Tres ensayos desconocidos

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Emil Cioran (1911-1995) fue un filósofo rumano de expresión mayoritariamente francesa y a quien podría describirse como la encarnación del escepticismo respecto al destino del hombre. También podríamos decir que no se consideraba a sí mismo un filósofo (le parecía de mal gusto hacerlo) ni se empeñaba en esgrimir argumentos irrefutables. Le horrorizaban las certezas ideológicas, casi tanto como los escritos solemnes o, peor aún, sin preocupaciones estilísticas.

Este refinamiento estético también conforma una ética, pues prefiere atender a la complejidad de las situaciones humanas que dictaminarlas, encuentra más sabiduría en la contradicción que en el silogismo. Por esta condición, y al carecer de un sistema filosófico explicativo (regalo envenenado del siglo XIX alemán) es más frecuentado y leído por escritores y artistas que por círculos académicos, condición más favorable en cualquier sentido. Ha gozado de cierta fama y presencia en el mundo hispanoamericano debido al contacto que tuvo con Esther Seligson (quien lo tradujo por vez primera al español) y Octavio Paz (con quien se carteaba), así como  con la poeta y pensadora María Zambrano y el filósofo Fernando Savater (quien tradujo varias de sus obras a nuestro idioma).

Los textos aquí presentados: Mi país (de los años cincuenta), El sentimiento de que todo va mal (1982) y Una profecía breve (1987), fueron publicados de manera póstuma y se imprimen por primera vez en nuestro idioma. Los dos últimos son cercanos al final de su obra, antes de que el Alzheimer lo habitara, y pueden leerse como breves síntesis de su diagnóstico del mundo, luego de haberlo sobrevivido (nació con el derrumbe del imperio austro-húngaro, su juventud fue marcada por la Segunda Guerra Mundial y su edad madura, por la Guerra Fría). El sentimiento de que todo va mal manifiesta su desapego a las ideologías, su gran desconfianza ante toda noción de progreso histórico. Señala la tragedia que acompaña el hecho de imponerse misiones como especie, de albergar esperanzas metafísicas en el sino humano. Sin embargo, Una profecía breve mantiene una ligera esperanza en cierta continuidad del saber humano occidental, depositándola nada más y nada menos que en América Latina. Una mirada poco explorada de este filósofo.

El más antiguo de los textos, y el central en esta breve recopilación, Mi país, resulta clave para comprender a Cioran en su complejidad humana e intelectual. Se trata  de un ajuste de cuentas consigo mismo, pues el célebre escéptico tuvo una juventud que coqueteaba con cierto fanatismo, y tuvo acercamientos con la extrema derecha rumana de entreguerras que como adulto le causaron muchos dolores de cabeza. El interés de publicar este breve ensayo (y el comentario de su pareja de vida, la francesa Simone Boué) sirve a un doble propósito. Rescata uno de los escritos más depurados de Cioran (podría competir con la primera parte de su Historia y utopía) que además ofrece un poco de luz a un periodo más bien oscuro de su vida.

Como veinteañero brillante, obtuvo la beca Humboldt en la Alemania de los años treinta. El surgimiento del fascismo le ofreció la tentación de un cambio radical en todos los órdenes de la vida social y personal. Orden, progreso, fuerza, represión absoluta de los múltiples enemigos, palabras que pueden erizar los cabellos a cualquier humanista, pero que explican una época de la vida europea que marcó el resto del siglo.

Siendo rumano, Cioran nunca albergó gran esperanza en su país: lo veía demasiado modesto y subyugado, algo que como mexicanos podemos entender sin mayores explicaciones. Pero cuando tuvo esperanza de cambios espectaculares fue testigo de un mar de tragedias y barbarie que lo llevó a un abismo de la decepción: fue la fuente primigenia de su escepticismo total ante los grandes proyectos de la humanidad, es decir, el origen de su sabiduría.