EN LOS OJOS de Ramón se dibuja el gozo. Los abre grandes, grandes. Se imagina el aroma de la carne blanca del pescado cocinada al fuego con ajo y un poco de albahaca. Las tripas del hombre reaccionan y comienzan a moverse. Saca la lengua y la pasea por los labios. No se da cuenta pero recoge restos anaranjados de los Cheetos que comió hace apenas media hora.
El teporocho imagina una trucha entre sus manos. La sostiene, nota el peso porque sus músculos se tensan un poco. No hay nada más que antojo. Su mente juega con él. Le dice que si la puede imaginar entonces es real; que el olor a excremento, orines y podredumbre de sus manos es el aroma de su comida preferida: el fish, como él le llama. Así que se lleva las manos a la cara, abre la boca y da una mordida al viento. Grande, con ganas, de ésas que hacen que uno se atragante. Y le comienza el hipo.
Vuelve en sí, a su montón de colchonetas y cobija viejas y sucias, que en las noches es como una cama y en el día una especie de puff raído y maloliente. También funciona como alacena porque ahí guarda la comida que recolecta. Da un trago a su vaso que contiene un poco del destilado de caña con sabor a coco y refresco de naranja. Le gusta porque no le raspa la garganta pero, ¡ah!, cómo emborracha. Apenas la semana pasada alguien le dio unos filetitos fritos, de esos del tianguis, rebosados, tan bien hechos que hasta parecía que los habían enrollado para regalo.
—¡Ay, corazón!, ahora sí te rayaste —dijo una de las barrenderas de la colonia. A fuerza de verse diario ya se hicieron amigos.
Ramón entonó su mejor acento jarocho para hacer mofa de los veracruzanos, pero la borrachera permanente hace que sus palabras siempre se arrastren.
—Es una truchita. Un platillo exquisitamente delicioso —y no dejaba de poner salsa Valentina a los filetes.
De su montón de trapos mugrosos, Ramón saca una bolsa grande con Cheetos para quitarse el antojo. Hubiera preferido unos ostiones sazonados con limón y vinagre; o los camarones con cabeza, peladitos, cocidos sólo con limón y una salsa de chile habanero, como la que le enseñó a hacer su exesposa, quien le aprendió a su mamá, una indígena cora de la sierra nayarita.
El hombre mete la mano cubierta por unos guantes negros que dejan expuestas sus uñas cortas bordeadas de tierra y mugre —cuando la borrachera se le baja y no consigue alcohol, la ansiedad y los temblores provocan que se lleve las manos a la boca y se coma la punta de sus dedos—. Toma una de esas frituras anaranjadas y la come. Mastica lento, sin prisa. Ramón me mira, estira la bolsa.
—¿Quieres, mi carnal? —me dice.
—¿NO TIENES ALGO MÁS en tu guardadito? —pregunta a Ramón otro teporocho del barrio.
Ramón vuelve a sus trapos. Encima deja los Cheetos y hurga en una caja de cereal. Ahí, en lugar de hojuelas de maíz, almacena una botellita de agua oxigenada para curarse alguna herida, un paquete de cacahuates japoneses y una botella de coca-cola donde guarda la leche que consiguió en la Liconsa del barrio. Pero encuentra grumos en el líquido, el calor echó a perder el lácteo.
De una bolsa amarilla colocada en el piso, Ramón extrae un plato desechable que tiene envuelto en plástico un revoltijo de chicharrón, caldo de jitomate y chile. Todo frío. La grasa ya está sólida y se pega a la bolsa. El hombre mete la mano y prensa un poco del cuero de cerdo remojado en la salsa roja y unos tacos de hongos y verduras con tortilla de harina de trigo, de la que le gusta.
—Mira, aquí tengo unos taquitos de ayer.
—Gracias, mi carnal.
—No hay pedo. Yo guardo algo de comida porque, como siempre digo: vamos a comer, porque primero lo que deja y luego lo que apendeja.
Y los dos hombres sueltan una sonora carcajada.
Ramón se sienta a mi lado, prende su cigarro de marihuana.
—Ayer me puse al talón, cabrón. La gente es chida, me trae de comer, pero eso que tengo nada más me aguanta para hoy. Ve, del dinero que me dieron me alcanzó para comprar mi alcohol y un refresquito.
"Doña Ana pagó los gastos mientras estuvo en el hospital, y para no tener problemas con la policía, porque el hombre cayó dentro de su negocio, decidió indemnizarlo con comida".
Ramón saca de sus trapos tres vasos y sirve destilado de caña. Casi los llena, pero ya tiene medido el asunto. Les agrega apenas un chorrito del refresco de naranja. Me ofrece uno. El otro es para el teporocho que llegó.
—Toma. Ni modo que te bajes los tacos a brincos. Salud.
Los hombres beben un trago del brebaje que emana un empalagoso aroma a coco. Les gusta porque no tiene el sabor fuerte del alcohol. Pero de que pega, pega. Ellos y sus años de adicción al destilado son la prueba.
De otra bolsa, Ramón saca un envoltorio de papel. Contiene restos de churros. El aroma a recién hechos y la textura crujiente se han ido. Están aplastados y húmedos, con el azúcar amontonada y tienen un tono de madera vieja. Pero a Ramón eso no le importa. Le da una mordida y el azúcar queda colgada en bigote y barba. Cierra los ojos y mastica. Sus labios extienden una expresión de placer. El dulce hace fiesta en su boca. Se acuerda —me dice— de los que hacía su mamá cuando era adolescente. Se acuerda hasta del café que preparaba con el grano que les mandaban desde Veracruz. Extraña a su mamá.
RAMÓN TIENE SESENTA AÑOS. Quizá sean menos, pero los más de veinte que lleva malviviendo en la calle lo hacen ver mayor. Flaco, alto como un jugador de basquetbol, barba y cabellos grises y grasosos. Apoya su peso en un bastón de aluminio que él mismo reforzó con dos bastones de madera —como los que usan los danzantes michoacanos en la Danza de los Viejitos—, amarrados con listones y retazos de tela de colores.
Hace tres años iba todas las mañanas a la fonda del barrio a ayudarle a doña Ana, la dueña del negocio. El teporocho hacía el aseo, afuera y dentro del local, así como los mandados: iba a traer cajas de huevo al mercado o traía pechugas, piernas y muslos de la pollería de don Cuco. Luego de las labores, la señora le pagaba con comida y quince pesos, que luego subió a veinte. Con ese dinero le alcanzaba para su botellita de alcohol. Hasta el día del accidente.
Lavando el piso del comedor, la suela de su zapato encontró la mitad de un limón y voló. Se fue hacia atrás, cayó de sentón. Se dislocó un disco de la columna vertebral. Lo operaron pero no quedó igual. Lloraba del dolor, sus lágrimas buscaban camino en las arrugas de su rostro. Ahora, tres años después, todavía le duele, aunque más leve. Le quedó la cadera chueca y una pierna más corta —se le nota en las rodillas—. Cojea, por eso usa su bastón reforzado.
Doña Ana pagó los gastos mientras estuvo en el hospital, y para no tener problemas con la policía, porque el hombre cayó dentro de su negocio, decidió indemnizarlo con comida. Así que Ramón va por ahí todos los días, a las dos o tres de la tarde. Nunca entra a la fonda. Se queda afuera esperando el momento en que doña Ana o alguna mesera voltee y lo vea.
—A ver, Lupe, atiende a Ramón.
—¿Qué vas a querer, mi cuate?
Pide papas con chorizo. Lupe sirve el guiso en un plato desechable acompañado con frijoles, “balas”, como él les llama, porque le provocan sonoras flatulencias.
—Regáleme una gorda y una flaca, por favor.
Lupe le da dos tortillas de maíz, las justas para acompañar el guisado. Porque eso sí, muy teporocho pero a Ramón no le gusta comer mucha tortilla. No quiere estar gordo. Y si regala los alimentos que a él le dieron el día anterior es porque le gusta alimentarse con comida caliente, porque con la comida fría su estómago le repela y protesta con diarrea.
—¡AY, PINCHE MOTITA, cómo me late! Y también el alcohol —dijo un día que nos cruzamos por el camino.
Ese gusto por la mariguana y el destilado de caña con sabor a coco también lo condujo a un anexo. Me cuenta que una tarde su hermano, un arquitecto que niega su parentesco con Ramón, lo recogió de la calle. Les dijo a sus amigos que hacía un acto de caridad y lo llevó a uno de esos centros que dicen rehabilitar a los alcohólicos y drogadictos, allá en el Ajusco. Ramón iba por tres meses y se quedó cuatro años.
Al principio le costó trabajo. Su cuerpo pedía un poco de alcohol. No dejaba de temblar, el corazón latía tan fuerte y rápido que por su mente pasaba la idea de que moriría. Ese pensamiento lo espantaba y se llevaba las manos a la boca. Así comenzó a comerse las uñas. En ocasiones el padrino del anexo ordenaba que le aventaran agua fría para tranquilizarlo.
Poco a poco Ramón calmó sus ansias de beber. No tenía que mendigar comida y podía dormir en un colchón viejo, que siempre es mejor que el suelo. Después le asignaron tareas como barrer los pasillos, lavar el patio, ayudar en la cocina y apoyar a los nuevos anexados. Podía irse cuando quisiera, pero se sentía cómodo ahí. Aunque no se le olvidaban las cubetadas de agua fría.
En ocasiones subía a tribuna a platicar su experiencia. Ahí aprovechaba la regla no escrita de que “en tribuna todo se vale”, así que lanzaba injurias contra su hermano, el anexo, el padrino y su orden de mojarlo para que se le quitara lo borracho y mariguano.
—¡Ah! Qué bromista, el Ramón —afirmaba el padrino entre carcajadas.
Los internos se miraban y se preguntaban por qué le permitían a ese sujeto mandar al diablo a todos. El dinero del hermano de Ramón suavizaba cualquier injuria.
Los nuevos internos comenzaron a llamar padrino a Ramón. Él contestaba con furia que él no tenía ahijados. Pero el mote se le quedó.
Un día se sintió harto del encierro y de la gente que llegaba al anexo. Sin pensarlo mucho les dijo:
—Compañeros, ¿ven tele? pues ahí se ven. Yo no soy padrino ni la chingada.
Se fue como llegó: sólo con la ropa que traía puesta.
De regreso al Centro, los habitantes del barrio y los otros teporochos no lo reconocieron. Sólo hasta verlo de frente se dieron cuenta de quién era ese hombre que se les aproximaba con ropas limpias, olor a lavanda, cara rasurada y cabello engominado.
—¡No mames! ¡Ese Ramón!
—Me fui un rato, pero ya. Chingue a su madre, estoy de vuelta.
—Ese Ramón, échate un pegue con nosotros.
—Órale. A ver, tú trae uno de coco.
Cuando el amigo regresó, Ramón abrió la botella y les sirvió a todos.
—Pero el que lo tiene lo goza.
—No, yo no quiero alcohol. Ése lo compré para ustedes.
Así pasó tres meses. El grupo tomaba aguardiente y él bebía refresco. Fichaba, como se dice entre los bebedores. Eso sí, él veía cómo conseguir la botella.
La convivencia diaria con otros teporochos, además del duro trato de la calle, fueron más fuertes que su voluntad. Un día compró un aguardiente y se bebió una. La sirvió bien, la pintó con un poco de refresco y para adentro. Exclamó ese ¡ah! apagado que indica que satisfizo el gusto. No hubo retorno. De un trago bebió el resto de la botellita de a cuarto.
—¡No mames! ¡Está bien chingón! A ver, tú, tráete los cigarros; tú, saca la mota.
[caption id="attachment_894621" align="alignnone" width="696"] Foto: Orlando Stuwe / flickriver.com[/caption]
LO PRIMERO QUE HACE Ramón al despertar, por ahí de las seis de la mañana, es recoger, o más bien amontonar sus colchonetas y cobijas. Luego camina por el callejón, orina una de las paredes traseras del templo colonial del siglo XVIII que existe en el barrio; bebe un poco de aguardiente sabor coco para curarse la resaca, fuma un toque de mariguana y un cigarro.
Pero antes de todo le da gracias al Jefe, como le llama a quien cree que dirige el destino. Se santigua ante la cruz que corona el campanario de la iglesia colonial. Luego mira al cielo y se vuelve a santiguar, porque de niño le enseñaron que allá vive el Jefe, al que imagina sentado ante su computadora. Si él quiere, ¡pac!, golpea su teclado con su dedo y hasta aquí le tocó, a él o a cualquiera. Ahí no hay fallas. Ni presidentes, ni Carlos Slim ni nadie se salva.
Después desayuna, sentado en su puff de trapos viejos. A veces pueden ser tacos fríos, otras unos cacahuates o un pan dulce que pidió a algún caminante el día anterior.
Hoy, por ejemplo, tiene una naranja y una barra grande de amaranto que le regaló una chica que esperaba el metrobús. Los ojos de Ramón se enrojecen cuando muerde la fruta. Recuerda entonces las palabras sinceras que le ofreció a la mujer a cambio de la comida.
—Esto te lo voy a pagar a ti y a toda la gente que me ayuda. ¿Sabes cómo? Con una oración, de todo corazón. Por ésta. Es lo único que puedo hacer.
Ramón trata de aguantar la lágrima pero ésta escapa. Jala con fuerza la sustancia viscosa que se ha acumulado en su nariz. Pasa el guante mugroso por su cara y la seca. Se levanta y va al encuentro de la barrendera que comienza su turno. Ramón la intercepta y la saluda.
Ya no llora más.