¿Dónde quedó la bolita?

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A mi padre le gustaba el juego, en varios sentidos de la palabra. Era capaz de subirse a una mesa a las cuatro de la mañana, en un lugar en el que se vendía caldo de gallina a los desvelados y precrudos, y ponerse a contar las historias que él mismo se inventaba o bien que le habían contado. Siempre tenía un chiste en la boca antes de que lo saludaras. Y podía decir el mismo varias veces y reírse como si lo hubiera contado por primera vez. Hubiera sido un buen actor (en realidad, siempre lo fue sin necesidad de estar en el escenario), pero tuvo que dedicarse a algo que le diera para mantener a una familia: a sus 27 años ya tenía cuatro hijos.

Le gustaban los juegos arriesgados, como conducir el auto por el Periférico a velocidades altas escoltado por un grupo de amigos motociclistas que también retaban el peligro y a la policía. Tuvo un derrame cerebral en los años setenta que casi lo lleva prematuramente a la tumba y sobrevivió con todas sus capacidades. Claro, los médicos le advirtieron que para seguir con vida tendría que cumplir con ciertas normas, como por ejemplo dejar de beber y de fumar. Luego de más de quince días de estar en dos hospitales y de una cirugía de alto riesgo, llegó a la casa con una amplia sonrisa y lo primero que hizo fue poner música, servirse un gran vaso de vodka con hielo y prender un cigarrillo: estaba tan festivo de regresar al hogar que si le hubieran propuesto jugar una ruleta rusa lo habría aceptado.

Muchos años antes, a principios de los sesenta, mi padre consiguió un trabajo en Mexicali. Allí hizo su primera incursión en el teatro (vaya: como actor semiprofesional) para su Club de Rotarios. En algún momento decidió tomar una segunda luna de miel con mi madre e irse a Las Vegas en compañía de otra pareja amiga. En cuanto llegaron al hotel, le pidió a mi madre que se adelantara al cuarto para desempacar y que él la alcanzaría. En menos de una hora perdió en el casino todo el dinero que llevaba. Como supuso que el suyo no sería el primer caso le preguntó a un taxista por un lugar de empeño: allí fueron a parar anillos, aretes y collares de mi madre.

"Le pidió a mi madre que se adelantara al cuarto para desempacar y que él la alcanzaría. En menos de una hora perdió en el casino todo el dinero que llevaba".

Muchos años después, en Nueva York, ya casado de nuevo, decidió apostar a “¿dónde quedó la bolita?” y volvió a quedarse sin efectivo. En Cuernavaca era asiduo apostador en carreras de caballos o perros y con frecuencia iba a jugar bingo. Supongo que en algunas ocasiones habrá ganado algo, pero como suele suceder los momios siempre apuntan a que la mayor parte del dinero se quede en las empresas.

Cuando murió, hace unos ocho años, nos encontramos entre sus cosas una carta que había firmado con un cantautor. En ella se establecía que en caso de que una de sus canciones, que por lo visto cautivó a mi padre, se grabara y fuera un éxito, compartirían por mitades las ganancias, a cambio de que aportara al momento de la firma mil dólares. Traté entonces de averiguar quién era el compositor y no encontré rastro suyo en internet. Si no escribo su nombre es porque perdí el contrato.

Una apuesta más hizo durante sus últimos años. Un amigo suyo le dijo que el gobierno iba a repartir algunos millones de pesos decomisados al crimen orgnizado entre ciudadanos comunes y corrientes. Para estar en la lista de los posibles afortunados en cobrar parte de esa fortuna había que aportar mensualmente mil o dos mil pesos. Aunque estaba sin trabajo y sin ingresos propios, encontraba la manera de cubrir su cuota a tiempo.

Heredé de él su ludopatía, especialmente como tema y como interacción con los lectores en lo que escribo. Aunque también eventualmente juego dominó con algunos amigos o cubilete con la familia, nunca hay apuestas de por medio. A nadie le importa. La última vez que sí lo hice fue para entrar en una quiniela del último mundial de futbol. La aportación era de 350 pesos.