Histeria y sexismo médico

larazondemexico

Al estudiar la carrera de medicina hice prácticas en servicios de urgencias de muchos hospitales generales. El cliché dibuja estos espacios como pequeñas zonas de guerra y no es inexacto: se trata de servicios con existencias al límite, donde coexisten actos heroicos, protocolos científicos, obsesiones clínicas o quirúrgicas, pero también atropellos cotidianos a la dignidad de los médicos internos de pregrado y a los médicos residentes, formas abiertas o encubiertas de abuso laboral y, en fin, errores médicos que debemos comentar abiertamente para no repetirlos más. Uno de ellos era frecuente: muchos médicos jóvenes y viejos, ellos y ellas, veían llegar a pacientes (casi siempre mujeres) con estados clínicos mal definidos según los prototipos médicos convencionales y, tras un abordaje diagnóstico más o menos extenso, afirmaban, como si se tratara de un chiste, que se trataba de un caso de PH: pura histeria. Por lo general eran pacientes con estados de ansiedad, depresión, parálisis de las extremidades, pérdida de la visión o del habla, que no se explicaban con facilidad. A veces se les daba una bolsa de papel o plástico para que la colocaran sobre nariz y boca, y respiraran de esa manera, bajo la (casi siempre absurda) idea de que la hiperventilación puede provocar un estado de alcalosis respiratoria que podría generar complicaciones físicas reales. Aunque la hiperventilación, en efecto, puede provocar alteraciones fisiológicas, la verdad es que la terapia de la bolsa de plástico sólo es una representación de las ideas pseudocientíficas que pueden incrustarse en el corazón de las prácticas médicas: en este caso, me refiero al diagnóstico sexista que justificaba la terapia: la idea de que estas pacientes cursaban con PH (pura histeria).

Años después, en el Instituto de Neurología recibí a la señora V., una mujer de 48 años. En un hospital general fue diagnosticada como portadora de histeria porque tenía síntomas abigarrados, difíciles de comprender desde el punto de vista médico. La paciente decía no reconocer “a su esposo ni a sus hijos”, y le costaba trabajo usar objetos comunes. Había chocado su auto varias veces, siempre del lado izquierdo. Reconocía que era capaz de ver, aunque “no entendía lo que veía”. Hablaba con fluidez y espontaneidad y su discurso, en general, era comprensible y estaba bien articulado. No había signos de algún defecto sensorial o motor evidente, y todos sus exámenes de laboratorio resultaron normales, incluyendo una tomografía de la cabeza. Fue enviada a la Unidad de Neuropsiquiatría de nuestro Instituto bajo la idea de que era una mujer histérica o que fingía sus síntomas de forma consciente o inconsciente, para obtener alguna ganancia. Tras realizar una resonancia magnética, un electroencefalograma y un estudio conocido como tomografía por emisión de fotón simple, se comprobó que la señora V. tenía una grave forma de enfermedad degenerativa que afectaba el hemisferio cerebral derecho, por lo cual sufría de prosopagnosia (incapacidad para reconocer a las personas familiares a través del rostro) y heminegligencia (incapacidad para atender a los estímulos que aparecen en el lado izquierdo del cuerpo y del mundo externo). La enfermedad no tenía cura y era progresiva; eventualmente condicionaría la muerte.

Esto nos recuerda los principios hipocráticos de la práctica médica: primero no dañar; podemos curar a veces, pero debemos siempre buscar el alivio del sufrimiento. Desde mi punto de vista, el diagnóstico frívolo y prejuicioso de que una mujer padece pura histeria es nocivo por varias razones: en primer lugar, con frecuencia encubre la ignorancia del médico tratante. En segundo término, al poner esa etiqueta se produce un prejuicio al interior del sistema médico, que puede retrasar o impedir el diagnóstico de condiciones de salud relevantes, en ocasiones tratables o reversibles. Este prejuicio refuerza también las ideas precientíficas de muchos familiares, que culpan a la paciente o a su cuidador cuando surge un padecimiento. Y la etiqueta sume a la mujer en el desánimo, porque además del sufrimiento real, sufre la descalificación de la familia y los médicos. A principios de este año, en su cumpleaños, una mujer muy querida en el ambiente de la cultura y las artes me dijo que la habían etiquetado como histérica en varios hospitales. Murió esa misma noche por cáncer de páncreas.

"La etiqueta sume a la mujer en el desánimo, porque además del sufrimiento real, sufre la descalificación de la familia y los médicos”.

Por supuesto, hay personas que fingen enfermedades y hay síntomas físicos con un origen psicológico, en menor o mayor medida. Pero existen dos consideraciones indispensables. En primer lugar, para llegar a esas conclusiones en un caso específico se requiere un juicio experto y pruebas establecidas con rigor. Por otra parte, el fingimiento o la génesis psicológica de algunos síntomas físicos afectan por igual a hombres y mujeres, pero el constructo de la histeria descalifica de manera preferente al sexo femenino. Se trata de un prejuicio ligado (etimológicamente) al útero.

En tiempos de Hipócrates se creía que el útero podía moverse y llegar al pecho, provocando síntomas desconcertantes. Este concepto precientífico, con fuertes notas sexistas, atravesó la Edad Media y el Renacimiento. Fue uno de los enigmas más difíciles de descifrar durante el auge de la medicina científica, en la Europa del siglo XIX. Charcot, el maestro de Freud, había dado un paso adelante al describir casos de histeria en el varón, lo cual podría haber ayudado a desmantelar la relación entre el útero y los síntomas.

Por desgracia, y a pesar de todos sus méritos como pensador, Sigmund Freud construyó un nuevo y funesto estrato en el viejo edificio del prejuicio, al plantear que los determinantes de la histeria estaban íntimamente relacionados a la “esencia de la feminidad”. Surgían, según él, de una falla en el desarrollo psicosexual de las mujeres, que debería pasar de una etapa inmadura de placer activo, centrado en el clítoris, a una etapa madura, pasiva, de placer centrado en la vagina. Freud desarrolla la idea en su libro Tres ensayos de teoría sexual. Por supuesto, esta tesis no tiene el menor fundamento científico, pero su impacto cultural es siniestro, porque centra una vez más el prejuicio de la histeria en los genitales de las mujeres.

Aunque en los foros de la medicina académica el constructo de la histeria y su relación con la sexualidad femenina están ya rebasados, es decepcionante comprobar que, en los sótanos de la práctica médica cotidiana, todavía opera una seudociencia sexista cada vez que alguien, en los servicios de urgencias, decide descalificar el sufrimiento de una mujer a partir de tan sólo dos letras: PH. Pura histeria.