de inmediato aclaró: “Llamo a mi hermana Annie ‘Tía’ porque estoy muy acostumbrada a oír que mis tres hijos la llaman así”.

Nos llevó al recibidor, a cuya puerta habíamos llamado originalmente, y allí nos reunimos casi de inmediato con la persona de aspecto más encantador que se pueda imaginar: regordeta, de cabello blanco, mejillas rosadas. Sonreía no sólo con los labios sino también con los ojos, que eran de un alegre azul lavanda, mucho más brillantes que las flores azules estampadas en el vestido que llevaba puesto.

Aquí estaba el “pájaro azul” cantado por Apollinaire en “La Gitana”, un poema sobre un hombre, una muchacha y una adivina. “Señor Breunig”, le dijo a Roy, “¡qué gusto volver a verlo!”. Enseguida nos presentamos y nos sentamos, y ella nos contó que pocos años antes se había retirado y que ahora vivía permanentemente allí, en Katonah, con su hermana menor, viuda reciente, cuyos hijos ya vivían en sus propias casas.

—Ahora tengo 83 años —dijo—. Aquí sólo estamos dos ancianas, pero nunca nos sentimos solas gracias a que...

En ese momento, detrás de los árboles de magnolia y del césped parcialmente visible entre ellos, estalló un frenético coro de ladridos de diferentes tonos y estridencias. Todos nos reímos. Los ladridos anunciaban la llegada de un nuevo huésped y, al cabo de un rato, la señora Vockins se reunió con nosotros. Traía una bandeja con vasos de jerez y un plato de galletas. Para entonces ya estábamos inmersos en las cosas que habían sucedido en 1901, 1902, 1903 y 1904, y la tarde transcurría con rapidez.

"De veras no logro entender qué tienen que ver conmigo todas las cosas que me cuentan. Sobre todo —la señora Postings se ruborizó otra vez— porque yo era una inglesita simplona y muy ignorante en aquel momento".

MIENTRAS CONVERSÁBAMOS, Norbert Guterman intervenía ocasionalmente con un comentario destinado a recordar a la señora Postings cuánto había crecido la fama en torno de Apollinaire y de su propio nombre: parecía, aun después de diez años, necesitar ese recordatorio. “Hay una calle en París que lleva el nombre del poeta”, decía Norbert. O bien: “Una estatua erigida en homenaje a él se encuentra en una de las plazas públicas”. O bien: “En la Sorbona se dicta un curso sobre su obra”. Cuando le dijo: “Usted sin duda se da cuenta, señora Postings, de que Annie es inmortal”, la aludida suspendió sus evocaciones y bajó la cabeza. Pudimos ver sus rosadas mejillas sonrojarse aún más.

—Sin duda ustedes se dan cuenta de cuán extraña me hace sentir todo esto —dijo—. Sabía que Kostro [Apollinaire] escribía algo en su habitación en casa de la condesa, pero no tenía idea de lo que escribía. No volví a escuchar ni una palabra de él después de que ambos dejamos Londres en 1904. Me había perseguido tanto que le dije a mi madre que si me escribía no me enviara las cartas. Acepté un trabajo en California. Cuando tenía 27 años, me casé con el señor Postings, y estuve casada con él veinticinco años, hasta que murió. Después de eso trabajé con el señor y la señora Jackson en Santa Bárbara durante otros veinticinco años. El poco francés que aprendí de niña casi ha desaparecido. No he podido leer los poemas que me envió el señor Breunig. De veras no logro entender qué tienen que ver conmigo todas las cosas que me cuentan. Sobre todo —la señora Postings se ruborizó otra vez—porque yo era una inglesita simplona y muy ignorante en aquel momento, demasiado pueril, en realidad, para mis veinte años. ¡Era tan malvada con Kostro!

No pudimos evitar sonreír. “Todos los lectores de poesía francesa lo saben”, dijo uno de nosotros. “En sus poemas él se queja de eso todo el tiempo”.

—Quieren decir que, si acaso hubiese sido buena con él, ¿no existirían sus hermosos poemas? ¿Tal vez todo fue para bien?

Nos sorprendió su repentina agudeza: la señora Postings no era una persona que hubiera leído mucho sobre el provecho que los poetas sacan de sus sufrimientos.

—Lamento, por supuesto, si fui demasiado cruel —prosiguió la señora Postings—, pero, ¿qué podía hacer? Kostro no podía enamorarme debidamente con palabras, puesto que yo apenas sabía un poco de francés y su inglés era casi inexistente. Y yo no iba a permitirle hacer ninguna otra cosa. Me lo habían advertido antes de salir de casa. Mi hermana y yo éramos las chicas más tiesas de Clapham. Mi padre era tan puritano que se daba cuenta de ello y se llamaba a sí mismo el Arzobispo de Canterbury.

Sólo porque el médico que la condesa tenía en Londres era amigo de mi padre me permitieron tomar el trabajo con ella e ir al continente: el médico dijo que se aseguraría de que yo estuviera con una familia respetable. No recuerdo que en ese momento nadie nos haya dicho que habría un hombre joven en casa de la condesa. ¡Kostro era tan intenso! Me aterrorizaba. Una vez me llevó por un peligroso sendero en la montaña y me dijo que si me negaba a casarme con él, sería bastante capaz de tirarme a un precipicio. Me dijo: “¡Todo hombre mata lo que ama!”

También se comportó de una manera extraordinaria en Londres, las dos veces que me visitó —continuó la señora Postings—. Un día me compró un sombrero y una boa de plumas, insistió en ello. Mi madre estaba furiosa. Me dejó salir a cenar con él una vez, pero sólo porque prometí estar en casa a las nueve en punto. Él me llevó a visitar a un amigo suyo, un escritor albanés de no sé qué tipo. Su esposa, es decir, la chica con la que él autor vivía, esperaba un bebé. No estaban casados y ella lloraba por eso. Me dijo que otra mujer solía pararse en la esquina frente a su apartamento y que se quedaba allí, de pie, mirando hacia arriba. Temía que su marido se fuera con ella. Para mí, hija de un arzobispo, era una compañía totalmente impensada.

Después de la cena, la mujer comenzó a preparar una cama en la sala de estar, me di cuenta de que la preparaba para Kostro y para mí, y que esperaban que pasara la noche con él allí. Les dije: “No, no, no. No puedo hacer eso. Debo irme a casa. Mi madre me espera”. Kostro me llevó a casa después de las nueve. ¡Mi madre estaba furiosa! Furiosa... furiosa —empezaba a sonar como un estribillo.

—Fue debido a que Kostro insistió tanto en casarse con usted, en Londres, que le dijo que había aceptado un trabajo en Estados Unidos, ¿no es cierto? —le preguntó uno de nosotros a la señora Postings—. Y después se propuso conseguir uno, ¿verdad?

—Supongo que en parte fue por eso —dijo la señora Postings—, pero por no sé qué me entró la idea de que quería ir a un país que comenzara con “A”: América, Australia. La oferta de Estados Unidos llegó primero.

"Se comportó de una manera extraordinaria en Londres, las dos veces que me visitó —continuó la señora Postings—. Un día me compró un sombrero y una boa de plumas, insistió en ello. Mi madre estaba furiosa".

PARECIÓ UN POCO VAGA cuando dijo eso. La tarde declinaba. Tal vez la estábamos reteniendo demasiado. Pero lo que dijo sin duda sonaba como una idea muy vaga, tal vez mucho más indicativa que cualquier otra cosa de la inmadurez de la niña inglesa cuando el joven poeta la conoció.

—El gran aliciente que Kostro me ofrecía era que si me casaba con él, me convertiría en una condesa —dijo la señora Postings—. Ustedes saben que él siempre dijo que provenía de una noble familia rusa, llena de generales y sabrá dios qué más. Mencionaba a su madre de vez en cuando, pero nunca decía ni una palabra sobre su padre. De alguna manera tuve la idea de que... de hecho, creo que usted me dijo, señor Breunig, que...

Roy asintió:

—Tiene usted razón. Yo le dije que los padres de Kostro no estaban casados. Tal vez su padre era de una buena familia italo-suiza, y la familia de su madre era en parte polaca; su padre parece haber sido un coronel en el ejército del Zar antes de que dejara Polonia y se fuera a Italia, donde los padres de Kostro de alguna manera se encontraron. Pero no creo que hubiese podido convertirla en condesa.

—Recuerdo que Kostro se despidió de mí en Waterloo Station —dijo la señora Postings—. ¿O era en Victoria? Tenía medio cuerpo dentro y medio fuera de la ventana. Esa fue la última vez que lo vi. Tengo una joya que me regaló. ¿Les gustaría verla?

Subió las escaleras y al cabo de unos momentos bajó con una caja grande, plana y de forma complicada; el interior de la tapa con bisagras era de satín blanco estampado en oro con el nombre de un joyero parisino situado en la Chaussée d’Antin. Contenía un dije, un ejemplo del más puro estilo conocido como art nouveau o libertad, una joya cóncava a la vez que convexa con un complicado contorno, una especie de pieza barroca de 1900. Era hermosa, elaborada, imponente, probablemente más llamativa que valiosa, pero le daba a uno que pensar. Acaso era lo más novedoso en París cuando Kostro se la entregó a Annie. El dije pasó décadas enteras en las que un joyero lo habría clasificado como démodé e imposible; ahora hay un renacimiento del art nouveau entre quienes son más o menos refinados.

[caption id="attachment_828072" align="alignright" width="267"] El poeta y Annie. Fuente: tanvien.net[/caption]

La señora Vockins, que casi no había participado en la conversación, habló:

—A mí Kostro me parecía encantador —dijo—. Entonces yo era Jennie, la hermana menor de Annie. Cuando ella tenía veinte años yo tenía doce. Después de la primera vez que Kostro vino a Londres a verla, me envió un anillo desde París. Me emocionó: me parecía lo más maravilloso del mundo poseer un anillo, especialmente uno que un hombre me había enviado desde París. Mi madre sólo me dejaba ponérmelo de vez en cuando, en alguna ocasión especial, y luego tenía que volver a guardarlo en su caja. Todavía lo tengo. Lo bajaré, si quieren verlo.

La caja de la señora Vockins era pequeña. El anillo de Kostro era una banda estrecha de metal con una pequeña perla rodeada de esquirlas de diamante; un anillo modesto, pero con un diseño encantador. Lo sostuvo entre el pulgar y el índice cuando se lo devolvimos y dijo con una risita:

—En el momento en que Kostro nos dio el anillo y el colgante, mi hermana dijo que estaba segura de que se los había robado a su madre.

La señora Postings se quedó atónita.

—¡¿Yo dije eso?! ¡Oh, de veras era mala con él!

Parecía un poco avergonzada y se ocupó en poner el colgante en su caja, colocando la cadena a lo largo de las ranuras que formaban un corazón.

Ahora era evidente, o al menos así nos pareció a los tres —hablaríamos de ello más tarde, en el camino de regreso a Nueva York—, hasta qué punto la desconfianza había llegado más allá de la malevolencia. La inglesita simplona, “demasiado pueril para sus veinte años”, probablemente no “quiso decir” lo que le había dicho a su hermana sobre el joven y exótico tutor, que acaso habría sido capaz de robarle joyas a su propia madre, pero tal era la imagen que le había brotado de los labios, la imagen que ella tenía de la posible vida familiar de esos extraños extranjeros, los Kostrowitzky.

Nunca podría sospechar un poeta la imagen que tiene de él su venerada musa.

Nos despedimos de las hermanas, una con pantalones y la otra con un estampado vestido azul, extrañas residentes de Katonah, cada una sosteniendo en la mano la joya que les regalara Apollinaire —quien fue, por cierto, entre tantas otras cosas, el ingeniero que acuñó la palabra surrealismo— mientras los perros ladraban espasmódicamente a la distancia.

Las últimas palabras que la señora Postings nos dirigió cuando nos marchábamos fueron:

—Gracias por venir. Creo que tendré felices sueños esta noche. Me han hecho sentir que no he vivido en vano.

¿Podría la Beatriz de Dante haber deseado más?

Notas

1 A 72 kilómetros al norte de Manhattan, en el estado de Nueva York. [N. del t.]