El escándalo me despertó. Eran las tres de la madrugada. Me asomé por la ventana. En la esquina de mi edificio una gavilla de perros se peleaba por una hembra. Vivo en una ciudad dominada por los canes. Se estima que en Torreón hay de 150 a 300 mil perros callejeros.
Mi primer tatuaje fueron dos perros. La ilustración que aparece en una de las ediciones del Fondo de Pedro Páramo. Hice un viaje muy largo por ese tatuaje. Me fui de polizonte en un tren desde Torreón hasta Ciudad Juárez. Mi propósito era rendirle un homenaje a Juan Rulfo, pero lo que ignoraba es que con aquel trayecto estaba sellando mi compromiso con la literatura. Fue mi rito de iniciación.
Una época de mi vida me apodaron El Perro. Mi vida era la calle. Al final del día regresaba a casa. Hasta que un día no volví. Desde entonces me he sentido un rain dog. Hoy vivo cuatro días a la semana con mi hija y la sensación no desaparece. Quizá eso explique por qué siempre fracaso en mis relaciones sentimentales. Las mujeres ansían rescatarme pero yo no deseo ser rescatado. Por eso cuando salgo al coche y observo esta ciudad sitiada por los perros callejeros me siento verdaderamente en casa.
De niño tuve varios perros. A los diecisiete decidí que no tendría ni uno más. Aquel que haya sentido el dolor de perder a un perro me entenderá. Además, llega un punto en que son irremplazables. Existen personas que tienen tres y que cuando alguno muere de inmediato compran otro. Yo no puedo. El perro no es una mascota. Es un compañero. ¿El día que se te muere un hermano qué, vas a una tienda y te compras otro?
Mi relación con los perros incluso se ha enfriado a niveles irracionales. Sufro de un terrible dolor a encariñarme con los perros. He tenido algunas parejas que tienen perros y he preferido mantenerme distante. No involucrarme. Y creo que no me ha faltado razón. Cuando una relación se rompe, el perro tiene que quedarse con alguna de las partes. Y ya no quiero que se me rompa el corazón. Pero hace unos meses me ocurrió algo que me ha hecho reconsiderar mi posición. Me enfermé de Giardia Lamblia. Un parásito que sólo infecta a humanos y perros. Pude haber contraído otro, una solitaria, por ejemplo. Pero fue precisamente la giardia. Si me atacó fue porque soy un perro. Si hasta mi propia madre me lo gritó una noche después de no haber pisado la casa en una semana.
"Mi relación con los perros incluso se ha enfriado a niveles irracionales. Sufro de un terrible dolor a encariñarme".
Otra de las razones por las que me resisto a tener un perro es porque no soy capaz de tenerlo en un departamento. El animal debe tener la posibilidad de correr, tal y como yo lo hice desde mi primera infancia por los linderos del barrio y más allá. Recuerdo con emoción cómo me alejaba cada vez más del territorio seguro de mi colonia en expediciones por el poniente de Torreón. No me imagino a un perro no haciendo lo mismo, todo el día mirando por la ventana.
Hace unos días me llegó un mensaje por whatsapp. Contaba una historia de una riña que condujo a un matadero de perros. Incluía una lista bastante larga de taquerías de Torreón que eran surtidas con carne de can. Por fortuna la noticia era falsa. No dudo que existan cabrones que cacen perros, pero siguen siendo una plaga. Y qué bueno que así sea. Prefiero un panorama repleto de perros que una ciudad desierta. Hace mucho que no me sentía orgulloso de este sitio como ahora. Los hay solitarios, en grupos de hasta quince, hambrientos, famélicos, dándose la gran vida en la calle. Esa gran vida que me di en la juventud y hoy mi aburguesamiento me impide. Son alumnos de Pito Pérez, hallan cobijo donde no lo hay.
Dos noches después iba saliendo de un Walmart y vi a un perro cruzando la calle con una bolsa de basura en el hocico. La portaba como un motín. Buscaba un lugar para destriparla y ver qué encontraba. Sentí un poco de vergüenza de mí mismo. En ocasiones lloriqueo por cualquier pendejada y me creo que me lo merezco todo y que tengo derecho a esto o aquello. Y se me olvida que la supervivencia está en mí desde antes de convertirme en el maltrecho ser humano que soy. Que antes de gimotear debo apelar a mi perro interior. Recordar que llegué a este mundo sin nada.
Mi admiración por los perros callejeros aumenta cada día. No se quejan por nada. Les vale madre si hay gasolina o no. Si el Peje viaja en metro. Sólo se ocupan de recorrer la ciudad. Y son felices los hijos de puta. No van a terapia. No toman ansiolíticos. No van a clases de meditación. Todos los días dan una pelea. Contra otro perro, una escoba o un taquero. Y ah, cómo salen airosos.
Yo tenía eso y en algún momento lo perdí.