Bien puede aventurarse que las tres obras narrativas más importantes de América Latina son, en orden de aparición, Ficciones (1944), Pedro Páramo (1955) y Cien años de soledad (1967). Importante, claro está, es un adjetivo tramposo y puede significar casi cualquier cosa. Pero si entendemos importancia como la afortunada combinación de calidad, influencia y difusión, entonces la trampa se acerca a la justicia.
Aunque pueda parecerlo, el objetivo de este texto no es repartir medallas —ni falta que les hace a estos tres libros—, ni dar tres puñetazos en la mesa, ni convencer a nadie de que Borges no es un escritor frío, de que Rulfo escribió él solo sus libros o de que García Márquez es un gran prosista; allá cada quien con sus supersticiones y esnobismos. Simplemente, estas reflexiones surgen al constatar la coincidencia de que las tres obras mencionadas, antes de quedar fijadas en libros, se publicaron de modo fragmentario en revistas literarias, con distintos fines.
[caption id="attachment_890720" align="alignright" width="267"] La primera edición, 1944. Fuente: liberlibro.com[/caption]
Leer, hoy, un fragmento de Los murmullos antes de que fuera Pedro Páramo, o de Cien años de soledad antes de que fuera Cien años de soledad, además de resultar fascinante, nos obliga a plantearnos ciertas preguntas (por ejemplo: ¿existirían estas obras tal y como las conocemos sin esos adelantos?, ¿cómo la publicación en revistas condicionó los procesos de escritura?, ¿la historia de la literatura puede seguir siendo una historia de libros y reducir a las revistas a un mero pie de página?). También nos obliga a confirmar la noción borgeana de que, si bien el genio es sin duda individual, el ejercicio de la literatura es felizmente colectivo.
Es imposible concebir a la literatura latinoamericana sin las revistas literarias. Las hay fugaces, a tal punto de que imprimir el segundo número es síntoma de longevidad, y también las hay moribundas por décadas. Algunas veces son proyectos acabados, auténticas creaciones colectivas que no sólo reflejan el aire de una época, sino que la gestan y la determinan; otras veces no son más que la frustración impresa de un grupo de amigos reunidos por el hecho de no poder publicar un libro.
Su circulación puede ser secreta, casi invisible, o bien pueden vender miles de ejemplares. En todo caso, es un hecho que las ensoñaciones y pesadillas modernistas no hubieran adoptado su forma de no ser por la mexicana Azul o por la parisina Mundial Magazine, dirigidas, respectivamente, por Gutiérrez Nájera y por Darío, y que los desplantes vanguardistas no se hubieran escuchado sin las porteñas Proa o Martín Fierro.
Y es que el poder creativo de las revistas es impredecible, y en ellas es posible inventarse un viaje a Japón y vanagloriarse de él toda la vida, como Tablada hizo en la Revista Moderna, o sacarse de la manga un movimiento como el infrarrealismo, cuyos orígenes se hallan en una pila de revistas mordisqueada por las ratas en el rincón más oscuro de una librería de Donceles. Los ejemplos son innumerables y, de hecho, se multiplican, pues los textos publicados, con el correr de los años, dicen todavía lo que entonces dijeron, y además cuentan la historia de la literatura que, programática o involuntariamente, estaban construyendo y destruyendo. Tal es el caso, pues, de las tres espléndidas obras mencionadas en la introducción de este escrito, cuya historia puede leerse, casi como un mito fundacional, en una docena de viejas revistas literarias.
"Borges publica sus cuentos disfrazados de ensayos (o viceversa), aprovechando este fecundo desorden genérico y burlándose de la pedantería de sus vecinos textuales".
UNA VENTANA ABIERTA
En el origen de Ficciones hay una ventana abierta, un editor inquieto y muchas ganas de joder.
En la Navidad de 1938, al subir las escaleras de su edificio, Borges no vio la hoja abierta de una ventana y se descalabró. El golpe, la caída y la infección lo tuvieron al borde de la muerte, y pasó un par de semanas en el hospital. Al recuperar el sentido, temió, según él mismo cuenta, “por su integridad mental”. Cuando constata que comprende lo que le leen, llora de emoción; no obstante, aún perdura el miedo de ya no poder escribir. Decide, entonces, escribir algo que nunca había intentado; así, en caso de fracasar, la frustración sería menor. Por extraño que parezca, Borges empieza a escribir cuentos fantásticos para demostrarse que no ha perdido la razón.
[caption id="attachment_890715" align="alignnone" width="945"] Autorretrato de Juan Rulfo en Tepoztlán, Morelos, mayo de 1955. Fuente: Alberto Vital, Noticias sobre Juan Rulfo, RM, España, 2017.[/caption]
Unos meses antes de que a un imprudente se le ocurriera dejar abierta la ventana más ventilada de la literatura latinoamericana, José Bianco se había convertido en el secretario de redacción de Sur. Para entonces, a siete años de su fundación, la revista ya era conocida por su espíritu aristocrático, su elitismo intelectual y su endogamia; para dar una idea más clara de esto, basta leer la sección de libros del número 44 (agosto de 1938), ya con Bianco como secretario de redacción. En ella aparece la reseña de dos libros publicados, precisamente, por la editorial de la revista. La endogamia queda al descubierto, pero qué más da si los dos libros reseñados eran La amortajada y Nostalgia de la muerte, y los reseñadores, Borges y Paz.
Hasta entonces, la revista publicaba sobre todo ensayos de actualidad y literarios, y algunas crónicas históricas; de hecho, las colaboraciones de Borges se habían limitado a pequeños ensayos y reseñas, muchas veces confinados a la sección de notas, firmadas sólo con sus iniciales. Al asumir el cargo, según cuenta Bianco en Ficción y reflexión, se propuso dar un giro a la revista y publicar
más literatura de imaginación, que aparecieran cuentos que trataran de evocar la realidad y no se contentaran con describirla, que fueran, en suma, más allá de la mera verosimilitud sin invención.
[caption id="attachment_890718" align="alignleft" width="224"] Segunda edición en el FCE. Fuente: elindependientedehidalgo[/caption]
Bianco, sin embargo, no divide la revista en secciones, y los cuentos empiezan a colarse entre los ensayos sin ninguna marca paratextual que los distinga. Es en este contexto que Borges publica sus cuentos disfrazados de ensayos (o viceversa), aprovechando este fecundo desorden genérico y burlándose muchas veces de la pedantería de sus vecinos textuales y de las ínfulas europeizantes tanto de la revista como de Victoria Ocampo, su directora.
El juego resulta tan eficaz que incluso, muchos años después, como señala la estudiosa Nora Pasternac, cuando se publicaron los índices de la revista, al menos cuatro cuentos que están incluidos en Ficciones seguían catalogados como ensayos.
El primer cuento que Borges escribió tras el accidente fue “Pierre Menard, autor del Quijote”. Bianco recuerda que Borges estaba
tan preocupado por el texto que acababa de entregarme [...] que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le dije la verdad: “Nunca había leído nada semejante”, y me apresuré a publicarlo, encabezando el número 56 de Sur.
A “Pierre Menard” siguieron casi todos los cuentos que primero formaron el pequeño volumen de El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y, después, añadiendo a éste otro puñado de cuentos, Ficciones (1944); ambos —no podía ser de otra manera—, publicados en el sello Sur.
La mayor parte de ellos, de “Las ruinas circulares” a “El milagro secreto”, no presentan mayores diferencias entre la versión de la revista y la definitiva. En cambio, otros como “La biblioteca de Babel” aparecieron en Sur como un simple boceto, con el título de “La biblioteca total”. El caso de “Funes, el memorioso”, cuya primera versión como cuento se publicó en La Nación, es llamativo, pues en el epitafio que en Sur dedica a Joyce, Borges empieza con un resumen del todavía inexistente cuento en el que Funes “tiene sangre y silencio de indio”, “es increíblemente haragán” y cuya “vida incomunicable ha sido la más rica del universo”:
Entre las obras que no he escrito ni escribiré (pero que de alguna manera me justifican, siquiera misteriosa y rudimental) hay un relato de unas ocho o diez páginas cuyo profuso borrador se titula “Funes el memorioso” y que en otras versiones más castigadas se llama “Ireneo Funes”.
A la par que se publicaban estos extraños textos que Borges decidió rotular llanamente como ficciones, en Sur se desarrollaba una polémica soterrada sobre el género fantástico. Enrique González Lanuza, por esos años el poeta más fiel de la revista, reseñó las dos grandes novedades fantásticas de 1940: La invención de Morel y la Antología de la literatura fantástica. Sobre la primera escribió que “el libro de Bioy Casares [...] tiene en nuestra producción literaria toda la gracia de un domingo, de un día de fiesta dedicado al libre juego del ocio”, y sobre el segundo, que “cuando uno lee poemas o prosa impecable, piensa inmediatamente ‘son trozos de antología’, y luego, al verlos en una antología, se siente en cierta medida defraudado”. Para ser justos, González Lanuza era generoso en elogios con ambos textos, pero al tratarse de literatura fantástica, no los dejaba de considerar como pasatiempos sin mayor trascendencia.
"Diez años después, al norte del continente, Juan Rulfo emprendía su propia batalla —menos estridente, más individual— contra el realismo mexicano. Con El Llano en llamas ya publicado gozaba de un prestigio minoritario".
Opuesta, previsiblemente, es la postura de Bioy Casares al reseñar El jardín de senderos que se bifurcan, en Sur (número 92, mayo de 1942). Es un texto que se convierte en una de las primeras grandes defensas del fantástico rioplatense y que fija en buena medida la forma en que desde entonces se leerá a su amigo. Bioy afirma categórico que
Borges, como los filósofos de Tlön, ha descubierto las posibilidades literarias de la metafísica [...]. La literatura, sin embargo, sigue dedicada a un público absorto en la mera realidad; a multiplicarle su compartido mundo de acciones y de pasiones. Pero las necesidades suelen sentirse retrospectivamente, cuando existe lo que ha de satisfacerlas. El jardín de senderos que se bifurcan crea y satisface la necesidad de una literatura de la literatura y del pensamiento.
[caption id="attachment_890717" align="alignright" width="207"] Primera edición argentina, Editorial Sudamericana, 1967. Fuente: posta.com.mx[/caption]
Con todo y que la nueva literatura comenzaba a imponerse contra el realismo, Borges perdió la primera batalla oficial al no concedérsele a El jardín... el Premio Nacional de Literatura, lo que dio pie a un número especial de Sur, “Desagravio a Borges”, en el que varios colaboradores, unos más sinceros que otros, le declaraban su admiración. Finalmente, Ficciones sí cosecharía el Gran Premio de Honor, y las palabras de agradecimiento de Borges fueron publicadas por la revista (julio de 1945), en lo que también puede verse como la victoria definitiva de la literatura de género fantástico:
Me alegra que la obra destacada por el primer dictamen de la Sociedad de Escritores sea una obra fantástica. Hay quienes juzgan que la literatura fantástica es un género lateral; sé que es el más antiguo, sé que, bajo cualquier latitud, la cosmogonía y la mitología son anteriores a la novela de costumbres. Cabe sospechar que la realidad no pertenece a ningún género literario; juzgar que nuestra vida es una novela es tan aventurado como juzgar que es un colofón o un acróstico. Sueños y símbolos e imágenes atraviesan el día; un desorden de mundos imaginarios confluye sin cesar en el mundo; nuestra propia niñez es indescifrable como Persépolis o Uxmal.
UN MONTÓN DE PIEDRAS EN TUXCACUEXCO
Diez años después, al norte del continente, Juan Rulfo emprendía su propia batalla —menos estridente, más individual— contra el realismo mexicano. Con El Llano en llamas ya publicado, gozaba de un prestigio minoritario, suficiente para no tener que pagar por publicar sus cuentos en la revista jalisciense Pan o para depender de la generosidad de Efrén Hernández, quien le había abierto las puertas de la injustamente olvidada revista América.
Así, en marzo de 1954, en el primer número de Letras Patrias, revista dependiente del INBA, se publica un contradictorio texto titulado escuetamente “Un cuento”, que se anuncia como un “fragmento de la novela en preparación Una estrella junto a la luna” y que empieza de la siguiente manera: “Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. El contraste con el ya legendario “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” es notorio. En el primer caso, el narrador se ubica fuera de ese tiempo y de ese espacio, rememora hechos pasados, casi diríamos que a salvo, casi diríamos que en la realidad, lo que se enfatiza con el remate de ese primer fragmento: “Por eso fui a Tuxcacuexco” (en la primera versión), a diferencia de “Por eso vine a Comala” (en la versión final). En el inicio definitivo, muy al contrario, el narrador sigue inmerso en ese universo de sueños, de ilusiones, y desde la primera oración queda claro que, por el motivo que sea, no ha podido o no ha querido salir de allí. Aunque ambos estén en pretérito, en el caso de Tuxcacuexco (“allá”), lo que haya pasado ya pasó, mientras que en el de Comala (“acá”) sigue pasando.
A este cambio de perspectiva trascendental, que de hecho marcará en la novela la diferencia entre el tiempo terrenal y el tiempo mítico, hay que sumar la sustitución de topónimos. La distancia entre Tuxcacuesco (nombre original del pueblo) y Comala, que según Google Maps es de 60 km, según académicos como Alberto Vital marca el tránsito de la novela más referencial a la imaginativa. Está también el asunto de la eufonía, pues Comala es dulce, mientras que pronunciar la palabra Tuxcacuexco demanda un pequeño ejercicio fonético y mnemotécnico. No obstante, es posible que la clave del cambio de nombre se encuentre en el mismo número de Letras Patrias.
[caption id="attachment_890716" align="alignnone" width="696"] Gabriel García Márquez en Lima, Perú, 1967. Fuente: elcomercio.pe[/caption]
Al final de la revista, Alí Chumacero hace un repaso de “Las letras mexicanas en 1953”, en el que brinda un generoso espacio al flamante libro de cuentos de Rulfo. Chumacero es elogioso (“Desde hace una decena de años [...] no había aparecido en México un tomo de la magnitud de El Llano en llamas”), aunque nunca logró alabar a Rulfo sin hacerle algún reproche: “Su expresión literaria —a veces demasiado sujeta por los vocablos populares y, en consecuencia, a un paso de lo folclórico— es connatural a la sencillez de su espíritu”. Al margen de las conversaciones que Chumacero y Rulfo hayan tenido (el primero era editor del segundo), es un hecho que Rulfo leyó esta crítica, y probablemente haya influido en la elección del topónimo.
Además, en lo que puede verse como un apoyo crítico al proyecto que se presentaba, Chumacero habla del futuro de Rulfo y, con cierta trampa, pues quizá ya conocía bastante de la novela en marcha, profetiza:
cifremos nuestras esperanzas en que el inicial acierto contribuya a que [Rulfo] ensaye obra de mayor amplitud escénica y mayor complejidad. Porque ya sabemos de qué manera se encuentra dotado y con qué furia es capaz de levantar el velo a un universo simple y señoreado de confusión espiritual.
Para juzgar la revolución que significaba la literatura de Rulfo en las letras mexicanas, vale la pena hojear ese número de la revista Letras Patrias, cuyo título ya da una idea de sus limitadas inquietudes cosmopolitas y amplitud de miras, lo que la ubica en las antípodas de Sur. Mientras que los cuentos de Borges se publicaban junto a narraciones de Faulkner o ensayos sobre Joyce, el texto de Rulfo comparte espacio con una sección monográfica sobre Díaz Mirón —no exactamente un poeta vanguardista—, que incluía textos como “El verso heterotónico de Salvador Díaz Mirón”, de Méndez Plancarte, o con un discurso de Julio Torri, en el que afirma que “de las varias funciones de la Academia de la Lengua, ninguna tan importante como la de mantener sin hibridismos ni impurezas el caudal de nuestro idioma”.
No cabe duda de que Rulfo no contó con una plataforma intelectual como la de Borges, en la que escritores y editores compartieran sus posturas estéticas. No obstante, como una compensación burocrática, sí gozó de un apoyo institucional inexistente para el argentino: Pedro Páramo fue escrito con una beca del Centro Mexicano de Escritores y dos de sus tres adelantos se publicaron en revistas gubernamentales. (Aunque las revistas no puedan consultarse en línea, el libro Pedro Páramo en 1954 incluye una versión facsimilar de los tres adelantos, además de interesantes estudios críticos).
Las otras dos revistas que ese mismo año, en junio y en septiembre, publicaron fragmentos de Los murmullos, como ambas titulan a la novela en marcha, son Universidad de México y Dintel. Esta última publica el final de la novela y lo titula “Comala”, nombre que llegaría para quedarse. Los fragmentos son muy parecidos a las versiones finales, por más que haya algunos cambios significativos de nombre en algunos personajes secundarios. La diferencia más notoria es que en Dintel no aparece el último párrafo de la novela, con su memorable cierre: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.
"Jugó a favor de García Márquez el hecho de que existieran redes intelectuales en América Latina que establecieron un verdadero diálogo y cultivaron un público lector que experimentaba curiosidad por la región".
PRIMERA NOVELA LATINOAMERICANA
Si tuvieron que transcurrir varios años o décadas para que Ficciones y Pedro Páramo fueran leídos a lo largo de toda América Latina, el caso de Cien años de soledad es muy distinto. El proceso de escritura y publicación de la novela ha sido muy mitificado, con historias que son mitad verdad y mitad mentira, como aquélla según la cual García Márquez tuvo que enviarle el manuscrito de la novela a su editor en tandas porque no tenía dinero para el correo, o que la primera edición se agotó en horas. Pese a todo, el éxito inmediato del que gozó la novela, sin casos equiparables antes o después, es de por sí lo suficientemente espectacular como para condimentarlo con leyendas. Más bien, habría que preguntarse (y muchos lo han hecho) qué factores convergieron para hacerlo posible, y uno de ellos, esencial, tuvo lugar en las revistas literarias.
Ni siquiera el propio García Márquez previó el éxito que lo aguardaba, si bien se preocupó por hacer todo lo que estuviera en sus manos para lograrlo. A decir verdad, sus recursos no eran muchos, pero jugó a su favor el hecho de que, por primera vez desde el modernismo, existieran redes intelectuales en América Latina que establecieron un verdadero diálogo y cultivaron un público lector que experimentaba curiosidad por la región, ya sea para adherirse a la Revolución cubana o para combatirla. Política y literatura iban de la mano, y parecía que el triunfador de la Guerra Fría, más que en el campo de batalla, iba a vencer gracias a la antología definitiva del cuento latinoamericano.
Como sea, de modo desquiciado o refinado, la CIA, a través de sus fundaciones culturales y con el fin de contrarrestar la influencia de la revista cubana Casa de las Américas, impulsó la publicación de una revista cultural latinoamericana y le ofreció dirigirla al crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Éste aceptó, con la condición de que la revista se hiciera desde París pues, de afincarse en un país latinoamericano, el provincianismo sería inevitable. De esta forma surgió Mundo Nuevo, la revista que creó el boom en julio de 1966, en cuyo primer número, en una extensísima entrevista, Carlos Fuentes —quien ya se refiere a Vargas Llosa, Cortázar, Donoso, García Márquez y a él mismo (entre otros) como un grupo— le cuenta a Rodríguez Monegal:
Fíjate, acabo de leer la primeras 75 cuartillas de Cien años de soledad, el work in progress del novelista colombiano Gabriel García Márquez. Son absolutamente magistrales.
En el siguiente número de la revista, y luego en el noveno, se publican adelantos de la novela en marcha del colombiano, que serían distribuidos, aprovechando los recursos de la CIA, a veintidós países.
A estos dos avances hay que sumar los que se publicaron en El Espectador de Bogotá, en la mexicana Diálogos, en la colombiana Eco, en la peruana Amaru y, una semana antes de la publicación del libro, en mayo de 1967, en Primera Plana de Buenos Aires, cuyo tiraje era de 60 mil ejemplares. Como él mismo reconoció, García Márquez utilizó estos adelantos para evaluar la reacción de los lectores, de ahí que hubiera elegido algunos de los capítulos más delicados o difíciles. Además, en buena medida por el consejo de amigos que leyeron dichos fragmentos, las diferencias entre las versiones primerizas y las definitivas se cuentan por docenas.
Pero más allá del proceso de corrección, compartido por Borges y sobre todo por Rulfo, lo que distingue a la estrategia de García Márquez consiste en aprovechar las revistas para anunciar su novela en el continente entero. Este gesto no debe verse como una burda operación de mercadotecnia, sino como una acción literaria de tremenda ambición: en el fondo, guiado por Rodríguez Monegal, García Márquez, el colombiano que escribió su novela en México y la publicó en Argentina, estaba creando la comunidad lectora que su novela exigía. Y lo consiguió.
En suma, Ficciones, Pedro Páramo y Cien años de soledad no existirían, al menos tal y como las conocemos, sin los adelantos que se publicaron en revistas. Ya sea como campos de experimentación, espacios de polémicas, soportes de trabajos en marcha, vehículos de divulgación, territorios críticos o medios de formación de lectores, la existencia de estas revistas posibilitó la escritura, difusión y recepción de tres obras torales de nuestras letras. Y, por increíble que parezca, los tres procesos ocurrieron de forma simultánea.