Roma, de Alfonso Cuarón

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Foto: larazondemexico

El director mexicano filmó en 2006 una obra maestra: Niños del hombre, una película visionaria, políticamente punzante y estéticamente prodigiosa. Una de esas cintas que puede verse innumerables veces para sentir nuevamente el placer y las emociones de la primera vez y también en busca de señales, pistas para desentrañar este colapso angustioso que es el siglo XXI. Su más reciente filme, Roma, es un acto de nostalgia y gratitud, una celebración dolorosa de la maternidad y un tributo a las mujeres que, contra todo, sostienen esto que aún llamamos civilización. Sin embargo, en gran medida la historia de Cleo (Yalitza Aparicio) es un reflejo y puesta al día de la épica de Kee (Clare-Hope Ashitey), el personaje de aquella cinta en que la humanidad ha perdido la capacidad de reproducirse y no ha nacido un solo bebé en dieciocho años. El mundo de Niños del hombre, donde la violencia está por todas partes y familias de inmigrantes son encerradas en jaulas, experimenta una grave descomposición social que apenas molesta a los privilegiados y las corporaciones. Esta metáfora de un mundo desesperanzado se parece cada vez más a la realidad. El México de 1971 era un país brutal, misógino y autoritario. Las cosas han cambiado pero en el fondo sigue siendo el país donde se cometen un número de feminicidios asombroso y son asesinados más periodistas que en muchas zonas en guerra. México, país de fosas clandestinas, está desgarrado por una guerra contra esa ambigüedad que es el narco y a pesar de notables progresos en el ámbito de la democracia sigue teniendo en esencia una mentalidad colonial.

Roma es la obra más personal de una filmografía extraordinaria. Dirigida, escrita, fotografiada (con Galo Olivares) y coeditada (con Adán Gough) por el propio Cuarón, es un trabajo impecable en el que prácticamente cada toma inventa un microcosmos, una composición de una claridad extraordinaria, con numerosas capas, que funciona a diferentes niveles. Cuarón emplea travellings laterales como parte de una sintaxis visual melancólica pero a la vez contundente, que describe un mundo tan limitado como expansible. Los travellings que van y vienen con parsimonia muestran lo cotidiano y lo estable pero también las calles tumultuosas de la vieja colonia Roma, tan distinta a la contemporánea. Nos deslizamos al lado de los granaderos, de la inquietante violencia y las amenazantes olas de Tuxpan. La ambientación es de una exactitud delirante, desde las eventuales canciones en La pantera de la juventud, los ripiosos comerciales y decoraciones maniáticamente auténticas, hasta la presencia de ese icono que fue el Profesor Zobek (Latin Lover), ejecutando uno de sus actos en los terregales del Estado de México. Lo mismo sucede con la pista sonora, que consiste en un prodigioso mosaico auditivo del ruido urbano.

La historia de Cleo podría ser la de la servidumbre en cualquier sociedad burguesa con aspiraciones, que comparte la intimidad con sus empleados domésticos, los cuales son parte de la familia y a la vez siempre extraños. Cuarón nos muestra a la incansable Cleo levantándose antes que nadie, despertando a los niños, limpiando, atendiendo a todas las necesidades de la familia y acostándose cuando todos ya se han ido a dormir. Es una labor amorosa y agotadora, sin duda recompensada por el cariño de los niños de la casa. Ella se convierte en el eje doméstico que soporta los temperamentos y egoísmos, al tiempo que el matrimonio de sus patrones se desintegra. Mientras, el patio está permanentemente cubierto de mierda de perro como otra de las condenas de Sísifo para Cleo. Es un filme repleto de imágenes evocadoras y ominosas, desde el terremoto en una sala de neonatos hasta la escena en que la familia come helado bajo una enorme jaiba, al tiempo en que se festeja un matrimonio, incluido el frustrado brindis con pulque por el bebé que se espera.

"La cinta se llama Roma porque sucede en esa colonia pero también por su aspiración a la universalidad y como evocación al caput mundi —capital del mundo”.

Desde las primeras secuencias, la anécdota de alguien asesinado por el ejército, los juegos infantiles con pistolas y la banda militar que recorre las calles conforman un presagio de la violencia institucional que acecha. Así, Fermín (Jorge Antonio Guerrero), exchemo y novio de Cleo, asegura (mientras desnuda su cuerpo y espíritu) que las artes marciales le salvaron la vida; luego lo vemos convertido en una herramienta del aparato represor, un halcón que participa en la matanza del Jueves de Corpus —10 de junio de 1971—, una de esas heridas sin sanar de la historia reciente de nuestro país. Tras un viaje a Canadá, el padre de la familia, el doctor Antonio (Fernando Grediaga), abandona a su esposa Sofía (Marina de Tavira) e hijos, al tiempo en que Fermín literalmente “se le va al baño” a Cleo cuando se entera de que ella está embarazada. El estado patriarcal y los padres traicionan, abandonan y agreden. El contrato social no sólo está desgarrado en términos de clases sino también de géneros.

Podríamos imaginar que Cuarón lleva a cabo un filme documento que pone en evidencia el sistema racista y clasista en el que crecimos y vivimos. Sin embargo, su objetivo es mucho más ambicioso y poético, no sólo en términos estéticos sino también políticos y su película, como las verdaderas obras de arte, habla de nuestro momento histórico y del cine mismo. Así las evocaciones van del neorrealismo italiano hasta la ciencia ficción, con Atrapados en el espacio (John Sturges, 1969), el filme que en parte inspiró su oscareada Gravedad (2013). Una de las escenas más políticas del filme podría haberla filmado Fellini y es aquella en que los hacendados que aman las armas y coleccionan las cabezas de sus presas de caza, así como de los perros de casa, contemplan el incendio de sus tierras mientras beben cocteles y cantan maniáticamente en sueco. Pero el elemento más controvertido del filme es el atroz dilema de que la muerte de un bebé, un sacrificio más a la violencia estatal, quizá se traduce en que dos niños sean rescatados de las aguas. Así el acto de heroísmo de Cleo está marcado doblemente por su valentía y su tragedia personal. Los embarazos de la antes mencionada Kee y de Cleo están emparentados como actos de redención.

La película comienza con el reflejo del cielo y un avión sobre el agua con que se lava la cochera de la casa y culmina con una toma de ese mismo cielo y ese avión, de manera que se cierra el círculo. El padre ausente ha saqueado la casa de su esposa e hijos, a los que rehúsa confrontar, así como el gobierno de Echeverría nunca reconoció sus crímenes ni encaró a los sobrevivientes. La cinta se llama Roma porque sucede en esa colonia pero también por su aspiración a la universalidad y como evocación al caput mundi —capital del mundo—, la megalópolis que fundó el orden planetario vigente. Con esta película Cuarón cuenta ya con dos obras maestras.

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