En sus páginas autobiográficas, Jorge Luis Borges escribió: “Si me preguntara cuál ha sido el principal acontecimiento de mi vida contestaría que lo fue la biblioteca de mi padre. A veces pienso que nunca he salido de esa biblioteca”. Interrogado al respecto, reafirmó: “No recuerdo una etapa de mi vida en que yo no supiera leer y escribir. Si alguien me hubiera dicho que esas facultades son innatas, lo habría creído”.
Pero Borges es un caso excepcional para la literatura, como lo es Mozart para la música. Una buena parte de los lectores encuentra su destino en forma menos propicia, sin una gran biblioteca en casa, sin un padre o una madre de sólida cultura libresca, sin ancestros lectores; peor aún: sin biblioteca, grande o pequeña, en casa; sin padres lectores. Y el virus de la lectura tiene un comportamiento tan impredecible, tan errático que, en una familia, no todos se contagian, aunque habiten la misma casa. Lo sé por experiencia y lo he confirmado en investigaciones.
Sin biblioteca en el hogar, sin ancestros lectores, sin hermanos lectores, sin profesores lectores, y con un padre que leía las novelitas del oeste publicadas por Bruguera, de Marcial Lafuente Estefanía, a los nueve años me aficioné a leer porque un día tropecé con un librito en casa, entre los pocos que había, que era Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicis, y que leí sin recomendación de nadie, sin coerción paterna o docente, sin que viniera al caso incluso. Ni siquiera tuve buenos consejos para leer: alguien que me dijera que leer es grandioso, muy instructivo, muy útil o, lo que hoy suele afirmarse, con enorme irresponsabilidad y mucha inexactitud, muy divertido, pues si la lectura de Crimen y castigo admitiese ser muy divertida o muy entretenida es que, como lectores, no estamos entendiendo nada y que, para el caso, como dijera George Steiner, somos analfabetos en el único sentido que cuenta.
COMENCÉ A LEER CORAZÓN por curiosidad y acabé prendado de él (tenía el gancho de que De Amicis situaba sus historias en la escuela), y nadie me felicitó por ser lector, nadie dijo “¡qué bueno que ya tenemos un lector en casa!”, sino al contrario. Mi madre, cada vez que me veía embebido en ese ejercicio improductivo me reprendía, con muy buen sentido práctico, del siguiente modo: “¡En lugar de estar leyendo, ponte a hacer la tarea!”. Justamente, la lectura me distraía de la tarea, y siempre supe que era mejor, para mí, leer en vez de hacer la tarea escolar y otros deberes. Mejor, para mí; peor, para la escuela y la aplicación escolar. Estoy seguro de que, para todo lector empecinado, el paraíso es así: las tareas pueden esperar; la lectura, no.
Antes había leído historietas: todas las que se me cruzaban en el camino, desde Archie, Batman, Supermán, Popeye, Tarzán y el Pato Donald, hasta Chanoc, Memín, Kalimán y Lágrimas, Risas y Amor, entre otras. Y todas eran lecturas mal vistas no sólo por los padres, sino también por los profesores. Mi hermano y mis hermanas también leyeron historietas y fotonovelas, pero, aunque se hicieron profesionistas, no se contagiaron del virus de transmisión textual (VTT) que es la lectura. Como vicio, como locura, como enfermedad benigna o maligna (según lo vea cada cual), la lectura es selectiva y llega a ser excluyente. Hijos de padres con bibliotecas respetables no se hicieron lectores, e hijos de padres sin bibliotecas adquieren la locura de Alonso Quijano con tan sólo un libro o una historia o una página que el azar pone en sus manos.
Por supuesto, hay muchos lectores que, como Borges, se iniciaron y se forjaron en las bibliotecas paternas o maternas, y esto es lo ideal: que en las casas haya bibliotecas para que a los hijos se les antoje leer y adquieran la locura. Pero nada garantiza que todos los hijos, en una familia, se harán lectores por haber biblioteca en casa, y la ausencia de esa biblioteca hogareña no condena, sin más, a sus habitantes al analfabetismo funcional: basta una hoja de papel con escritura, bastan un poema, un cuento o un fragmento en el libro de texto, basta un libro con el que uno se tropiece para que pueda surgir un lector, pero siempre y cuando haya también una disposición, una vocación y también, por qué no, una cierta inspiración.
La inspiración, sí, que no es patraña, sino amiga de la vocación y la disposición, ambos dones que no se compran en el mercado ni se pueden enseñar. La inspiración tiene que ver con la erótica de la lectura y la escritura o, dicho, espléndidamente, por Octavio Paz, en El arco y la lira, “la inspiración es esa voz extraña que saca al hombre de sí mismo para ser todo lo que es, todo lo que desea: otro cuerpo, otro ser”. Sin ella, se deletrea, se silabea, se decodifica, se interpreta, se comprende, pero no necesariamente se torna uno lector apasionado, perdido y encontrado por la lectura, abstraído por una mancha de tinta sobre una página que habla y a la cual uno escucha con más atención que a los seres que tienen boca, pero cuyas palabras no sólo no nos seducen, sino que ni siquiera nos importan.
"No se equivoca Alessandro Baricco cuando afirma que los lectores son el resultado de una herida no resuelta, cicatrizada en falso, que buscan su lugar en otros mundos y encuentran un buen sitio en ciertas páginas".
ES FALSO que haya formas infalibles de promoción y fomento a la lectura, que haga que hasta las piedras se interesen en leer, si los potenciales lectores carecen de cierta inclinación en este menester improductivo, opuesto por completo a las convicciones de quienes tienen los pies bien puestos sobre la tierra. Los lectores son casi siempre raros, extraños, tal vez hasta inadaptados ante los ojos de los demás. En su prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia (1935), Borges afirma: “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”. Por eso tampoco abundan: no son legión, no son masa, constituyen esa minoría, dentro de otra minoría clientelar, que se dedica a una actividad intelectual y civil carente de prestigio para la mentalidad práctica, y, además, con fama de peligrosa y disoluta.
Lo que les interesa a los lectores insumisos, a los demás no les llama la atención. Por eso no se equivoca Alessandro Baricco cuando afirma que los lectores (y los escritores) son el resultado de una herida no resuelta, cicatrizada en falso, que buscan su lugar en otros mundos; y por eso encuentran un buen sitio en ciertas páginas. Si la herida estuviera curada, no serían lectores (ni escritores) y se dedicarían a cosas más prácticas y no a ocupaciones etéreas de las que sólo se sacan inquietudes o angustias.
Impráctico es el mundo de los lectores. En la escuela primaria, yo era el que recitaba en las ceremonias cívicas, luego de aprender de memoria poemas que ni siquiera entendía, pero cuyo ritmo se imponía en mis oídos:
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los
[claros clarines,
la espada se anuncia con vivo
[reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de
[los paladines...1
Padre y maestro mágico, liróforo
[celeste
que al instrumento olímpico y a la
[siringa agreste
diste tu acento encantador...2
Muy cerca de mi ocaso, yo te
[bendigo, vida
porque nunca me diste ni
[esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena
[inmerecida...3
Se necesita estar algo chalado, tocado del coco (esto es, inspirado), para que, a los diez, once años, se atreva uno a pararse frente a los profesores, padres y compañeros para hacer ese número del recitador, y, además, sentir que el mundo fluye aparte... y que uno lo ve fluir. Con un poco más de gesticulación y ademanes, con un poquito más de trance (y algo de espuma en la boca), el lugar conveniente es el psiquiátrico.
[caption id="attachment_906764" align="alignnone" width="696"] Fuente: clipart-library.com[/caption]
POR ESO, SE PUEDE ayudar a que nazca una planta, siempre y cuando haya semilla que no esté vana. Se puede facilitar el surgimiento del lector, en tanto haya materia prima. Se puede incluso ayudar a cavar, junto con él, muy hondo en su espíritu, para encontrar la escondida veta de lector que ni siquiera intuía. Pero no se puede montar una fábrica de lectores por medio de principios teóricos y didácticas prácticas; por medio de mecanismos repetitivos y estrategias docentes en donde la pedagogía mata cualquier locura, pues ahí donde se dice formar a veces se deforma, o se forma según el molde de la plancha. Lector pragmático es el que decodifica un texto para un fin necesario con el que cumple lo exigido a cabalidad (en la escuela o en el trabajo); lector perdido es aquel que no sigue una ruta de palabras impresas para una recompensa ajena a la propia lectura. El lector en serio, y no en serie, ya está recompensado con el hecho mismo de leer... y leerse, esto es, encontrarse en lo que lee.
De ello habla Miguel de Unamuno en Cómo se hace una novela y dice hasta con enojo, con ira: “Todo lector que leyendo una novela se preocupa de saber cómo acabarán los personajes de ella sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que se satisfaga su curiosidad”. Y dice más, y con más enojo: “El lector que busque novelas acabadas no merece ser mi lector; él está ya acabado antes de haberme leído”. Y es obvio el porqué. El lector en serio es aquel que se convierte en socio del autor: el que lo ayuda, con su lectura, a concluir el libro, a acabar la novela, si de novela se trata. El otro es leedor y no le importa otra cosa sino saciar su curiosidad o resolver su tarea.
Un lector en serio, y no en serie, no tiene que consumir, como las polillas, libros a pasto; y cuando ya su lúcida locura de leer es irremediable, no lee tampoco cualquier cosa. Hay que dejar atrás las historietas, con las que se inició; los libros simples leídos fácilmente y olvidados igual; los libros pesados leídos por disciplina y que no por pesados tenían sustancia, sino plomo de aburrición o de necedad; los libros de compromiso con los que alguien, interesado, nos aturulló para, al final, no sacar nada bueno de eso, sino pura paja existencial; los libros que se anuncian todos los días como transformadores del mundo y que no lo son porque ningún gran libro se ha presentado jamás como tal: su trascendencia no se anunció con publicidad (fueron los lectores los que se la concedieron con el paso de los siglos); y, en fin, los libros que no tienen nada que decirnos porque sus autores no tienen nada que decirnos, salvo que han publicado otro libro.
RECUERDO, CON FRECUENCIA, al lector niño y al lector joven, y a veces también al lector adolescente: los tres que yo fui. Entre ellos, el joven es el menos digno y el más sacrificado, porque se dejó llevar por el ímpetu y leyó y leyó y leyó muchos libros indignos de leerse de los que, por fortuna, hoy ya no recuerda casi nada: personajes vagos, historias borrosas, versos desvaídos, hipótesis absurdas, vida intelectual, ficciones burdas, sombras de sombras. Por eso simpatiza con el protagonista de El ajedrecista de la Ciudadela, de Bruno Estañol, quien, en su lecho de muerte, lleva a cabo una autocrítica, literalmente, lapidaria, que se convierte en su epitafio: “¡Cuánta mierda he leído!”.
Al final de la vida, el lector en serio se quedará con uno, con cinco, con seis libros, tal vez con diez o con veinte; cincuenta son demasiados, y un centenar, casi una infinitud. No hay tantos libros indispensables, pero esto el lector no lo sabe, sino hasta el fin de sus días. ¡Leer tanto (cientos, miles de libros), para quedarse al fin con un puñado! No vale decir que se hubiera empezado mejor por ese puñado, y después por los demás, porque no podemos saber cuál es ese puñado nuestro (cada cual tiene el suyo), y porque, de saberlo, después de leído dicho puñado, ya no tendría caso leer nada.
Tal es la historia de un lector que puede ser la de cualquiera que haya hecho de la lectura no su segunda vida, sino una vida dentro de la otra. Lo que no se puede hacer es prometer a nadie la felicidad con la lectura, ni la sabiduría ni la mesura ni la nobleza ni la mejoría moral. Cada cual lee porque hay algo en los libros que lo atrae, como el abismo, y cuando el lector se abisma realmente en la lectura es porque su vocación estaba en los libros y no en otra parte.
"Simpatizo con el protagonista de El ajedrecista de la Ciudadela, de Bruno Estañol; en su lecho de muerte lleva a cabo una autocrítica lapidaria, que se convierte en su epitafio: ¡Cuánta mierda he leído!".
DEJÉMONOS DE CUENTOS y de lo que, en Los demasiados libros, Gabriel Zaid llama, atinadamente, las “hipótesis beatas” sobre el libro (“no hay libro tan malo que no contenga algo bueno”, “cualquier libro es mejor que cualquier programa de televisión”, “no hay nada más noble que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro”, etcétera). Nunca existirá algo como una fábrica de lectores. Los que la imaginan, y creen en su factibilidad, son los políticos, no los lectores. Y es que los políticos no tienen ni idea de lo que es un lector: insumiso, sordo a los discursos, ajeno a las promesas de felicidad (porque sabe que los mejores libros nos abren los ojos a la infelicidad, al dolor nuestro y de los demás), insomne que no se duerme en las almohadas de las ideologías, jamás dispuesto a marchar sobre una ruta trazada. No, los lectores que han leído bien, que leen bien a Cervantes, a Dante, a Shakespeare, a Rabelais, a Voltaire, a Chéjov, a Kafka, a Cernuda, a Borges, a Rulfo y a otros más, saben que los lectores no aplauden, especialmente porque serían incapaces de dejar el libro que están leyendo para desocupar las manos y emplearlo en un ejercicio relacionado con el mitin y la oratoria. Resulta obvio que los políticos, cuando piensan en lectores, no los imaginan así, hoscos, incrédulos, sino aplaudiendo.
Hay que decirlo: leer, en serio, es una vocación y es una perdición, y se vuelven lectores en serio esos bichos raros o esos “cisnes tenebrosos” de los que habla Borges. Hay otros que se tornan consumidores, clientes frecuentes, de las mesas de novedades porque “leer es divertido”.
Está bien, nada se pierde, salvo el tiempo, ese tiempo que otros pierden en no leer absolutamente ningún libro, ni siquiera de entretenimiento. Pero creer que se pueden fabricar lectores es como pensar que las plantas pueden brotar de semillas vanas.
1 Rubén Darío, “Marcha triunfal”, en Cantos de vida y esperanza. (N. del E.)
2 Rubén Darío, “Responso a Verlaine”, en Prosas profanas y otros poemas. (N. del E.)
3 Amado Nervo, “En paz”, en La amada inmóvil. (N. del E.)
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ALBERTO MANGUEL
[caption id="attachment_906763" align="alignright" width="201"] Fuente: saatchiart.com[/caption]
Como mi padre era diplomático, viajábamos mucho; los libros me proporcionaban un hogar permanente que podía habitar en cualquier momento y como yo quisiera, por muy extraño que fuera el cuarto en el que tenía que dormir o por muy ininteligibles las voces al otro lado de la puerta. Muchas noches encendía la luz de mi mesilla, mientras mi niñera trabajaba con su máquina de tejer o roncaba en la cama vecina, e intentaba, al mismo tiempo, terminar el libro que estaba leyendo y retrasar el final lo más posible, retrocediendo algunas páginas en busca de algún pasaje que me hubiera gustado o para comprobar detalles que pudieran habérseme escapado.
Nunca hablaba con nadie de mis lecturas; la necesidad de compartirlas llegó más tarde. En aquella época yo era absolutamente egoísta y me identificaba por completo con los versos de Stevenson: "Así era el mundo y yo era rey; / para mí zumbaban las abejas, / volaban para mí las golondrinas".1
Cada libro era un mundo en sí mismo, donde yo me refugiaba. Aunque me sabía incapaz de crear relatos como los que escribían mis autores preferidos, me parecía que, con frecuencia, mis opiniones coincidían con las de ellos y (recurriendo a la frase de Montaigne) ‘me acostumbré a seguirlos desde lejos, murmurando, ¡Así es! ¡Así es!’”.2 Más tarde, pude disociarme de esas ficciones; pero durante mi infancia y buena parte de mi adolescencia, lo que estaba en el libro, por fantástico que fuera, era verdad en el momento de leerlo.
1 Robert Louis Stevenson, “My Kingdom”, A Child’s Garden of Verses, D. Appleton and Company, London, 1885.
2 Michel de Montaigne, “De l’éducation des enfants", Les Essais, J. Plattard, Paris, 1947.
Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Almadía, México, 2011.