Afirmar que Serotonina está escrita por un Houellebecq agotado no deja de ser un reproche redundante: es como afirmar que cierto texto está escrito por un Lowry muy borracho o por un Bernhard particularmente malhumorado. Lejos de ocultar este agotamiento, Houellebecq se regodea en él y lo enfatiza mediante una puntuación no normativa, una estructura descuidada, escenas inconexas y poca verosimilitud, en una novela en la que, de hecho, pareciera no pasar nada. El protagonista de Plataforma —como es habitual en su obra, un cuarentón blanco heterosexual, sin hijos ni padres, con las necesidades económicas satisfechas, razonablemente exitoso (o fracasado, da lo mismo)— tenía aún el ánimo para marchar a Cuba persiguiendo la felicidad prometida por el turismo sexual. En cambio aquí su afán aventurero apenas le alcanza para buscar en París, ciudad en la que vive, un hotel donde se pueda fumar en las habitaciones. Lo encuentra, en el que es el único pasaje feliz del libro, sólo para ser expulsado meses más tarde, por nuevas disposiciones de la gerencia. Esta expulsión del pequeño paraíso de nicotina será definitiva para Florent-Claude, que encima odia su nombre, y que venía ya huyendo del departamento que compartía con su novia japonesa.
Continúa así una errancia motivada por la juventud perdida —Florent-Claude visita o espía a antiguas amantes y amigos— y por otro tiempo legendario, una especie de edad dorada “prefemenista”, cuando las familias eran felices, Francia vivía su grandeur con naturalidad y los dioses y los hombres estaban seguros de sí mismos. Rodeado de esa “íntima tristeza reaccionaria”, que diría López Velarde, el protagonista llega a un castillo arruinado a pasar la Navidad con Aymeric, un noble venido a menos por su absurdo afán de sacar adelante sus tierras en lugar de vivir de sus rentas. Éstas son las mejores páginas de la novela, en las que Houellebecq despliega su sugerente amoralidad nostálgica mientras escribe un alegato contra la globalización y a favor del proteccionismo. Desde la comodidad de su habitación, Florent-Claude observa lo mismo una escena pederasta —que no lo escandaliza mayormente, siempre y cuando no le cree problemas legales— que la rebelión inútil de los productores de leche normandos ante las regulaciones de la Unión Europea.
Como toda gran novela, Serotonina, aunque renuncie a serlo porque escribir una gran novela en pleno siglo XXI sería un gesto demasiado solemne, narra la destrucción de un mundo. En este caso, no se trata sólo de la Francia rural o de la agonía de la Europa aristocrática e incluso burguesa, sino, ni más ni menos, de la civilización occidental, entendiendo por ella a la Francia del estado de bienestar:
Y es así como muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, sólo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido.
Frente a este hecho irrevocable, sólo queda la pasividad cínica de Florent-Claude o la rebelión inútil de Aymeric y de los sindicalistas franceses.
"Tiene la enigmática virtud no de ser el primero en decir las cosas, sino de reflexionar sobre ellas antes de que sucedan".
Houellebecq tiene la enigmática virtud no de ser el primero en decir las cosas —cualidad odiosa de los oportunistas—, sino de reflexionar sobre ellas antes de que sucedan. Ahora les tocó el turno a los chalecos amarillos, que se asemejan tanto a los sindicalistas de Serotonina que uno no puede dejar de preguntarse si los franceses se aburren tanto que decidieron escenificar las novelas de su escritor más desalineado. Con la reivindicación espiritual de la Francia más profunda y revoltosa, Serotonina aspiraría a convertirse en la novela de cabecera de todo populismo, salvo que Houellebecq ve en esta reacción, en el mejor de los casos, una forma heroica y por lo tanto patética de morir. Esto no quita que el populismo de Houellebecq sea de manual e identifique con claridad a los enemigos del pueblo y de la buena aristocracia: los tecnócratas de Bruselas y los bárbaros que no han dejado de invadir Roma desde hace mil quinientos años. El papel de estos últimos, por cierto, está representado por los argentinos (désolé, monsieur Sarmiento), con sus melocotones transgénicos y sus bifes de mercadotecnia, que exterminan a golpe de libre comercio el civilizado campo europeo.
Más que un existencialista trasnochado, Houellebecq es un decadente resucitado, con la salvedad de que los decadentes podían serlo con plenitud porque ignoraban que lo eran, mientras que Houellebecq se contenta con ser un digno heredero de los hombres que sabían que no hay mañana. Esto explica su nula voluntad de estilo (esas manualidades se las deja a Michon y a los parnasianos) y el conflicto que atraviesa todas sus novelas: la imposibilidad de ser feliz. El único médico en el que confía Florent-Claude le receta un antidepresivo que provoca impotencia (y cuyas dosis marcarán el ritmo de la novela), al tiempo que le da una lista de prostitutas de confianza.
En esta paradoja entre la satisfacción más práctica del deseo y su anulación para sobrevivir transitan siempre los personajes de Houellebecq, insignificantes y megalómanos, al saber que, aunque los aplastó hace tiempo, la civilización francesa descansa muerta sobre sus espaldas.
Michel Houellebecq, Serotonina, Anagrama, Barcelona, 2019.