Patas de perro, un realismo fantástico

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Sólo a unos cuantos escritores les está reservado el cuestionable y redundante honor de confundirse con lo que escriben, como si su escritura se encarnara en ellos mismos o como si ellos se escribieran en una hoja en blanco. El perpetuamente rescatado y olvidado Carlos Droguett (Santiago, 1912- Berna, 1996) es uno de ellos. A su prosala podemos leer como una extensión de sí mismo —rabioso, difícil, sórdido, resentido—, o bien a él lo podemos ver como una creación más de ella —marginal, incisiva, violenta, piadosa. Pero sin importar quién plagie a quién, el escritor a su obra o la obra al escritor, acercarse a ellos nos permite apreciar una literatura que, a pesar de haber querido, de manera explícita, agotar un tiempo y un lugar, todo el tiempo tiene algo nuevo que decir.

La trayectoria de Droguett es interesante por su coherencia de principio a fin y, a la vez, por ser profundamente contradictoria. Para el chileno —más famoso por su carácter hosco y agresivo que por sus libros, lo que sólo acrecentaba su rencor— haberse contradicho en su proyecto literario fue una manera rebuscada de tener razón. Y es que, recorriendo exactamente el camino opuesto al de Rodolfo Walsh, Droguett se estrenó con una crónica de no ficción para, en el punto más alto de su carrera y tras haber publicado algunas novelas realistas, escribir una novela fantástica cuyo trasfondo retrata con tal precisión tanto las mezquindades como la piedad del ser humano, que la fantasía parece haberse convertido simplemente en otro recurso retórico del realismo. En otras palabras, pase  lo que pase en un libro, para Droguett lo esencial es la forma en la que un escritor se enfrenta a la realidad; el punto de vista, la técnica y la hondura cuentan mucho más que la simple anécdota, que sólo es una excusa para el combate.

El primer enfrentamiento que narró Droguett fue la matanza de un grupo de estudiantes nazis (sí, Bolaño leyó muy bien a Droguett); los chicos intentaron llevar a cabo un golpe de Estado en 1938 para apoyar al candidato de la extrema derecha. El golpe fracasó y, tras atrincherarse y rendirse en el edificio del Seguro Obrero, los estudiantes fueron masacrados por el ejército. Más que tomar partido —siempre fue un militante intransigente de izquierda—, Droguett vio en este acontecimiento un ejemplo más de la pulsión violenta y sanguinaria de la historia chilena, cuyo único eje conductor es el derramamiento de sangre. Así, justo al año de la matanza, publica en el diario La Hora “Los asesinatos del Seguro Obrero”, que aparecería un año después como libro. El detonador de la escritura no es la reconstrucción periodística o la memoria histórica, sino el involucramiento personal por el simple hecho de compartir pasaporte con verdugos y masacrados: “Lo que publico, después de todo, lo escribí porque lo sentí bien mío, íntimo de mi existencia, hace un año, cuando fue hecho”.

Los asesinatos del Seguro Obrero podría competir sin problemas en el ocioso concurso de quién escribió primero una crónica de no ficción, por más que casi nadie haya leído el libro. No obstante, más que como probable ganador de una competencia adánica, lo interesante de la crónica es que, para recuperar el hecho histórico, no se recurre a una mera reconstrucción con tintes objetivistas, fruto de una obsesiva investigación. Droguett, a diferencia de Walsh y de Capote, considera que los recursos  de la literatura, de los episodios abiertamente ficcionales a los flujos de conciencia, son herramientas del realismo tan válidas como la recaudación de testimonios para recrear e incluso fijar un acontecimiento. De hecho, a pesar de su estilo particularísimo y de los visibles artificios literarios que se despliegan en la crónica, Droguett creía que su labor se había limitado a consignar la realidad, como lo aclara, en sus propios términos, en la nota que antecede a la obra:

Yo sólo recogí, a la manera mía de coger las cosas, esa sangre que corriera hace dos años por nuestra historia; no fue otra mi tarea, agacharme para recoger. Traté de trabajar entonces con las dos manos para no perder detalle ni hilo, para recoger toda la sangre, para construirla otra vez, y que corriera más abundante por los cauces de nuestra historia.

TAN NO CONSIDERABA su primer libro como una novela que, años después, Droguett publicó una con la misma temática, abiertamente ficcional: 60 muertos en la escalera (1953). Sobra decir que el camino inicial que intentó abrir no tuvo seguidores ni mayor influencia, pues hasta hoy se considera que, para establecer el pacto de veracidad, una crónica debe limitar sus recursos y esconder que, a final de cuentas y por más que le moleste, también es una mera reconstrucción literaria, inevitablemente personal y fanática de la confusión entre objetividad y verdad. El chileno, en cambio, creía que recuperar no era lo mismo que reconstruir, y que mostrar no debía limitarse a relatar: la esencia de un hecho, para él, no se compone de una sucesión de acciones y de la conjunción de distintos testimonios, sino que va más lejos. Al catalogar su ópera prima, para desesperación de los taxónomos literarios, Droguett afirma con elocuencia:

Así, pues, verdaderamente, esto no es un libro, no es un relato, un pedazo de la imaginación, es la sangre, toda la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua, la echo a correr por un lecho más duradero y más sonoro.

"El detonador de la escritura no es la reconstrucción periodística, sino el involucramiento personal por el hecho de compartir pasaporte con verdugos y masacrados".

FIEL A SU CONVICCIÓN de que la literatura debía partir de un hecho real para enfatizar y enriquecer su realidad, en 1960 Droguett publica Eloy, con la que queda finalista de la segunda edición del Premio Biblioteca Breve, que ganó el español García Hortelano. La novela tuvo cierta resonancia e incluso Ángel Rama, al reseñarla, comentó que merecía la victoria. No obstante, España aún no se rendía a la literatura latinoamericana, y habría que esperar a la quinta edición del premio para que un latinoamericano lo ganara (Vargas Llosa con La ciudad y los perros). Eloy recupera una historia verdadera, la persecución y ejecución de un bandolero, quien en sus últimos momentos rememora su vida en un largo monólogo interior. De nuevo, más que reconstruir la historia de la persecución, Droguett se centra en el fluir de la conciencia del personaje que agota, en párrafos larguísimos y líricos, cada suceso experimentado.

Nadie sabe para quién trabaja. La incorporación en Eloy de las técnicas narrativas de vanguardia creadas por Faulkner y Joyce, sumada a que el desconocido Droguett fue uno de los primeros escritores latinoamericanos en ser publicados en España y en varios países del continente (en México, Joaquín Mortiz publicó El compadre), vista a la postre, lo relegó, en el mejor de los casos, a ser otro precursor del boom. No hay duda de que el primer Vargas Llosa se vio influenciado por sus atmósferas sórdidas y por sus complejas estructuras, en las que se alternan narradores y tiempos, pero este mérito no consuela a nadie, y menos a Droguett. Para colmo, en 1965 publica la que según muchos es su novela más importante, Patas de perro, tan sólo dos años antes de que, salvo para unos elegidos, Cien años de soledad supusiera un borrón y cuenta nueva en la novela hispanoamericana.

Si en la novela de García Márquez los sucesos fantásticos emergen con naturalidad, como si formaran parte de la cotidianidad de América Latina, en la de Droguett sucede exactamente lo opuesto, y lo fantástico, en un contexto realista, acaba por ser absorbido por los aspectos más sombríos de la sociedad. La atmósfera en la que, en la novela del colombiano, nacen los niños con cola de cerdo  no deja de tener algo de festivo, de maravilloso, de fundacional, mientras que, en el caso del chileno, el niño que nace con patas de perro —premisa a partir de la cual se articula la novela— es sólo una excusa más para la exclusión. García Márquez festeja lo fantástico; por el contrario, Droguett, con ánimo de aguafiestas, lo sepulta con el peso de la realidad. Ya se sabe cuál de los dos planteamientos, el de la cola de cerdo o el de la pata de perro, tuvo más éxito.

Hasta nuestros días, el tema fantástico con intención explícitamente social, incluso de denuncia, constituye una rareza en la novela latinoamericana, y Droguett lo maneja con una precisión conmovedora. No es que Bobi, el niño protagonista de la novela, sea una figura deforme o un monstruo, simplemente es distinto; más aún, su silueta es elegante, su cuerpo es atlético,

y sus piernas eran un par de soberbias piernas de perro, robustas y orgullosas, enhiestas y casi fieras y en la cintura se juntaban de un modo tan natural que parecía que él había nacido de una generación muy antigua y refinada, de una maravillosa familia de seres  humanos con patas de perro.

Pero el simple hecho de ser diferente hace que su familia lo rechace y acabe por regalarlo, que el profesor se burle cruelmente de él en la escuela, que la policía lo acose y los comunistas lo busquen para mostrarlo como fenómeno de feria. La sociedad, no es ninguna sorpresa, no soporta nada que se aparte de la norma, y mucho menos cuando se trata de un pobre.

La novela va mucho más allá de ser un simple alegato contra la intolerancia. El narrador, un trasunto del propio Droguett, que no esconde su identificación con Bobi, lo adopta y es testigo de su metamorfosis. Al principio, Bobi se obstina en considerarse un ser humano y en integrarse con sus casi iguales —para lo cual tiene que anular su identidad—, pero los perros también lo rechazan. Conforme se atreve a ser más él, a ser, inquietantemente, lo que se suele calificar como más humano, se aleja más del hombre, va creando su propio camino hasta llegar a la fuga final, hasta sumarse a una manada de perros y poder vivir, al fin, en libertad, en los pasadizos más oscuros de la noche. Patas de perro, mediante una sintaxis quebrada, una serie de enumeraciones con afanes totalizadores, un estilo reiterativo que avanza en forma de espiral, largos monólogos y flujos de conciencia que oscilan entre la sordidez y el lirismo, es también y sobre todo una reivindicación de la vida marginal y de la oscuridad como estación última de una libertad heterodoxa que se gana a golpes:

¿Quieres que encienda la luz, Bobi? No hace falta, dijo, la luz separa a veces, por eso la gente es mala, porque está sumida la mayor parte del tiempo en ese líquido duro, brillante, resbaladizo, egoísta, perfectamente superficial y exterior que es la luz, por eso es malvada la gente, porque vive poco en la oscuridad, porque tiene miedo de permanecer en la oscuridad, porque no hay nada que ilumine tanto como ella, ni nada que nivele tanto ni que una tan férreamente.

LOS AÑOS POSTERIORES a la publicación de Patas de perro Droguett los aprovechó, con un talento innato y una vocación salvaje, para hacerse de enemigos. Tuvo todo para ser parte del boom, salvo las habilidades sociales de un Carlos Fuentes, el carisma de un Gabo o la tierna militancia de un Cortázar. Por ejemplo, cuando Nicanor Parra aceptó tomar un té con la señora Nixon en Washington, de camino a La Habana, Droguett publicó un poema en el que se burlaba del antipoeta: “Se vende Parra. Tratar con Nixon”. Parra no tardó en reaccionar y declaró que Droguett “como escritor era mediocre, y como persona, un hijo de puta”. Poco después, Droguett recibió el Premio Nacional de Literatura, que había ganado un año antes Parra. Al preguntarle qué se sentía ocupar el sillón donde el antipoeta se había sentado, el autor de Patas de perro se limitó a preguntar si lo habían desinfectado.

Tras el golpe de Pinochet, Droguett se exilió en Suiza, donde murió luego de más de veinte años de exilio y de un lento y cruel olvido. A pesar de que su estilo, con oraciones de página entera, no sea el idóneo para la sensibilidad tuitera contemporánea, no se le ha dejado de leer. Dentro y fuera de Chile tiene fieles seguidores, como Lina Meruane, Álvaro Bisama o Guillermo Fadanelli, quienes, sin mucha suerte, buscan rescatarlo para un público más amplio. Tampoco es tan malo que Droguett sea en la actualidad un escritor de culto, es decir, casi desconocido, pues así, al leerlo, uno tiene la sensación de ser su descubridor y cae en la tentación de corregir a Parra: como persona, quién sabe y qué importa cómo haya sido Droguett, pero como escritor era, en el mejor sentido del término, un hijo de puta de cuerpo entero.