Cumplí años y para celebrarlo mi esposa me tenía un regalo para el que habría de prepararme sin preguntar. Pese a que no me gustan las sorpresas, mantuve la compostura y no me impacienté por saber a dónde iríamos. El único dato que me dio es que manejaríamos unas seis horas y lo único que pregunté es qué ropa tendría que empacar. Fueron siete horas las que tardamos en llegar al primer destino, el hotel La Malanca en la Huasteca Potosina. Kilómetros antes de llegar adiviné el sitio al que me invitaba: Xilitla. Al registrarnos nos dieron las instrucciones, dignas de inspirar una nueva versión de la sinfonía Sorpresa de Haydn: pasarían por nosotros ¡a las tres de la mañana! porque antes visitaríamos el Sótano de las Golondrinas.
La primera vez que tuve noticias de Xilitla —Edward James, su jardín surrealista, sus esculturas, las pozas— fue gracias a un libro de Xavier Guzmán y Jaime Moreno Villarreal (La habitación interminable, UAM, 1986) publicado apenas dos años después de la muerte de James. Pero del sótano no tenía ninguna idea. Al principio dudamos y dijimos que lo que nos interesaba era el jardín de las pozas, pero no era negociable: solo había un itinerario que compartiríamos con un grupo de otras seis personas. Aunque un tanto escépticos, asentimos.
Valió mucho la desmañanada para conocer el Sótano de las Golondrinas —aunque en realidad se trata de vencejos—, así como bajar (y luego subir) quinientos ochenta y seis escalones. El sitio es una enorme sima de alrededor de medio kilómetro de profundidad. Allí habitan no sólo estas aves sino también una comunidad más pequeña de cotorros. Los pájaros comienzan a salir a gran velocidad cuando empieza el amanecer, primero una avanzada, luego varios grupos de loros y, una media hora después, un segundo contingente de más o menos un millón de vencejos que ascienden en remolino con asombrosa coordinación. Incluso se puede ver a algún halcón que aprovecha el momento para capturar un bocado. El espectáculo visual y auditivo rebasó las expectativas que teníamos del lugar.
"Aunque conocía por fotos el lugar y la historia de su excéntrico creador, estar allí es una experiencia muy distinta".
Aún faltaban dos horas y media para llegar a Xilitla, previo desayuno. Aunque conocía por fotos el lugar, así como la historia de su excéntrico, loco y maravilloso creador, Edward James, estar allí y recorrerlo en vivo es una experiencia muy distinta. En primer lugar la extensión del sitio es monumental: alrededor de cuarenta hectáreas, aunque en sólo unas cuantas se hallan las esculturas y construcciones. Cuando compró el predio lo hizo para establecer allí un orquideario, pero diez años después, en 1962, una helada acabó con sus plantas. A partir de entonces y hasta su muerte en 1984, James se dedicó a construir esas piezas escultóricas y edificaciones: escaleras que no llevan a ningún sitio, puertas que no se abren, trabes que no funcionan como tales, una tina grande en la que se bañaba con peces, una columna que es una copa de vino invertida, piezas que simbolizan varias religiones. No digo más porque una descripción detallada se encuentra en muchas páginas de internet y existe una bibliografía amplia al respecto.
Traté de ver a Edward James ideando qué más hacer con la extensión de su propiedad —y su inmensa fortuna—: lo imaginé en ese laberinto dándole de comer a sus venados, lavándose las manos a la menor oportunidad por una microbofobia que lo hacía envolverse en papel higiénico y ser transportado por sus trabajadores montado en una silla, dando instrucciones para construir algo inexplicable.
Hace años presenté una novela de Augusto Cruz, Londres después de la media noche (Océano, 2012): cuenta el rescate de la película perdida del mismo nombre. Después de intrigas que involucran a un coleccionista, el director del FBI y el asesino de Kennedy, la novela termina con el descubrimiento de que el film está en poder de James. Tenía un lugar especial en su Xilitla para exhibir películas a sus empleados. Ficción con alas vencejas de gran probabilidad.