La autobiografía en las letras mexicanas

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Recuerdo que, en una noche larga, hace tiempo, un amigo afirmó que hay dos cosas que uno no perdona que le digan: que no tiene sentido del humor y que no ha vivido lo suficiente. Ésos son precisamente dos de los reproches que con mayor frecuencia se le hacen a la literatura mexicana. Según este criterio, las letras nacionales pecarían de solemnidad y de recato, de ahí que haya pocas páginas concebidas para la media sonrisa o la carcajada franca, y que las autobiografías sean una rareza en una cultura literaria demasiado pudorosa y que sólo se permite la confidencia en el lugar donde corresponde: el confesionario. Además, los escritores mexicanos suelen llevar vidas de escritores mexicanos, pródigas en embajadas y consulados y en premios y becas, pero cortas de aventuras y desventuras. De esta forma, la biografía de un escritor sería su obra, como escribió Paz, a la que habría que agregar, para las plumas patrias, no su diario de navegación, sino su agenda de contactos.

Algo hay de verdad en ese prejuicio pero, y eso es lo importante, abundan los ejemplos para desmontarlo. Para acabar pronto, sólo en los últimos dos años, cuatro escritores nacionales han publicado libros de corte autobiográfico, en los que muestran que, a pesar de que a algunos de ellos con cierta generosidad todavía se les pueda considerar jóvenes, han vivido lo suficiente para tener que contar y, además contarlo bien, lejos de los azotes con música de José José de fondo, y con una liviandad, por suerte, en las antípodas de la prédica del buen ejemplo, la petición de indulgencia o el deseo de mitificación.

Sin quererlo, leyendo las obras en conjunto, estos cuatro escritores también ejemplifican la diversidad y la libertad formal que permite el género pues, hablando cada uno de qué más sino de su propia vida, las estrategias que eligen para hacerlo no podrían ser más distintas: Carlos Velázquez, en El pericazo sarniento (Cal y Arena, 2017), cuenta su historia a través de su adicción a la cocaína; J. M. Servín reúne crónicas dispersas en Nada que perdonar (Literatura Random House, 2018) para elaborar un collage de sí mismo; Emiliano Monge recurre a la saga familiar, en No contar todo (Literatura Random House, 2018), para explicar(se) su propia trayectoria, y, por último, Guillermo Fadanelli reúne algunas de sus crónicas de viaje en El billar de los suizos (Cal y Arena, 2017) y viaja a su adolescencia en Villa Coapa en Al final del periférico (Literatura Random House, 2016).

"Dispersos los últimos polvos de la Revolución y con el modernismo reducido a letra de bolero, la autobiografía conoció uno de sus contados momentos de protagonismo literario con la Generación de Medio Siglo".

RECUENTO DE VIDAS PASADAS

El hecho de que se hayan publicado cinco libros de corte autobiográfico no debe verse como una anomalía en la literatura mexicana; contra lo que suele creerse y dictan las apariencias, pocas cosas le gustan tanto a un escritor mexicano, y de donde sea, que ponerse a hablar de sí mismo. Otra cuestión es que el resultado cumpla las expectativas y, cuando los escritores se ponen a escribir de sus estimables personas, en varios tomos y con el convencimiento de que la historia espera ansiosa sus palabras, aparecen las decepciones. Tal es el caso de los novelistas del boom: nadie niega que les debamos algunas de las mejores novelas de la todavía breve historia de la literatura latinoamericana, pero sus libros autobiográficos, tanto de Fuentes como de García Márquez y Vargas Llosa —y con las probables excepciones de Donoso y Cabrera Infante— no están a la altura de sus novelas (tan fantasiosas, ellas, y tan reales, sus autores).

Quizás lo único que comparten los cinco libros mencionados es la naturalidad con la que sus autores escriben y se escriben. No hay justificaciones; ellos saben que no las necesitan. Si San Agustín, el fundador del género, tenía claro que escribía para el género humano y a la vez para los pocos hombres que pudiesen tropezar con sus escritos, y que lo hacía para mostrar “el abismo tan profundo” del que todos venimos, los autores que nos ocupan no escriben para nadie y para nada; sólo los motiva el inútil y vanidoso arte del recuerdo. Por supuesto, el exhibicionismo inherente a todo ejercicio autobiográfico es también una señal, quizás la señal, de nuestro tiempo. Ya los estudiosos del futuro dilucidarán si la falsamente novedosa autoficción y su copiosa parentela de pueblo —que se presenta en sociedad con el pomposo título de escrituras del yo— es la novelización de una foto de Instagram, o si, por el contrario, las decenas de millones de posts de Facebook que se publican a diario son la vulgarización de una literatura que, contra todo pronóstico, se las ingenia para seguir dialogando con la sociedad (entendiendo sociedad como el conjunto de usuarios de todas las redes sociales).

Pero por más horas al día que se pasen en Twitter, dicha naturalidad no sería posible si detrás de ella no existiera una sólida y a veces invisible costumbre de la introspección pública. De hecho, es pertinente recordar que nuestra literatura se inaugura, involuntaria y picarescamente, con una autobiografía. El querible y maltratado padre Mier escribió en sus Memorias las peripecias que vivió en Europa, escapando de cárcel en cárcel, sorprendiéndose por el bárbaro espectáculo de la culta Europa y viendo pasar la historia de la que él —jamás lo imaginó— acabaría siendo uno de los protagonistas (como también lo es de la magnífica biografía que le dedicó Christopher Domínguez Michael). Y digo que la escritura de estas Memorias fue involuntaria porque qué más hubiera querido el padre Mier que no vivirlas —en realidad, no cuentan más que un largo encierro con su consabida fuga— y no escribirlas —las redactó, tristemente, desde la última de sus muchas prisiones—. Si pensamos que el origen de sus desventuras y de nuestra literatura fue un sermón en el que afirmó que los aztecas ya adoraban a la Virgen de Guadalupe en la figura de Tonantzin, entonces podemos aventurar que la autobiografía es el más guadalupano de nuestros géneros, y allí están para demostrarlo las actas de la Inquisición (primera institución, vista de este modo, de fomento de la literatura mexicana).

La historia hace a las vidas y las vidas conforman la historia, como queda patente en la evolución del yo escrito. En nuestro siglo XIX, ese aprendiz de épica, abundan las memorias de campaña y de gobierno, siempre concebidas para postularse a candidato a prócer y, de pasada, fusilar en tinta a los rivales conservadores o liberales (o mejor, a ambos). Estos libros, por lo general aburridos por su explicable falta de sinceridad, quizás culminan, ya en un decidido siglo XX, con los Ocho mil kilómetros en campaña del general Obregón, escrito con una sola mano. En él abundan los datos militares y políticos, pero se echa en falta la historia íntima y secreta de quien fue, como corresponde a todo revolucionario triunfante, uno de los grandes traidores de la Revolución, parodiado genialmente por  Jorge Ibargüengoitia quien, es necesario recordarlo, vivía para escribir semanalmente un breve capítulo de su autobiografía en marcha. Hablando de la Revolución, bien vista, su novela es una variante revoltosa del género autobiográfico. Ninguna de las grandes novelas que cuentan la historia de esos hombres que pasaban la noche repitiendo canciones monótonas y tristes puede leerse como un ejercicio puro de la imaginación o de la metódica investigación de archivo: por las buenas o por las malas, todo escritor de la Revolución se vio envuelto en ella. Azuela y Guzmán marcharon en su búsqueda; Campobello la vio pasar desde una ventana de su pueblo; a Urquizo le hizo justicia como a pocos, y a Vasconcelos se la negó en la dimensión que él la soñó.

El espacio autobiográfico —como atinadamente nombra Luz América Viveros Anaya a todas las variantes escritas del yo en su informado, útil y ameno estudio (características poco frecuentes en un trabajo académico), El surgimiento del espacio autobiográfico en México (UNAM, 2015)— encuentra en el siglo XIX su espacio más sugerente en el relato de viajes, ya sea a San Ángel, como en Manuel Payno; a Estados Unidos, el gran desconocido, como en Sierra O’Reilly o Guillermo Prieto, o a la Conchinchina, como en Francisco Bulnes. Posteriormente, inspirado por los anhelos de Baudelaire, el exotismo de Loti y la sensualidad de Verlaine, el relato de viajes conocerá su esplendor en la crónica modernista de Gutiérrez Nájera, Nervo y Tablada.

Dispersos los últimos polvos de la Revolución y con el modernismo reducido a letra de bolero, la autobiografía conoció uno de sus contados momentos de protagonismo literario con la Generación de Medio Siglo. En una convocatoria cuyo éxito fue mayor al previsto, Empresas Editoriales encargó a un grupo de jóvenes autores escribir sobre la vida de la que tan poco sabían. Así, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Sergio Pitol y Juan Vicente Melo, entre otros, entregaron unas breves cuartillas que dejaban en claro dos cuestiones: que para escribir una autobiografía no era necesario haber vivido y que podía hacerse literatura de uno mismo. Ya Novo había mostrado que podía hacerse literatura con uno mismo, y Cuesta, en contra de uno mismo. Varios de los miembros de la deliciosamente elitista Generación de Medio Siglo quedaron tocados por el vicio de hablar de sí mismos; Pitol no se cansaría de reinventar el género una y otra vez, mientras que García Ponce, en Pasado presente (FCE, 1993), mediante el disfraz de la novela, desnudó la intimidad de su generación con una nostalgia salvaje.

Este breve recuento podría extenderse y abarcar nuestro siglo que, en materia literaria, parece nunca acabar de empezar: ahí están la novela del duelo con Canción de tumba, de Julián Herbert (Literatura Random House, 2011), y El cerebro de mi hermano, de Rafael Pérez Gay (Seix Barral, 2013); Otros días, otros años, de Luis González de Alba (Planeta, 2008), donde cuenta su vida de cárcel, exilio y descubrimientos después del 68; Daniel Espartaco, con su infancia pseudocomunista y su adultez hipercapitalista novelada en Memorias de un hombre nuevo (Literatura Random House, 2015), o El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel (Anagrama, 2011), cuyo hilo conductor es el temor a la ceguera. Entonces, como se afirmaba párrafos arriba, no es de extrañar que surjan cinco libros autobiográficos en nuestras letras; la sorpresa, de hecho, es la opuesta: que con una tradición que ha explorado el yo de diversas maneras, se encuentren aún formas novedosas, sin estridencias experimentales, de encarar la escritura sobre sí mismo.

"En una crónica más cercana al ensayo, Servín reflexiona sobre la identidad etílica de los mexicanos... Y confiesa que es muy difícil que brote de la imaginación una sola frase que valga la pena sin tener como catalizador un alipús".

DE RAYAS, VIAJES Y FUGAS IMPOSIBLES

Carlos Velázquez, sobra decirlo, no es el primero en escribir sobre sus vicios. Si algo sobra en las biografías de escritores son los borrachos y drogadictos; son ya menos quienes supieron hacer de sus parrandas legendarias o de sus borracheras de buró buenos textos, aunque los ejemplos siguen sobrando. Sin embargo, casi todos quienes lo hicieron seguían fascinados o ya estaban escandalizados por los encantos y las miserias que puede desencadenar una botella de mezcal o una jeringa de heroína. Finalmente, casi siempre, alguien que escribe sobre adicciones, propias o ajenas, es un moralista en potencia, militante o arrepentido. No es el caso de Velázquez; él no juzga ni se juzga. No busca convertirse en leyenda, como los beatniks, y tampoco busca la autoindulgencia a la Scott Fitzgerald; no pretende reafirmar su virilidad contando las copas que aguanta, como Hemingway, y tampoco juega al maldito, pues sabe que su adicción, más que una afrenta al orden establecido, es una simple forma de consumo en todas sus acepciones.

Velázquez se limita a narrar, mediante un cinismo reposado, su ya antigua adicción a la cocaína. Él mismo se preocupa por aclarar que “estas memorias no son una apología de la droga. Son el testimonio de mi paso por la adicción”. ¿Por qué lo hace? Quién sabe. Simplemente aclara, sin atormentarse ni buscar respuestas debajo de las piedras, que “sin las drogas no sólo no me hubiera dedicado a escribir, sino que jamás me habría sentido un ser humano”. Y por más que algunas de sus hazañas psicotrópicas merezcan un lugar destacado en el anecdotario de excesos de la literatura mexicana, tampoco se vanagloria de ellas; sin más, de nueva cuenta, se limita a describir con buen ánimo:

No voy a hacerme el héroe y a proferir que soy un sobreviviente, un guerrero. Sólo mi condición física y espiritual saben por qué no he muerto. Porque de que soy un candidato a pasonearme, no hay duda, lo soy. Y con quince tafiles dentro, coca, Rivotril y varios litros de cerveza no sé cómo no quedé como un autista.

Del itinerario de Velázquez pueden hacerse muchas lecturas. Hay en sus páginas una historia del consumo de la cocaína en México, que “era una droga para gente adinerada. New rich. Pero el neoliberalismo hizo lo suyo y la puso en las calles al alcance de pránganas como yo”. Esa época dorada del consumo, de buena cocaína a precios populares, desapareció con la guerra de Calderón contra las drogas y la expansión de los cárteles: la calidad del producto se fue a pique, los precios se dispararon y los distribuidores independientes fueron asesinados (lo que puede verse como una historia del capitalismo en tres actos).

“Hoy cientos de adictos darían lo que fuera para volver a ese tiempo justo antes de que los Zetas desembarcaran en nuestro desierto”, afirma Velázquez, con la nostalgia de quien sabe que todo tiempo pasado fue mejor. En este sentido, y sin que de ningún modo sea su intención, Velázquez escribió un libro escandalosamente ausente en la copiosa literatura del narco: la del consumidor que sabe de lo que habla. Aunque reducir El pericazo sarniento a un mero testimonio, por insólito y necesario que fuera, sería cometer una injusticia.

A la par de esta historia de consumo está la vida del mismo Velázquez, quien, de probar la cocaína en un estudio de tatuajes en un barrio popular de Torreón, llega al un tanto deslucido glamur de meterse una raya con Ray Loriga en la Feria del Libro de Guadalajara. De una raya a otra hay también una curiosa novela de formación, en la que Velázquez perfecciona su vicio al tiempo que se convierte en un escritor. San Agustín, buen maestro de retórica a su pesar, supo convertir su cruda en santidad; Velázquez, en cambio, no saca lecciones de nada, y de lo único que se congratula es de haber sabido organizar su vida para ser un padre responsable y un cocainómano dedicado, resignado a nunca dejar la droga, sino sólo a tomar algunas vacaciones para, por ejemplo, escribir este libro. Hay capítulos memorables, como un viaje a Lima que lo mismo lo podría haber emprendido Hunter S. Thompson, o los dedicados a los amigos perdidos por los desiertos del norte de México. Escrito con oraciones agresivas, contundentes y paralelas (me resisto a escribir el símil evidente), el de Velázquez es una prueba más de que un relato no necesita la ficción para ser literatura; el suyo lo es, y de la mejor que se ha escrito en México en lo que llevamos del siglo.

AUNQUE NO HACE del alcohol el protagonista de su “crónica patibularia”, es una de las constantes en el libro de J. M. Servín: en una de las mejores crónicas del libro, de lectura carveriana, Servín se gasta un aguinaldo invitándole copas a su padre en las cantinas del Centro de la Ciudad de México que el viejo, ahora en silla de ruedas, solía frecuentar en los buenos tiempos. En otra, narra tardes cerveceras en el Tío Pepe y la Vizcaya, dos bares sobrevivientes al “imperio del cardamomo”; en una tercera, más cercana al ensayo, reflexiona sobre “la identidad etílica de los mexicanos”, en donde confiesa “que es muy difícil que brote de la imaginación una sola frase que valga la pena sin tener como catalizador un alipús”. Además del alcohol, los recuerdos de infancia y juventud, la complicada relación con el mundo literario y las relaciones de pareja siempre a punto de terminar son algunos de los nudos que le permiten a Servín evadir el riesgo de esta clase de libros: parecer un mero rejunte de crónicas dispersas. Ya los modernistas mostraron que al recopilar las crónicas en un volumen el resultado final es más que la suma de las partes, y lo mismo sucede en Nada que perdonar.

Servín es un autor esencialmente autobiográfico (en algún momento confiesa que para convertirse en escritor le hacía falta ordenar su pasado “lleno de vivencias y recuerdos angustiantes”) y, aunque haya algún episodio francés, este libro puede leerse como su carta de amor y odio a la Ciudad de México. Chilango irremediable, aunque haya intentado huir al norte de la frontera (su Por amor al dólar, además de un buen relato de viajes, es uno de los pocos testimonios que hay de un migrante mexicano en Estados Unidos), Servín está condenado a errar por la Ciudad de México, de Iztacalco a la colonia Juárez, sorprendiéndose por el espectáculo que la ciudad le ofrece y por la tragedia del hombre de a pie, él mismo, quien “siempre parece estar de sobra en el mundo que habita”.

"Fadanelli pudo confirmar que lo que presintió en esos terrenos en que las clases medias con ínfulas levantaron sus casas en los años setenta era verdad: que la melancolía no necesita remembranza pues se nutre de sí misma".

EMILIANO MONGE, por su parte, en No contar todo construye el relato más ambicioso de los aquí reseñados. Monge es consciente de que, a final de cuentas, toda novela es autobiográfica y toda autobiografía es ficción, de ahí que aproveche los recursos de la novela (capítulos dialogados, alternancia de personas gramaticales y de narradores, escritura diarística, cambios temporales, contraste de estilos) para construir una autobiografía consciente de su inevitable carácter ambiguo, de las mentiras voluntarias e involuntarias, de que toda reconstrucción del pasado es interesada y artificial. A lo largo de todo el libro se repite lo difícil que resulta “saber qué es verdad y qué es mentira”, y, mediante este vaivén entre historia y fantasía, Monge reconstruye la historia de sus ascendientes para explicarse su propia vida, pasada y futura.

“Todos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías”, escribió Margo Glantz en una frase que bien pudo servir de modelo para la escritura de No contar todo. Monge no es noble, supongo, y su linaje no reside en títulos ni en propiedades, sino en el hábito, convertido en condena y en salvación, de huir de pronto, sin explicaciones. Este síndrome de Wakefield es la auténtica herencia que los padres legan a los hijos, y Monge, último depositario del secreto familiar, encadena a lo largo de su vida huida tras huida, siendo ésta —la escritura del libro— una forma inesperada y afortunada de rechazar y aceptar su sino. Ignoro para quién se escriben las autobiografías, pero Monge, que juega limpio al mostrar sus cartas y recordarnos una y otra vez que, como protagonista de sí mismo, es una construcción narrativa y un mero artificio literario, consigue convencernos de que No contar todo es ante todo un ajuste de cuentas consigo mismo y una batalla perdida al querer negar su destino. De modo que el lector lo acompaña en esta huida imposible por paradójica: la de pretender escapar del deseo de escape.

COINCIDEN, POR ÚLTIMO, dos libros de Guillermo Fadanelli que, como muchos de los suyos, tienen un fuerte componente autobiográfico: en Al final de periférico rememora su adolescencia, cuando él y su grupo de amigos experimentaban “el comienzo de la vida que en unos diez o veinte años más se derrumbaría en cualquier esquina del mundo”, mientras que El billar de los suizos presenta a un Fadanelli de regreso de todos los viajes por las esquinas del mundo en que su vida se derrumbó.

Que ambos libros reflejen etapas alejadas de la vida del autor hacen de su lectura un ejercicio complementario. Salvo por la voz del narrador, no hay nada que permita reconocer al joven Fadanelli, explorando los inicios de la vida en una Villa Coapa en la que todavía pastaban las vacas y donde culminaba el entonces flamante Periférico, con el Fadanelli maduro que narra sus peripecias por medio planeta con el tono resignado de quien ya lo ha visto todo. Si en el primer libro se afirma que todos tenemos derecho a una autobiografía feroz, y a partir de esa premisa los jóvenes sureños se lanzaban, con más torpeza que tino, a explorar lo que suponían era la vida, en el segundo Fadanelli confiesa que sale de viaje simplemente para aburrirse y que “la vida sigue” es la frase más triste de todos los lenguajes.

Al final del periférico se presenta como una novela escrita con la certeza de que toda biografía es un mito y que la memoria es más un estado emocional que un recuento ordenado de hechos. Fiel a sus propias reglas, Fadanelli busca recrear la sensación que los recuerdos de esos tiempos al final del mundo (por entonces, de la extensión del Periférico) le evocan. Así, el lector asiste a un espectáculo conformado por anécdotas chuscas y grotescas, por personajes inocentes y crueles que empezaban a darse cuenta de que la vida era una broma de tan mal gusto como las que ellos hacían y por una Ciudad de México que, como siempre, está convencida de que al fin está a punto de llegar a alguna parte. Por supuesto, este muy relativo paraíso perdido tiene un fin que sus protagonistas, sin saberlo, preparan meticulosamente, y se rompe con la contundencia de una pedrada arrojada con furia. De este relativo paraíso perdido surge el Fadanelli que recorrerá buena parte del mundo para confirmar que lo que presintió en esos terrenos en que las clases medias con ínfulas levantaron sus casas en los años setenta era verdad: que “la melancolía no necesita remembranza pues se nutre de sí misma”.

LEÍDOS LOS CINCO LIBROS, queda la tentación de concluir que, en conjunto, brindan un panorama de lo que ha significado vivir en México en los últimos cincuenta años. No es verdad. Cada una de estas obras responde solamente a sus autores, y más a su concepción y ejercicio de la literatura que al de su experiencia vital. Después de todo, por más pactos lectores que firmemos sobre la veracidad de lo que se nos cuenta en un libro oficialmente sin ficción, no tenemos formas de comprobar nada, y cada lector decidirá lo que se cree y

lo que no.

No sabemos si en efecto Velázquez se ha metido todas las rayas de cocaína que afirma haberse metido, si Servín golpeó a un porro en Iztacalco, si Monge acabará dejando todo para marcharse quién sabe a dónde, o si Fadanelli tuvo que hacer a pie la mitad del camino entre Zaragoza y Madrid, según relata. Lo que sí sabemos es que fueron capaces de convertir una parte de su vida —real o imaginaria, lo mismo da— en literatura, y con eso basta y sobra.