A la manera de Gracián

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Este año, Rafael Pérez Gay (México, 1957) concluyó la trilogía que inició con Nos acompañan los muertos (Seix Barral, 2009), donde cuenta la enfermedad de sus padres, sus últimos días, los recuerdos de infancia así como la juventud de sus progenitores. Luego tocó el turno de El cerebro de mi hermano (Seix Barral, 2013), un intenso relato sobre los últimos meses de vida del escritor, germanófilo, José María Pérez Gay y, recientemente, el último título: Perseguir la noche (Seix Barral, 2018).

En esta trilogía se detectan varios puntos en común como son la nostalgia, el paso del tiempo, la vejez, las enfermedades y el ocaso de una vida. Sin embargo, un lazo une a estos tres títulos, algo que exhala a lo largo de sus páginas y es el miedo a la muerte. A veces se tiene la impresión de que el autor está en una sala cinematográfica viendo cómo pasa la vida y los mejores momentos de sus seres queridos; más tarde esa luz apunta hacia él y entonces experimenta en carne propia lo que su padre, madre y hermano han padecido antes de su partida: la noticia de que una enfermedad grave ocupa su vida. La angustia —que Pérez Gay quiere exorcizar con tafil o cualquier otro ansiolítico en momentos de Perseguir la noche— resulta ser el leitmotiv de la trilogía.

En el último título de la serie, el protagonista padece cáncer de vejiga. El miedo paraliza, hace que seamos otros y nos comportemos de distinta manera. Nadie sabe cómo va a reaccionar ante una noticia pronunciada por el médico: usted tiene cáncer. Quienes lo han padecido deben recuperarse de la telaraña de ideas que se cruzan en el pensamiento después del diagnóstico. Cán-cer, cán-cer y la voz del médico queda resonando en el oído del paciente que permanece sentando, callado, como si le hubieran arrojado un balde de agua fría.

En La autobiografía, George May (FCE, 1982) apunta que la biografía tiene un padre y es Plutarco. Me agrada pensar que Michel de Montaigne es padre por partida doble: del ensayo y de la autobiografía, tomando en cuenta la manera en que usa el yo y su sabiduría.

Para Jean Cocteau, las obras de un hombre, sobre todo aquellas que se pretenden autobiográficas, retratan con frecuencia la historia de sus nostalgias o sus tentaciones y casi nunca su propia historia. “Ningún hombre osó jamás pintarse tal cual es”, disiente. Pero, como reconoce Juan Villoro en La utilidad del deseo (Anagrama, 2017), la novela moderna se ha volcado en la exploración del yo, que incluye “no sólo los pensamientos estructurados sino el delirio, la asociación libre, el sinsentido, el disparate, el olvido, los falsos recuerdos y otros recursos o perturbaciones del campo cerebral”.

Lo escrito por Rafael Pérez Gay recuerda algo que menciona Baltasar Gracián en El criticón (UNAM, 1996) sobre el descubrimiento de la sabiduría. Decía que su aspiración era hablar por las mañanas con los muertos, por la tarde con los vivos y en la noche consigo mismo. Aplicado esto a la trilogía, podría entenderse de la siguiente manera: el diálogo con los muertos (sus padres) refiere todas las enseñanzas y reflexiones sobre su familia; conversar con vivos remite a la charla prolongada con su hermano (José María Pérez Gay) porque esas conversaciones de sobremesa eran como viajar, poner en equilibrio lo aprendido, peregrinar en el mundo conociendo más de la literatura alemana y disfrutar ambos el presente. Por último, ese diálogo consigo mismo es la meditación necesaria de lo experimentado, la necesidad de asimilar que padece cáncer y debe actuar. Como refiere San Jerónimo, “el cáncer es una gravidez demoniaca”.

La llegada de una enfermedad grave trae consigo dos caminos: uno muere o se vuelve más fuerte de lo que antes era. A esta segunda opción le apuesta el protagonista de Perseguir la noche. En cualquier guerra es necesario conocer quién es el enemigo y cuáles, sus puntos débiles. “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no temas el resultado de cien batallas; si te conoces a ti mismo, pero no conoces al enemigo, por cada batalla ganada perderás otra; si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”, enfatiza Sun Tzu en El arte de la guerra.

"Ese diálogo consigo mismo es la meditación necesaria, la necesidad de asimilar que padece cáncer y debe actuar. Como refiere San Jerónimo,  el cáncer es una gravidez demoniaca".

EN EL NOMBRE DEL PADRE

El lector de esta trilogía reconocerá en la figura del padre de Rafael Pérez Gay el origen de sus reflexiones, que a su vez derivan en un conocimiento sobre sí mismo. Es la figura de ese hombre más cercano al fracaso que al éxito, más próximo al reproche de su hijo menor que a recibir su admiración, lo que detona una serie de especulaciones.

La memoria autobiográfica —refiere Federico Campbell en Padre y memoria (UAM, Ediciones Sin Nombre, 2009)— tiene sus leyes y va arreglando el pasado. Nada de lo que nos sucedió antes de los tres años lo recordamos. ¿Por qué? ¿Por qué las humillaciones sí tardan en olvidarse? Se recuerdan muchísimos años y de pronto un día el perdón de la memoria las evapora.

Paul Auster suele escribir desde la orfandad. En La invención de la soledad, el viaje interior que inicia por la casa y la memoria personal lo acerca a un hecho traumático que podría explicar la naturaleza desapegada y gélida de Samuel Auster, una disociación con el mundo y con él mismo que encontró representada en una fotografía, la cual terminó siendo la portada del libro: una imagen que reproduce al padre multiplicado por seis, con la mirada perdida. Es el padre clonado, solo, encerrado en un universo casi impenetrable que únicamente su muerte logró revelar y transformar en un ser más nítido. Lejos del padre represor —como en el caso de Kafka o de Mario Vargas Llosa—, Samuel es un hombre desconocido, ausente. Si se buscara definir la relación del señor Auster con su hijo, podría acudirse a una palabra: indiferencia.

En la conciencia de Auster existe una idea latente, no explícita, que deja entrever en el desarrollo de su libro: el narrador estadunidense no merece al hombre que le tocó de padre. Aunque nada puede hacer para cambiar esa situación, recurre a la escritura para convertirlo en un personaje interesante, con una serie de claroscuros. En la literatura de Pérez Gay tampoco se menciona de manera literal, pero queda sugerido muchas veces: por el distanciamiento de los padres, porque los hijos saben que tiene otra familia, por la serie de situaciones que envuelven el engaño del señor Pérez.

Averiguar quién fue en realidad su padre es, tanto en Auster como en Pérez Gay, una misión narrativa dotada de un sinfín de especulaciones. En eso consiste la primera parte de La invención de la soledad, algo que Auster ha definido como el “Retrato de un hombre invisible”. ¿Acaso la narrativa de Pérez Gay no inicia precisamente con la figura del padre para poder explicar todo lo demás?

Algunos autores continúan el camino horadado por Rulfo, van a Comala en busca de su padre, lo desdibujan para recrearlo con sus mejores cualidades o lo describen tal como era. En esta vertiente se inscribe la principal motivación de Rafael Pérez Gay al unir pistas sobre la vida de su padre. ¿Quién es ese hombre que aparece en esta trilogía de novelas autobiográficas?

En gran medida, la ficción en Pérez Gay parte de la realidad. Es un escritor al que le interesa jugar con las posibilidades del azar y la memoria. Su narrativa se desarrolla a caballo entre la crónica y el relato, sabe contar historias, jugar con las emociones y acentuar la idea de fracaso. En este último punto obtiene óptimos resultados. ¿A quién le interesa leer historias de éxito? Precisamente en esa línea del autor que escribe y no del escritor frustrado que intenta redactar la novela sobre el siglo XIX, así arranca la última entrega de su trilogía. Se trata, en esencia, de una propuesta autobiográfica que procede de la mejor estirpe de la literatura francesa, quizá desde los Ensayos de Michael de Montaigne, de La educación sentimental de Flaubert y Las memorias de ultratumba de Chateaubriand.

La obra de varios escritores de la tradición occidental parece haberse forjado bajo la estela dominante de los rostros del padre. La primera imagen que Gabriel García Márquez tuvo del suyo fue la aparición de un extraño, un hombre esbelto y moreno vestido de dril blanco que caminaba grácilmente por las calles de Aracataca, a quien los demás saludaban porque ese día cumplía 33 años. Gabriel Eligio García y su mujer, Luisa Márquez, dejaron a su hijo en casa del abuelo, el coronel Gerineldo Márquez, cuando tenía apenas meses de nacido; querían buscarse un futuro en Barranquilla. El niño fue criado por el exmilitar. En su autobiografía, Vivir para contarla, García Márquez refiere cómo estableció una imagen paterna con su abuelo, en pos de lograr una relación que ahuyentara de él la soledad y la orfandad.

Christopher Domínguez Michael dedica un artículo, publicado en el suplemento Confabulario de El Universal, al libro Examen de mi padre, de Jorge Volpi (Penguin Random House, 2016). El crítico literario menciona El cerebro de mi hermano como un “registro de un personaje público pero también parte de la escritura de ‘novelas familiares’, dirían los franceses, cuya recurrencia entre nosotros festejo”.

Domínguez Michael dedica más párrafos de su texto para hablar de su propio padre que del libro de Volpi, mismo que elogia. En el prólogo de Octavio Paz en su siglo, el ensayista aborda la figura de Paz visto como un padre intelectual que le pregunta por sus lecturas recientes y se preocupa por la manera en que se ha aficionado al alcohol. ¿La paternidad es un asunto pendiente en la obra de Domínguez Michael? Es posible, basta revisar ese texto sobre el padre de Volpi, en donde deja entrever que le gusta el libro —entre otras cosas— porque le recuerda a su progenitor.

"El padre es, tanto en Auster como en Pérez Gay, una misión narrativa dotada de un sinfín de especulaciones.  ¿Acaso la narrativa de Pérez Gay no inicia precisamente con la figura del padre para poder explicar todo lo demás?".

¿Qué podrían tener en común la narrativa de Volpi y de Pérez Gay? Ambos parten del asunto autobiográfico, pero también presentan marcadas diferencias. Mientras que Volpi es analítico, Pérez Gay es emotivo. Cuando en las descripciones del primero está a punto de emerger la sensibilidad de cualquier detalle conmovedor, él apuntala de inmediato con la cita erudita que no hace sino romper la escena. Así, el acercamiento del lector con la imagen de su padre se desvanece.

Para combatir ese olvido irremediable —escribe Volpi—, ligado a nuestra propia arquitectura neuronal, los seres humanos inventamos lo que Roger Bartra ha llamado exocerebro, formas de almacenamiento artificial que se iniciaron con el lenguaje y la transmisión oral de la poesía —con ayuda de la métrica y de la rima— y se prolongaron con la escritura, plasmada en inscripciones, manuscritos, pergaminos, libros y, a últimas fechas, con dispositivos electrónicos y computadoras.

No obstante, Examen de mi padre, cabe decirlo, acierta cuando parte de un asunto íntimo —la salud, la vida o un órgano del cuerpo del doctor Volpi— para recordar su presencia en el entorno, con sus familiares, con su hijo, el escritor; pero falla después, cuando se exponen inquietudes que en realidad estorban lo descrito. Me refiero al contexto social, político, económico, que se convierte en ruido al final de cada capítulo. A Jorge Volpi lo seduce hablar del poder, como ya lo ha demostrado en otros libros suyos, y parece que no puede dejar de abordar esa historia de caos que ronda diversos aspectos de la vida cotidiana en México. Pretender hacerle una autopsia al país, con cada uno de sus órganos enfermos, es un asunto que da para un solo libro, no para mezclarlo con la vida de su padre y su manera de rememorarlo. Nada tendría que hacer ahí la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, el incendio de la guardería ABC, la guerra contra el narcotráfico, los problemas con los migrantes, la corrupción y los derechos humanos, entre otros temas que aborda. Y esto último, la autopsia o exhumación de lo que queda del país, no lo aborda Domínguez Michael.

ENTRE IRONÍA Y FANTASMAS DEL XIX

De regreso a la narrativa de Rafael Pérez Gay, conviene tener presente que Chéjov recomendaba crear personajes que fueran comunes y corrientes, y persistentemente complejos como los seres humanos: nada heroicos.

La cercanía de la muerte de los padres nos vuelve débiles, neuróticos —escribe Pérez Gay en Nos acompañan los muertos—. Me enfrenté a mí mismo muchas veces en busca de una respuesta ante la decadencia humana y la enormidad de la muerte. Soy adicto a las reprimendas: no entiendes nada, crees que solucionar problemas diarios expresa amor, eres un afanador de almas. Me topé con Baudelaire, siempre alguien se encuentra con Baudelaire y su higiene simbólica: todo hombre que no acepta las condiciones de vida vende su alma. Vendí la mía, no al diablo sino al remordimiento. Mis padres vendieron su alma al odio. La vida puede ser entendida como una subasta, una gran compraventa de almas.

Quisiera comentar una virtud y un desacierto de la trilogía de Pérez Gay. La primera radica en la ironía. La herramienta que ha elegido para acercarse al lector es la risa a partir de la lucidez, no el chiste tosco ni de los excesos, sino una madeja de humor fino para lograr varios propósitos: ser el primero en reírse de sí mismo, eliminar el tono solemne y fatalista que pudieron haber adquirido cualquiera de las tres historias y así conseguir cierta empatía con el lector. Como cuando busca en una antología de la poesía mexicana del siglo XX el poema de Ricardo Castillo, “Oda a las ganas”, que se refiere a la necesidad de orinar y a la casualidad o broma del destino que fue encontrarlo, como si alguien lo retratara a él en ese instante.

La voz del narrador en primera persona crea espontaneidad en lo que se cuenta. El desenfado, una aparente desmemoria, los infortunios de la vida, el que circunstancias disímiles se salgan de control, la ágil manera de enumerar ansiolíticos y otros medicamentos, le han dado apreciables resultados en su prosa. Los capítulos de sus novelas inician a manera de una crónica que cada vez adquiere otras connotaciones, siempre en tono confesional e indiscreto para que el lector posea la firme convicción de que se ha llevado un poco de la esencia del autor. Y ese relato-crónica-confesión crece hasta proporcionar una visión panorámica de las cosas que le preocupan: la salud de sus padres, la de su hermano y la de él mismo, aderezada con lo que acontece en la Ciudad de México desde el siglo XIX, el XX y lo que llevamos del XXI.

Como cronista no pierde detalle en asuntos que, en apariencia, son triviales, pero que más adelante van a ser significativos para tal o cual personaje o situación. Tal es el caso de El Redondel, un semanario que su padre salía a buscar y, con ese pretexto, llegaba a altas horas de la noche. Detalla: “Era una palabra clave que usábamos mi hermano y yo si queríamos referirnos a una patraña. [...] El Redondel era el núcleo nervioso de una red de mentiras. Nos hicimos mentirosos a la sombra de la crónica taurina".

"La herramienta que ha elegido para acercarse al lector es la risa a partir de la lucidez, una madeja de humor fino para lograr varios propósitos, como ser el primero en reírse de sí mismo, eliminar el tono solemne".

Precisamente el sentido del humor, cercano a Ibargüengoitia y a Novo, es lo que provoca que el último volumen de la trilogía, Perseguir la noche, no cause dolor ni compasión. Descibir una enfermedad grave no es fácil si se toma en cuenta que el riesgo de provocar lástima puede ser considerable. Cuando el lector está a punto de contagiarse de la ansiedad que transpira la novela, el autor suelta frases irónicas y no queda otro remedio que seguir siendo su cómplice de desventuras y quebrantos.

El desacierto que encuentro en la trilogía radica, principalmente, en el último título. Antes que nada, debo reconocer en Rafael Pérez Gay a un atento y lúcido lector de la poesía y la narrativa del siglo XIX mexicano. A partir de ese conocimiento incluye una serie de figuras literarias que quedan inscritas de manera forzada. Me refiero a la presencia de Julio Ruelas, Amado Nervo, José Juan Tablada, Ciro B. Ceballos y Bernardo Couto. Aunque para el autor son personajes importantes, pues se le aparecen en sueños y los persigue por la noche en distintos cafés y bares de la Ciudad de México, esas imágenes oníricas le dan un impulso vital al novelista y, paradójicamente, llegan a ser un estorbo para que fluya la trama. Mi hipótesis es la siguiente: el autor se mostró un tanto inseguro de la historia y pensó que en sus descripciones era necesaria la intervención de estos actores, casi encargados de brindarle un ambiente confortable al narrador. Ampararse en estas figuras puede ser atrayente, pero en este caso aletarga la lectura.

Este enfermo de cáncer en la vejiga, que pasa por uno de los peores y más desconcertantes momentos de su vida, le contagia al lector su desesperación, su ansiedad, mientras los fantasmas del siglo XIX que se cruzan por el camino frenan el ritmo. De pronto la escena adquiere tintes de blanco y negro; el olor a naftalina y a libro empolvado perdura en el ambiente y le resta vitalidad a la historia. Es como si alguien va en carretera en un día espléndido, y de pronto debe frenar porque un tráiler se colocó en la ruta y no permite continuar con la misma velocidad. Esa pausa tiene sus riesgos, el primero de ellos es conducirnos al sopor, al mismo sueño.

Seguramente habrá lectores que no estén de acuerdo, pero prefiero la narrativa de Pérez Gay sin la necesidad imperiosa de volver al siglo XIX, a menos que se trate de una crónica o novela que forzosamente ocurre en esa época. Me daba remordimiento perderme en los cuadros anquilosados con tremendos escritores notables del siglo XIX, mientras líneas arriba está un hombre desesperado, con dolor, atónito, desencajado, intentando reconstruir lo que queda de su vida. Se escucha exagerado, lo sé, pero acaso sólo las personas que hemos caído en las garras del cangrejo sabemos lo que se experimenta en ese momento.

Rafael Pérez Gay ha cimentado una trilogía emotiva, irónica, lúcida. No es de los escritores grandilocuentes que analizan demasiado lo que van a narrar y terminan entregando algo desangelado y fútil. En el aparente desorden que adopta, existe en realidad una estructura y cuenta con la habilidad para colocar de manera precisa una cita puntual, más allá de los sentimientos y la memoria.

Es poco probable que se imaginara escribiendo una triada a la manera de Gracián: empezó un diálogo con los muertos, después con los vivos —aunque su hermano ya no está, perdura su literatura y es un modo de seguir con vida— y luego consigo mismo, en medio de uno de los más desventurados contextos que puede padecer el ser humano. Sin embargo, como suele ocurrir con los que libran el cáncer, se hizo más fuerte.