Juan José Arreola: un juglar para Gutenberg

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Foto: larazondemexico

I

En 1962 tendría yo unos diez años. Acompañaba a mi padre, don Jesús Castañón (1916-1991) a su trabajo, en la Secretaría de Hacienda, en Palacio Nacional. Salíamos a visitar la Antigua Librería Robredo en la esquina de Guatemala y Argentina. Ya no existe ni la esquina ni aquella vieja casona colonial en uno de cuyos remotos patios interiores asomaba una piedra prehispánica, ni están vivos don Rafael Porrúa, ni su hermano, los dueños de aquel espacio encantado. En la esquina, afuera, las vitrinas desplegaban muestras de libros antiguos y modernos. Me gustaba escaparme librería adentro. En uno de esos confines interiores, tal vez en el patio donde asomaba la piedra antigua, estaban amontonados unos pequeños libros o folletos cuyas portadas de colores llamaron de inmediato mi atención. Cada uno tenía un color distinto. En la portada se estampaba la silueta de un unicornio que parecía bailar. Yo los quería comprar todos, pero mi padre me dio el gusto de comprarme uno. Me dijo que estaban escritos para gente de mayor edad. Tenía razón. Aquellos libros que me parecía que irradiaban una luz particular se amparaban bajo el nombre de los “Cuadernos del Unicornio”. Le pregunté a mi padre de dónde venían esos hermosos libros en cuyas portadas parecían bailar los unicornios. Me dijo que los editaba “un gran escritor raro” que se llamaba Juan José Arreola (1918-2001). Esa fue la primera vez que escuché el nombre del escritor nacido en Zapotlán en 1918. Lo oí en los labios de mi padre, don Jesús Castañón, que había nacido en 1916, conocía al editor y autor, se parecía a él y compartía con él al menos tres cosas: el gusto por los buenos libros bien encuadernados, la afición a los buenos vinos franceses y el gusto por las amplias capas españolas de fieltro que uniforman a los miembros de la Guardia Civil Española. O sea que el primer recuerdo que tengo de Juan José Arreola es el de los objetos fabricados por él y el de su condición de editor y fabricante, fabbro de libros hermosos.

La lista misma de esos Cuadernos del Unicornio y de sus autores es tan fascinante como la de otra colección dirigida por Arreola, “Los presentes”. Por cierto, esa palabra andaba en el aire. Hay que recordar que el primer libro de Ramón Xirau se tituló El sentido de la presencia (México, FCE, 1953). Los Unicornios estaban presentes.

Arreola se dio el lujo de fundar tres editoriales: Los Presentes, Cuadernos del Unicornio, la revista y las ediciones de Mester. Más de cien autores se publicaron bajo esos sellos en que el prodigioso Arreola alentó durante décadas a varias generaciones de escritores, entregándose a una tarea incomparable de educación práctica a través de lo que él llamó talleres literarios, aunque quizá también podría hablarse de laboratorios de la poesía y la letra.

Van aquí las tres listas de esos catálogos paralelos inventados por Arreola. Su lectura casi podría armar una hermosa letanía:

Colección Los Presentes, Primera serie (1950-1953): Ernesto Mejía Sánchez, El retorno; Francisco Tario, Yo de amores qué sabía; Carlos Pellicer, Sonetos; Juan José Arreola, Cuentos; Rubén Bonifaz Nunño, Poética; Juan Soriano, Homenaje a Sor Juana; Jaime García Terrés, El hermano menor; Augusto Monterroso, Cuentos: Uno de cada tres y El centenario; Andrés Henerestrosa, El retrato de mi madre.

Colección Los Presentes, Segunda serie (1954-1957): Elena Poniatowska, Lilus Kikus; Carlos Fuentes, Los días enmascarados; Tomás Segovia, Primavera muda; Juan José Arreola, La hora de todos; Alfonso Reyes, Parentalia (Primer capítulo de mis recuerdos); Archibaldo Burns, Fin; Max Aub, Algunas prosas; Emmanuel Carballo, Gran estorbo la esperanza; Ángel Bassols Batalla, Relatos mexicanos; Carlos Valdés, Ausencias; César Rodríguez Chicharro, Eternidad es barro; José Luis González, En este lado; (Roberto) Olivera Unda, El pueblo; Mauricio Magdaleno, Ritual del año; Ricardo Garibay, Mazamitla; José Alvarado, El personaje; Antonio Souza, El niño y el árbol; Artemio del Valle Arizpe, Engañar con la verdad; José de la Colina, Cuentos para vencer a la muerte; Pedro Duno, No callaré tu voz; Baltasar Hidalgo, Metamorfilia; Roberto López Albo, Bertín; Salvador Reyes Nevares, Frontera indecisa; Mercedes Durand, Espacios; Antonio Montes de Oca, Contrapunto de la fe; Mario Puga, Puerto Cholo; Fernando Sánchez Mayans, Poemas; Alfredo Cardona Peña, Primer paraíso; Luis Córdova, Cenzontle; Arturo Sotomayor, El ángel de los goces; Jorge Aguilar, Ecce Homo; Augusto Lunel, Los puentes; Gutierre Tibón, Los Ángeles; Jorge López Páez, Los mástiles; José Mancisidor, Me lo dijo María Kaimlová; Dagoberto de Cervantes, Adiós, mamá Carlota; Felipe Montilla Duarte, Luz interior; César Garizurieta, Juanita “La Lloviznita”; Leopoldo Zea, América en la conciencia de Europa; Eugenio Trueba, Antesala; José Revueltas, En algún valle de lágrimas; José Luis Martínez, De poeta y loco…; Eduardo Novoa, Fragmentos; Carmen Rosenzweig, El reloj; Vicente Echeverría del Prado, La dicha lenta; C. E. Zavaleta, El Cristo Villenas; Francisco Mancisidor (Capitán de Navío), El pescador de la montaña; Rodrigo Mendirichaga, Un alto en el desierto; Josette Simo, Mensaje; Emilio Carballido, La veleta oxidada; Julio Cortázar, Final del juego; Salvador Calvillo Madrigal, Dilucidario; Wilberto Cantón, El nocturno a Rosario; Pedro Juan Soto, Spiks; Luis Córdova, Tijeras y listones; Raquel Banda Farfán, Valle Verde; Margarita Paz Paredes, Casa en la niebla; Pío Caro Baroja, ¡Esos cojos del camino!; Armando Olivares Carrillo, Ejemplario de muertes; Simón Otaola, El lugar ese….

Cuadernos del Unicornio (30 números, 1958-1960): Beatriz Espejo, La otra hermana; Leopoldo Chagoya, La jaula; Emilio Uranga, Historia de Meretlain (Según la cuenta Gottfried Keller); Eduardo Lizalde, Odessa y Cananea; Carlos Valdés, Dos ficciones; Carlos Illescas, Friso de otoño; Eduardo Soto Izquierdo, Poemas; Elsa de Llarena, Prosas; Elías Nandino, Nocturno amor; Enrique González Rojo, Cuaderno de buen amor; Raymundo Ramos Gómez, Enroque de verano (o la partida imposible); Gastón Melo, Poblado de pequeñas bestias; Rafael Solana, Las estaciones; Sergio Pitol, Victorio Ferri cuenta un cuento; Roberto Escalante, Pensando enteramente; Carmen Rosenzweig, Mi pueblo; Mauricio de la Selva, Poemas para decir a distancia; José Emilio Pacheco, La sangre de Medusa; Alfredo A. Roggiano, Viaje impreciso; G. Manley Hopkins, Halcón del viento (traducción de Ángel Martínez); Fernando del Paso, Sonetos de lo diario; Tita Valencia, El hombre negro; Selma Ferretis, Insomnio; Rubén Bonifáz Nuño, Canto llano a Simón Bolívar; Gelsen Gas, Fábula en mi boca; Juan Martínez, En las palabras del viento; Elías Nandino, Sonetos; Luis Antonio Camargo, Imágenes papales; Jorge Eduardo Navarrete, Cielo sin estrellas; Yuriria E. Iturriaga, En medio de mi espacio.

Autores de la revista Mester (1964-1967): Antonio Acosta, Salvador Alcocer, Eduardo Andrés, Javier Aragón, Homero Aridjis, Alejandro Aura, Leopoldo Ayala, René Avilés Fabila, José Carlos Becerra, Abigael Bojórquez, Federico Campbell, Jaime Cardeña, Antonio Castañeda, Rosario Castellanos, Elsa Cross, Fernando Curiel, Roberto Dávila, Antonio Delgado, Salvador Elizondo, Guillermo Fernández, Selma Ferreris, Carmen Galindo, Lourdes de la Garza, Argelio Gasca, Raúl Garduño, Sergio Gómez Montero, Andrés González Pagés, Agenor González Valencia, Arturo Guzmán, Martín Hernández, Hugo Hiriart, Héctor Jákez Gamallo, Horacio Juván, Antonio Leal, Vicente Leñero, Elva Macías, Jorge Maillefert, Alberto Martínez Rosas, Lourdes Meaney, Carlos Monsiváis, Lázaro Moussali Flah, Thelma Nava, Raúl Navarrete, Carlos Nieto, Marta Obregón, Jorge Arturo Ojeda, Roberto Olivera Unda, Alex Olhovich Greene, María Ortuño, Guillermo Palacios, Roberto Páramo, Carlos M. Perezalonso, Raúl Pineda Bojórquez, Irene Prieto, José Agustín Ramírez, Barrera Reyna, Rafael Riquelme, Rafael Rodríguez Castañeda, Eduardo Rodríguez Solís, Jaime Sabines, Leopoldo Sánchez Zúber, Carlos Santa Anna, Luis Shein, Roberto Suárez, Luis Terán, Gerardo de la Torre, Juan Tovar, Juan Trigos, Tita Valencia, Óscar Villegas Borbolla, Víctor Villela, Mari Zacarías.

Esta serie de nombres sanciona el apellido de Arreola como il miglior fabbro para invocar la dedicatoria que T. S. Eliot puso a Ezra Pound. El mejor artífice, el más alto artesano. Su nombre debe inscribirse en el catálogo de los poetas-tipógrafos o escritores-editores como: Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Octavio Paz, Camilo José Cela, Miguel N. Lira, Sergio Mondragón... Un linaje de urbanistas de las letras y la imaginación en el cual ha de inscribirse su nombre.

II

No se ha reflexionado lo suficiente en el hecho de que Arreola haya elegido la figura del unicornio como cifra de sus Cuadernos. El unicornio vive en el espacio imaginario de la cultura medieval. Representa la virginidad y la lealtad a los valores asociados al amor cortés, al amor platónico. Remite a un universo tradicional de la poesía. No es una incongruencia que el último proyecto editorial de Arreola se titule Mester, nombre con el que se conoce el oficio de los juglares y los clérigos poetas medievales. En esa perspectiva podría pensarse que el proyecto de Arreola se da como una radical propuesta de atracción y recreación de los valores del pasado en el presente, como un arma para enfrentar la cultura de la guerra y de la violencia. No andaba solo Arreola en la afición por la Edad Media. Tengo a la mano la Antología de la poesía de los siglos doce al dieciséis que el surrealista Paul Éluard hizo en 1954, año en que Arreola lanza la colección Los Presentes.

[caption id="attachment_848430" align="alignnone" width="654"] Juan José Arreola. Foto: Cuartoscuro[/caption]

III

El segundo recuerdo que tengo de Juan José Arreola no es el de sus cuentos sino, ahora o entonces, de su persona o si se quiere de su personaje público. Es la memoria de ese señor vestido con capa y sombrero que llegaba a la Facultad de Filosofía y Letras rodeado de estudiantes que lo seguían y que en clase lo aplaudían. Nunca tomé clases con él, pero fue entonces cuando empecé a leer sus cuentos... Esas ficciones breves estaban imantadas por la imaginación y tenían mucho de Borges y de Papini, de Gutiérrez Nájera y de autores que no se suelen mencionar: Jules Renard, Marcel Schwob, Alphonse Allais, Max Jacob, Jean Cocteau y las ficciones breves de Marcel Jouhandeau, Georges Duhamel, Marcel Bealu y algunos todavía menos citados como Julio Camba y Eugenio D’Ors, para no hablar de los clásicos españoles y de Alfonso Reyes. El “deslumbramiento” es, según el Diccionario de la Lengua, la “turbación de la vista por la luz excesiva o repentina”, o bien, “ofuscación del entendimiento por efecto de una pasión”. La lectura de los cuentos de Arreola me deslumbró y ofuscó, es decir, me impresionó tanto que esas ficciones breves se me impusieron no como un objeto externo sino, por así decir, como un método. Dicho de otro modo, casi sin darme cuenta empecé a arreolar, a leer y a escribir como él. Descubrí que, al igual que otros grandes autores, el de Confabulario era un escritor infeccioso y había que tener cuidado con él, para no verse reducido a un mal imitador joven de ese buen escritor sin edad.

IV

Había que tener cuidado con Arreola. Era un peligro. Un mal consejero para los jóvenes. Un mal consejero que predicaba con sus actos y con su escritura la libertad y que, a diferencia de Octavio Paz o de José Revueltas, daba o parecía dar las espaldas a la Ciudad. Arreola no tenía un discurso político. No era un opositor rampante. Se había escurrido entre los géneros sin dar la cara al mercado, como lo habían hecho Carlos Fuentes o Luis Spota. Era, como José Gorostiza o Juan Rulfo, un refractario, y algo más...

V

Arreola no sólo era católico sino que venía de la Edad Media. De François Villon y de Gil Vicente, de Rutebeuf y de Garci-Sánchez, de Badajoz. Afrancesado hasta las puntas de las uñas. Se sabía de memoria a Paul Verlaine, Émile Verhaeren y Georges Rodenbach, como me dijo en Bélgica su traductor francés, que estaba deslumbrado por la memoria del maestro mexicano que no dejaba de recitarle de memoria a esos y otros poetas mientras paseaban por Bruselas y Brujas. Ese temple medieval sorprendió a Alfonso Reyes y a Octavio Paz, y le abrió de par en par las puertas de Francia, que él prefirió cerrar... para no dejar de ser él mismo.

VI

Juan José Arreola es uno de los grandes constructores, uno de los grandes civilizadores de México. Al ver su creatividad que arranca de letras indiscutibles, de su poderosa Varia invención, sigue con el teatro en Poesía en Voz Alta, florece en la edición de los Cuadernos del Unicornio y Los Presentes, continúa en sus libros dictados sobre educación y sobre la mujer, se dispersa en la radio y la televisión, se piensa necesariamente en Vasconcelos, Pellicer, Reyes, Paz. Hay que decir que Arreola tuvo la decencia de no sucumbir a esa forma del fracaso espiritual que es el éxito fácil. Maestro de vida, vivió entre dificultades, llevó una vida difícil y supo arreglárselas con sus pocos años de primaria en un mundo tiranizado por los diplomas. Eso no le impidió ser campeón de ajedrez y de ping-pong y caer una y otra vez rendidamente enamorado de las dulcineas que jugaban al ajedrez con su corazón, como él, hay que decirlo, jugaba con el de ellas.

VII

Tuve la fortuna de tratar a Arreola a lo largo de los años y la más rara suerte de que me pidiera que le leyera mis cosas. Él conoció el volumen de cuentos El pabellón de la límpida soledad publicado por El Equilibrista. Me animó mucho con sus comentarios. Por eso, en aquellas páginas aparece su nombre en la dedicatoria del texto “El escriba”. Creo que esta suerte la tuvieron también otros. Por ejemplo, los amigos a quienes fue publicando en las series de los Cuadernos del Unicornio y Los Presentes. Luego, años más tarde, me tocó ser parte del jurado que le dio el Premio Internacional de Literatura de la Feria del Libro de Guadalajara que llevaba el nombre de Juan Rulfo. Como el FCE estaba encargado de hacer una edición del autor premiado, se le propuso a otro de los conjurados, Saúl Yurkievich, que hiciera la antología, pero finalmente sólo hizo la introducción: Arreola decidió hacerla él mismo, a través de las manos anónimas de un editor. Ese editor fui yo. Durante más de un año fui de México a Guadalajara dos veces al mes para entrevistarme largamente con Arreola y decidir el contenido de la antología que es una edición de su obra, cuidada por él y, atrás, armada por mis manos y desde luego las suyas. Cada sesión, yo le aportaba algo que él aparentemente había olvidado, pero que tenía bien presente, por ejemplo, las traducciones de los poemas de Paul Claudel sobre los apóstoles que él había traducido para su amigo Moisés Gamero, de Mazapanes Toledo y que se habían publicado en una edición aparatosa que pocos tenían y que a mí me había regalado el propio Moisés. Juan José aceptó la inclusión, encantado, me recitó cada uno de los poemas que se sabía de memoria y no descansó hasta que le conté con todo detalle cómo había conseguido el libro. Así fue con todos y cada uno de los textos misceláneos que cierran esa edición. Uno importante es el dedicado a Michel de Montaigne, figura que nos unió a lo largo de los años.

Aquí una digresión. Como le demostré a Arreola que la edición original de Montaigne en la serie Nuestros Clásicos de la UNAM tenía una traducción manoseada e ilegible, le propuse que se cambiara por la de Constantino Román y Salamero, que era de hecho la que él tenía en su biblioteca, además de otras. Aceptó con una condición: que a la traducción y a su texto las acompañaran las páginas de mi ensayo “Por el país de Montaigne” —la edición que actualmente circula es esa.

[caption id="attachment_848432" align="alignright" width="300"] Sonetos de lo diario, de Fernando del Paso, Cuadernos del Unicornio, 1958.[/caption]

VIII

Muchas veces me encontré a Arreola a lo largo del tiempo. Hay una fotografía donde aparecemos a principios de los años noventa. Estoy con él y con Angélica de Icaza. Arreola estaba feliz. El acto que nos reunía lo era también. Se trataba de la presentación de la reedición del libro de su querido amigo peruano, el historiador y escritor José Durand titulado Desvariante (FCE, 1980). El autor de Ocaso de sirenas no sólo era un experto erudito en el Inca Garcilaso: había reconstruido varios siglos después la Biblioteca selecta de este noble indio del Siglo de Oro, y también a un personaje legendario pues como Arreola mismo ha declarado en las memorias de El último juglar, Durand era el dinosaurio que provocó la fantasía brevísima de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”.

Esto me lleva a evocar el paralelo y la simpatía que puede haber entre Arreola y Monterroso, maestros ambos con los que tuve la suerte de formarme en mis años de juventud. Uno me llevaba al otro, Arreola a Monterroso, Monterroso a Arreola en una suerte de espiral prosódica y poética. Monterroso era un gran lector de aquellos autores que habían nutrido a Arreola, pero sobre todo un conocedor de las letras de este ilustre jalisciense. Otras veces me lo encontraba en la Feria del Libro de Guadalajara. Me pedía que lo acompañara por los pasillos de aquella Babel. De pronto se sentaba fatigado. Buscaba un banco. Se acercaba la multitud a su alrededor. Le pedían autógrafos. Él, exhausto, les tendía la mano para que se la besaran y a veces les daba la bendición. La última vez que vi a Arreola fue en la casa de su hija Claudia. Estaba en cama. Más delgado que el licenciado Vidriera. La mirada viva y los oídos atentos. Le fui a leer ahí, semanas antes de que muriera, mi poema Recuerdos de Coyoacán (Ditoria, 1998). A cada rato me interrumpía y exclamaba: “¡Ese es Villon!”, “¡ese es Manrique!”, “¡ese es Reyes!”, “¡ese es Lope!”. No se le iba una alusión al fino oído de ese ajedrecista del universo. Salí de ahí con un nudo en la garganta luego de haberlo abrazado y, en mi fuero interior, de haberme despedido de su majestad. Ya no lo volví a ver. Me lo encontré de nuevo en la tinta de otros escritores que habían sido sus amigos. También me lo encontré en sus propias páginas. Tuve la fortuna de aceptar un encargo de parte de la Dirección de Publicaciones para hacer un breve libro sobre Juan José Arreola. Decidí pedirle ayuda a una amiga que también estaba trabajando sobre él: Nelly Palafox. Durante más de dos años nos entregamos a un ejercicio feliz: leer a Arreola con lupa, lápiz y regla de cálculo editorial. Las hojas que íbamos escribiendo cada uno regresaban a las manos del otro. Y volvían de nuevo para irse cristalizando en una construcción. Insisto en la palabra: construcción. La felicidad que nos deparó la escritura de ese texto sobre Arreola me ha sido refrendada por un lector exigente como el poeta y crítico chileno Pedro Lastra. En enero de 2017, en Chile, mientras caminábamos rumbo a una librería de viejo, el maestro me dijo que uno de los libros más felices que había leído firmados por mi pluma era Para leer a Juan José Arreola.1 La redacción de esa obra nos enseñó a Nelly y a mí que la obra de Juan José Arreola era un instrumento noble capaz de enseñar mucho a quienes estaban dispuestos a comprenderlo.

IX

Después del canon que es la serie de libros publicados por Joaquín Mortiz, Varia invención, Confabuario, Palindroma, La feria, Arreola deja de escribir y se vuelve un dictador que necesita amanuenses para recoger sus dichos, como en La palabra educación.

Ramón López Velarde: El poeta, el revolucionario; El último juglar: Memorias de Juan José Arreola. ¿Cuándo empieza ese Arreola dictador? Podría darse como una fecha tentativa la de la publicación de los “Diez textos” que publica en la Revista Mexicana de Literatura y son objeto de la ácida crítica de Emilio Uranga [reproducida enseguida de este texto], quien se atrevió a romper el encanto hipnótico que rodeaba al juglar con una aproximación crítica que no dejó de ser comentada, o al menos compartida por los geniecillos dominicales de la murmuración. El punto de Uranga es punzante, en algunos de esos “Diez textos” Arreola daba gato por liebre y podría decirse que su rigor literario había menguado a la par que aumentaba su generosidad como editor y tutor literario, modesto partero de las obras de los otros a cuyos pies se ponía para lanzarlos a la fama arropados por la suya propia. Una empresa ciertamente peligrosa, arriesgada, a la cual Arreola se entregó durante años.

X

Más tarde, me encontré a Juan José Arreola en las referencias de dos autores que fueron sus amigos y contemporáneos. Uno es su fraterno rival: Octavio Paz, con quien tantos puntos en común tiene. Otro, más virulento, es Emilio Uranga, quien enunció vigorosas medias verdades sobre Arreola. Medias verdades porque, en parte, se refieren a Arreola y en parte al propio Uranga.

Sobre Paz llama la atención el hecho de que el futuro Nobel le haya dedicado un poema y que más tarde haya matizado la dedicatoria transformando las palabras: “Oyendo a Juan José Arreola (Noche del 10 de septiembre)” por “Juegos lúdricos. A un juglar”.

OYENDO A JUAN JOSÉ ARREOLA

(Noche del 10 de septiembre)

Hicieron fuego ludiendo dos palos secos

el uno contra el otro.

Cervantes, Persiles

Como juega el tiempo a la mitad del Espacio

como el Espacio juega al borde del Gran Hoyo.

Juan José juega al filo de la noche

lude dos, tres, cuatro, seis

¡palabras!

y las echa a volar hacia el lado de allá,

[Ilegible]

que giran, brillan, cantan y desaparecen

como este mundo en el otro

pero vuelven,

a cualquier hora, esta noche o la otra,

música dormida en el caracol de la memoria.2

FUEGOS LÚDRICOS

A un juglar

Hicieron fuego ludiendo dos palos secos

el uno contra el otro.

Cervantes, Persiles

Como juega el tiempo con nosotros

al borde del gran hoyo,

al filo de la noche

lude dos, tres, cuatro, seis

¡palabras!

y las echa a volar hacia ese lado

que no es ni aquí ni allá.

Soles, lunas, planetas,

giran, brillan, cantan,

desaparecen

como este mundo en el otro.

Han de volver,

esta noche o la otra,

música,

dormida en el caracol de la memoria.3

Después de la corrosiva pero saludable aproximación de Emilio Uranga y del homenaje poético de Octavio Paz, cabría buscar un término medio para hacer justicia al arte, y a esos artistas que, cada uno a su manera, se quemaron en el fuego de la fama. Tal vez los tres están renaciendo de sus cenizas.

XI

A diferencia de Juan Rulfo, que luego de la publicación de dos libros indiscutibles prefirió no seguir publicando, Juan José Arreola, después de Varia invención, Confabulario, La feria, Palindroma, se entregó no sólo a la fundación de tres editoriales que reunirían más de cien autores, sino que se prodigó en el aula, las salas de conferencias, la radio y aun la televisión. De esas generosas dilapidaciones de su genio oral salieron libros dictados como el dedicado a Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario, Y ahora, la mujer… y La palabra educación (compilados por Jorge Arturo Ojeda), a los cuales debe sumarse el libro de memorias dictado a su hijo Orso Arreola: El último juglar.... Sus programas en Televisa —según me advierte David Noria— pueden verse en la plataforma YouTube. Todavía se puede encontrar a Arreola armando castillos verbales en España en los santos lugares del nacimiento del idioma. Desde su punto de vista, al parecer, no había ruptura sino continuidad. Una continuidad que podría llamarse trágica, si se piensa que Arreola fue objeto de burlas e imitaciones por sus propios amigos actores de la televisión que, como Los Polivoces, llegaron a imitarlo seguramente alentados por algún genio travieso de Televisa.

¿Cómo pensar estos hechos, cómo compaginarlos en la memoria? Arreola se transformó en un ícono de la cultura popular y fue estampado en un billete de lotería, pero no ha alcanzado todavía la dignidad de verse estampado en una moneda de veinte pesos o en un billete de quinientos como Diego Rivera. ¿Cómo pensar estos hechos?

S. Al salir de la conferencia que enuncian las páginas anteriores, el director de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, el historiador José Manuel Herrera, contó algo revelador. Cuando era niño, su padre solía escuchar de la mañana a la noche discos de música clásica. Un día llevó al niño a oír un concierto en Bellas Artes. Fue una revelación. Era como si hubiesen dado otra dimensión a la música. Cuando escuchó a Juan José Arreola, le sucedió lo mismo. Era como si escuchara por primera vez a la orquesta encarnada en un hombre que hablaba ante él.

Notas

Texto leído en el homenaje Varia Arreola. Las invenciones de Juan José a 100 años de su nacimiento, en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada el 17 de octubre, organizado por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, en colaboración con las Unidades Azcapotzalco y Xochimilco, la Universidad del Claustro de Sor Juana, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y el Centro Cultural Casa Lamm.

1 Conaculta, México, 2008, 81 pp.

2 El último juglar: Memorias de Juan José Arreola, Orso Arreola, Jus Libreros y Editores, México, 2015.

3 Este poema se recoge en las Obras completas, Obra poética, tomo VII, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2004, p. 734. Octavio Paz se refiere a Arreola en distintos momentos de su obra, por ejemplo en: “Poesía en movimiento. Repaso”, Seis vistas de la poesía mexicana, Obras completas, t. IV, México, FCE, 1995, p. 127: “Juan José Arreola es admirado, con razón, por sus ‘confabulaciones’. Lo hemos incluido porque pensamos que ha escrito verdaderos poemas en prosa. Fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado. Sin embargo, ni por el espíritu ni por el lenguaje esos textos revelan afinidades con las tendencias más recientes del poema en prosa (desde Owen hasta los más jóvenes). Más bien son un regreso a Torri, aunque sean más tensos y violentos. La corriente que transmiten esas transparentes paradojas es de alto voltaje”.

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