Leer sobre El Salvador es leer sobre nosotros mismos, lo que dista mucho de ser un elogio. Leer sobre El Salvador es leer sobre nosotros mismos pero desde otro punto de vista, lo que es uno de los objetivos muchas veces abstractos de la literatura que, en este caso, adopta una concreción espeluznante. Quizás por eso, salvo por los tres o cuatro autores en que resulta imposible no hacerlo, preferimos dar la espalda a la literatura centroamericana: para no vernos en ese espejo que acentúa nuestros defectos y resalta nuestras carencias. Si queremos entender mejor el momento por el que atraviesa México, es indispensable esforzarse por entender a los países centroamericanos, y no hay mejor forma de hacerlo que a través de su literatura. Sin embargo, aunque leer para entender nuestro presente es una opción válida, finalmente resulta pobre en su utilitarismo. En realidad, la literatura centroamericana en general, y la salvadoreña, en este caso, no requieren de excusas biempensantes o de justificaciones contingentes para ser leídas. Es más: aunque lo hagan, su objetivo no es explicar nada. Lo único que se le puede exigir a la literatura, sea la salvadoreña o la francesa, es ser literatura, y las novelas aquí reseñadas, de Claudia Hernández y de Horacio Castellanos Moya, lo son con todas las letras.
Hacer una lectura cruzada de ellos, los dos autores salvadoreños con mayor proyección en México, es un ejercicio riquísimo e incómodo. Por supuesto que hay coincidencias en los temas, en la denuncia —aunque resulte imposible describir la realidad de El Salvador sin que la denuncia vaya implícita—, en la relación conflictiva que los autores mantienen con su país y, sobre todo y no podría ser de otra forma, en la creación de personajes destruidos por la historia y la identidad de ese rincón del mundo. No obstante, las divergencias son mayores, y esto es una prueba de que el acercamiento que ambos autores proponen a su país dista mucho de la ecuanimidad y de la denuncia desganada y escandalizada del periodismo, o de una folclorización de la violencia latinoamericana, ideal para leer un domingo por la tarde para concluir que tener suerte en el México del siglo XXI consiste en parecerse más a un personaje de Houellebecq que a uno de narconovela.
ALGUNAS DE LAS DIFERENCIAS entre ambos escritores son muy notorias: mientras que los personajes de Hernández son pobres y viven en el campo, los de Castellanos Moya pertenecen a una élite intelectual urbana que coqueteó con la guerrilla. Mientras que los de Hernández migran para escapar de la pobreza o porque fueron vendidos por monjas a familias europeas, los de Castellanos Moya son exiliados políticos que aspiran a un trabajo en la universidad o en el periodismo, o incluso a volver a su país de origen si los vientos políticos soplan a su favor. Mientras que los de Hernández son mujeres que sacan fuerza quién sabe de dónde para sobrevivir a todas las guerras latinoamericanas y siempre imaginan un futuro que les acaba quedando mal, los de Castellanos Moya viven obsesionados con un pasado que, para ellos, no es sino una sucesión de traiciones. Pero estas diferencias son las menos significativas si se las compara con puntos de vista irreconciliables y que exceden las preocupaciones por El Salvador; de hecho, podríamos ponerlos a dialogar, pues resumen, en buena medida, algunos de los debates sociales, artísticos y políticos más ruidosos, a veces, pero también más necesarios de nuestro tiempo, dentro o fuera del pequeño país centroamericano.
Dicho esto, habría que aceptar que la comparación entre ambos autores resulta injusta, pues Claudia Hernández (San Salvador, 1975), si bien tiene ya un historial como cuentista, es una novelista nueva, autora de dos novelas, Roza tumba quema y El verbo J, ambas publicadas en 2018. Por su parte, la obra literaria de Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) es ya extensa y está compuesta por una decena de novelas, varias de las cuales comparten personajes y forman, así, una especie de saga alrededor de la familia Aragón, cuyos integrantes, cada uno a su manera, padecen alguna de las muchísimas variantes desgraciadas de ser salvadoreño. Sin embargo, la unidad estética de sus respectivas obras permite y propicia el contraste, gracias a que ambos autores tienen claro lo que buscan.
"Pocos escritores como castellanos moya han reflexionado no sólo sobre su identidad nacional, concediendo que tal cosa exista, sino aborrecido de ella a grado tal que tuvo que exiliarse de su país tras la publicación de El asco".
FEMINISMO DE SUPERVIVENCIA
La obra de Claudia Hernández puede leerse, entre otras muchas posibilidades, como un alegato feminista que, más allá de una reivindicación necesaria y urgente, para las mujeres salvadoreñas representa la única esperanza de supervivencia. En Roza tumba quema, la protagonista es una exguerrillera, que lucha porque sus hijas y ella sobrevivan a la violencia que llegó con la firma de los acuerdos de paz; en El verbo J, el protagonista es un muchacho al que su orientación homosexual lo obliga a emigrar con la esperanza de poder ser él mismo. Con sutileza admirable, Hernández nos presenta la violencia política, de-lincuencial y migratoria (un buen resumen de los últimos cincuenta años latinoamericanos) como una anomalía y como una sucesión de acontecimientos estrechamente relacionados entre sí, tras los cuales se mantiene estable la normalidad homicida de la violencia machista: todas las violencias se transforman, se ganan y se pierden guerras, se huye y se regresa, todo cambia, salvo la violencia machista, que es siempre la misma, igual en cualquier bando e indiferente a las supuestas grandes transformaciones de la historia. De esta forma, el único consenso que parece haber existido en El Salvador durante las últimas décadas es el odio a la mujer, el cual se manifiesta de múltiples formas: vender al hijo de una guerrillera para castigar al padre, al que parece no afectarle mucho el castigo; la violación como una forma de pasatiempo extremo casi aceptado socialmente, y la sumisión impuesta a toda madre y esposa, quien, de rebelarse, se expone a ser golpeada y asesinada con la anuencia de su círculo cercano.
EN EL CASO de Horacio Castellanos Moya, en principio, sería descabellado afirmar que la denuncia del machismo es una de las constantes de su obra: no hay muchos personajes más grotescamente machistas que los suyos en la literatura latinoamericana, lo que es decir mucho. La corrección política no es el fuerte de estos personajes masculinos, quienes, por adversas que sean las circunstancias que atraviesan, sólo piensan en cogerse a cualquier mujer que se les atraviese.
Por supuesto, pocos escritores como el salvadoreño han reflexionado no sólo sobre su identidad nacional, concediendo que tal cosa exista, sino aborrecido de ella, a grado tal que tuvo que exiliarse de su país tras la publicación de El asco, donde a la Thomas Bernhard, se burlaba de la idiosincrasia salvadoreña (así como del gesto esnob que implica burlarse de ella), machismo incluido. Tomando esto en cuenta, la virilidad desbordante de sus personajes —por llamarla de alguna manera— puede verse como una caricatura y como la evidencia de una catástrofe: los guerrilleros del FMLN podrán haber sido soñadores, valientes, épicos, pero, antes que cualquier otra cosa, seguían siendo salvadoreños (o latinoamericanos). Esta circunstancia explicaría en parte un suceso clave en la historia de El Salvador y un episodio al que Castellanos Moya regresa una y otra vez, casi como un leitmotiv: el asesinato, cometido por sus compañeros de armas, del poeta Roque Dalton. Si los montoneros argentinos no soportaron tener a un homosexual en sus filas y expulsaron a Perlongher con todo y su Frente de Liberación Homosexual, los combatientes del FMLN fueron un paso más allá y no toleraron tener a un buen poeta en la guerrilla.
Sin embargo, en su última novela, Moronga (cuya traducción al español mexicano sería verga), Castellanos Moya plantea el cuestionable conflicto que padecen los viejos machos latinoamericanos por no hallarse a sus anchas en la sociedad de la hipercorrección política. Uno de los protagonistas (exguerrillero, mercenario, inmigrante ilegal en Estados Unidos que aspira a ser narcotraficante), por ejemplo, pierde injustamente su trabajo como chofer de autobús por una falsa acusación de acoso. A pesar de que, en un descuido, la novela podría leerse como una queja más de que ya no se pueden hacer chistes de nada, el planteo de Castellanos Moya es más incisivo. La novela en realidad aborda, en otro escenario, uno de sus temas preferidos: la paranoia. Todos sus personajes —del corrector de estilo de Insensatez al exembajador de Donde no estén ustedes (su mejor novela) y al exiliado perdido en la Ciudad de México de La diáspora— siempre están convencidos de que alguien los persigue, y siempre acaban por tener razón. Pero en Moronga esta circunstancia se enfatiza, pues dicho personaje acaba encargándose, primero, del sistema de espionaje electrónico de una universidad y, después, del sistema de vigilancia de videocámaras de una pequeña ciudad.
La paranoia, que en otras novelas era fruto del desorden mental de los personajes y de una cruda y sed de alcohol permanentes, ahora se profesionaliza, y el vigilar y ser vigilado se convierten en una ocupación remunerada de tiempo completo.
DOS PROYECTOS ESTÉTICOS
En una lectura simplista, a Claudia Hernández cabría reprocharle (o elogiarle, lo mismo da) su corrección política, y a Castellanos Moya, su incorrección. Ambos, felizmente, se desmarcan de este reproche (o elogio) fácil gracias a su respectivo planteamiento literario, que no puede ser más diferente.
La prosa de Hernández es sencilla y funcional: desea narrar las atrocidades que padecen sus personajes con naturalidad, porque el horror ha sido y continúa siendo una parte de la vida cotidiana de El Salvador. El hecho de que ni sus personajes ni sus escenarios tengan nombre, si bien en algunos momentos puede crear confusión, acentúa, una vez más, que las circunstancias que atraviesan sus personajes no son excepcionales, sino, tristemente, el pan de cada día de la mayoría de salvadoreños. Esto no significa que los personajes sean esquemáticos o intercambiables: su tragedia es compartida nacionalmente, pero ellos la sobreviven a su manera. La estructura de El verbo J es significativa en este sentido: cada capítulo corresponde a una persona gramatical, lo que, lejos de formar una novela coral, permite estudiar al personaje desde diferentes puntos de vista, de una forma natural, siempre con un lenguaje cotidiano, lejos del esquematismo, por ejemplo, de La muerte de Artemio Cruz.
En cambio, aunque hay cambios de registro en sus libros, la prosa de Castellanos Moya es potente y siempre está abierta a un sentido del humor muy particular; las oraciones suelen ser muy extensas y no es raro que acaben en un monólogo interior desquiciado, mezcla de resentimiento y derrota. Porque todos sus personajes son grandes derrotados, sobre todo por la revolución que no fue y que se traicionó a sí misma.
Ningún escritor de ninguna parte ha narrado mejor la cruda que Castellanos Moya porque, bien vista, la cruda es el gran símbolo de su obra: sus personajes andan a la deriva, padeciendo la salvaje cruda tras la borrachera de utopías y revoluciones de los años setenta y ochenta latinoamericanos, cruda que no se cura ni con un clamato ni con la llegada de la democracia. Siempre de paso, tramitando una visa de refugiado, esperando un trabajo que nunca llega, planeando un retorno imposible, aspirando a cursar un doctorado para cobrar la beca por escribir una tesis sobre poesía y revolución, buscando una cerveza para curarse el malestar o un tequila para mejorar el ánimo, los personajes del salvadoreño ya no viven en ningún tiempo porque su tiempo definitivamente pasó, y no puede haber futuro porque todo en ellos es, tras tanta muerte, un pasado demasiado vivo.
Si los personajes de Horacio Castellanos Moya no pueden salir del pasado, los de Claudia Hernández, por el contrario, siempre están viendo al futuro. Paradójicamente, esto permite que en Roza tumba quema y, en especial, en El verbo J, la reconciliación y, por tanto, la esperanza sean posibles. Ésta sería, para concluir, la gran diferencia entre ambos proyectos: que uno marca la certificación de un fracaso, el de las generaciones latinoamericanas que quisieron hacer la revolución, mientras que el otro exalta la improbable supervivencia y el amor a la vida en un contexto de desesperanza. Estas visiones opuestas se conjugan y resumen la realidad de El Salvador.