La belleza y el abismo

larazondemexico

Palpita en la obra de Yukio Mishima (1925-1970) la tentación del abismo. Esta elección es una constante que germina como definición y a un tiempo incógnita. No importa si se lee una de sus novelas más célebres —algunas de ellas destinadas al gran público—, o una selección de las más crípticas, en las que la trama se emborrona detrás de parcelas de humo y sensaciones que se desvanecen en cuanto se rozan a causa de su fineza. El coqueteo con el abismo siempre es fascinante, lo mismo para los autores que para los

lectores. Así explico, al menos en parte, que sus libros no dejen de reeditarse en todo el mundo. Mishima está más vivo que nunca.

Pese a lo anterior, que termina por convertirlo en un autor cuya obra debe maniobrarse con el debido cuidado, es uno de los escritores favoritos entre lectores occidentales, que reverencian su fidelidad al ideario del Japón más tradicional, al punto de elegir una muerte ritual por seppuku (conocido popularmente como harakiri o corte del vientre), al igual que su forma belicosa de defender la identidad guerrera japonesa, siempre leal y a corazón abierto. Ese modo descarnado de fundir ética y estética atrajo la atención de autores como Marguerite Yourcenar o Henry Miller, por mencionar sólo a los más célebres, que escribieron sendos ensayos de interpretación y elogio sobre la obra de un escritor que en el punto más alto de su gloria literaria eligió morir como un guerrero del pasado. La expresión de su modernidad radical fue un subrayado del valor del legado cultural japonés.

UNA REEDICIÓN Y UNA PRIMERA EDICIÓN

Luego de estar fuera de circulación por décadas, se reedita El Pabellón de Oro (2017) en una nueva traducción a cargo de Carlos Rubio —quien actualmente es uno de los puentes más sólidos entre la literatura japonesa y Occidente—, y al mismo tiempo se publica por primera vez en español Una vida en venta (2018), lo que refrenda el interés que Mishima aún suscita entre los lectores hispanoparlantes. Y es que cada libro que se publica del autor japonés revela nuevos filones para quien se interesa por la referida fusión entre ética y estética. El ejercicio del arte y el compromiso político se han unido a lo largo de la historia no siempre con los mejores resultados, sea porque se privilegia un arte lejos del afecto popular o porque el activismo termina por devorar la acción del artista. Es un constante caminar entre dos veredas, en donde sólo algunos han logrado el balance perfecto. Mishima fue uno de ellos, no queda duda.

El arco que se tensa de la publicación de las Lecciones espirituales para jóvenes samuráis (2006) a Últimas palabras de Yukio Mishima (2015), sin dejar de lado el esencial La ética del samurái en el Japón moderno (2013), ha puesto en claro que el interés de Mishima por la tradición terminó por imponerse al deseo de ser una celebridad. Mishima dejó de ser un escritor para volverse un termómetro moral de la ruina espiritual que azotaba a su país, tanto a nivel interno como en la modalidad de espejo invertido de Occidente, una dicotomía siempre presente en el pensamiento japonés. En esa transformación, el ser de palabras mutó hasta convertirse en un ente político para quien dar un ejemplo performático fatal (su muerte), se volvió una prioridad ética y humana. Así sucedió.

EL DÍPTICO DE NOVELAS

Todo en Mishima llama a la sorpresa, al descubrimiento que es un manotazo sobre el escritorio. Su prosa diáfana, construida alrededor de imágenes superpuestas cuya coexistencia no diluye ninguna de ellas, logra relatos que mantienen la tensión dramática y los giros de la trama nunca son los esperados por el lector occidental. En algunas entregas, pareciera que Mishima escribió para los lectores occidentales antes que para sus connacionales. La suya es una tentativa que salta de intentar una explicación del alma japonesa para sugerir su destrucción con todos los medios a su alcance. Esto, por supuesto, con el aliento de quien intuye que esa forma ya se encuentra en decadencia y se requieren odres nuevos. Sin embargo, la nación japonesa es milenaria y ha mostrado ser poco permeable al cambio, por lo común revestido de los típicos juegos de artificio de Occidente, preso de quimeras que engullen a sus generaciones hasta dejar nada más que el polvo de sus huesos.

No será difícil llegar a la conclusión de que El Pabellón de Oro y Una vida en venta admiten una lectura de díptico. Leídas en conjunto forman un biombo que expresa una compulsiva atracción hacia la belleza, además de su posterior rechazo por resultar inaccesible a los hombres. El proceso intermedio, que suele ser destructivo, ofrece una oportunidad sin igual para el escritor que padece la obsesión de hallarse ante la posibilidad de crear incluso más allá del aplauso del público. La tentación de la creación en sí, fuera de valoraciones de tiempo y espacio, es universal aunque parece reservada sólo para Dios, que se diría habita fuera del cosmos que entregó al hombre para su solaz y condena.

En ambas novelas, los protagonistas se acercan demasiado a la belleza y ésta es una temeridad que siempre tiene consecuencias, tanto para quien no puede resistirla (es lo común) como para quien la atestigua con la sorpresa de quien asiste a un acto de la providencia. En cualquier caso, el resultado siempre es la locura o estados próximos a ella. Nadie regresa entero de ese golpe de luz.

LO ABSOLUTO Y EL TERROR

El Pabellón de Oro se escribió a partir de un hecho verídico: el incendio de un templo budista por un novicio. Mishima recoge los hechos y los procesa como un novelista experto que se adentra en la psicología de los personajes. Era el uso de la época. El protagonista de su novela, Mizoguchi, es un muchacho frágil producto de una infancia difícil, que tiene en el incendio su momento climático de arrojo y temeridad. Admitido en el monasterio del Rokuonji (al que pertenece El Pabellón de Oro) gracias a la benevolencia del prior, desarrolla una veneración patológica por el monumento, que lo lleva a identificarlo con el arquetipo de la belleza y a volver imposible para él cualquier otra forma de admiración o afecto. El descubrimiento de esta influencia paralizadora lo llevará a odiar a su ídolo y a destruirlo para buscar la libertad.

La anécdota, ya de por sí salvaje, en las manos de Mishima se convierte en un descenso al infierno. El proceso de descomposición mental del personaje es producto de un narrador que conoce el oficio y puede manipularlo a placer. Todo parece indicar que el hombre no está capacitado para tener siquiera el atisbo de una idea absoluta, ya que el hecho lo obsesionará hasta el punto de la dislocación. El terreno fértil de un personaje gaseoso, casi inaprensible, ofrece al autor japonés la versatilidad necesaria para lograr un fresco en el cual estampar una representación fidedigna del hombre sin importar tiempo o lugar. Nos inclinamos de manera natural hacia el misterio, pero una vez que éste accede a la confrontación, huimos despavoridos por un instinto de autopreservación. Nadie está preparado para una manifestación de lo invisible. Basta un roce de la trascendencia para enloquecer a cualquier ser humano.

Mizoguchi se vengó de aquella incómoda visión, producto de una manifestación auténtica o de su delirio, con la quemazón de un templo. El fuego purifica a quienes se entregan a su apetito.

"El Pabellón de Oro parte de un hecho verídico: el incendio de un templo budista por un novicio. Mishima recoge los hechos y los procesa como un novelista experto que se adentra en la psicología de los personajes".

CONTRA LA MONOTONÍA

Con una anécdota menos trascendente, Una vida en venta llega a la lengua española para mostrar a un Mishima casi desconocido para los lectores: aquel que es capaz de escribir narrativa ligera, con capítulos secuenciales y dedicada a los lectores que buscan esparcimiento escrito. Fue una novela publicada por entregas en una revista en la década de los sesenta.

La anécdota es la siguiente: el joven Hanio Yamada sufre una crisis que lo lleva a intentar suicidarse aunque fracasa en el intento. Sintiéndose vacío, importándole muy poco su existencia, se le ocurre la excéntrica idea de poner en venta su vida y lo hace publicando un anuncio en prensa: “Vida en venta. Quien la compre puede utilizarla como le plazca”. ¿Suena ilógico que alguien desee apropiarse de otra persona? Mishima prueba que no y además escribe una novela para probarlo. Al protagonista acude una hilera de personajes variopintos que desean comprársela: unos espías extranjeros en busca de una clave cifrada en manos de un país enemigo, una exquisita vampira que le da tanto amor como lo pone al borde de la muerte, una heredera convencida de que va a volverse loca y lo involucra en un tétrico plan, entre otros. El arrojo del anuncio funciona para devolverle en parte el deseo de vivir y olvidar su sentimiento de tristeza. Somos seres de aventuras y la monotonía es el mejor depresivo del género humano.

Dos aspectos destacan de la historia, analizados en perspectiva. El primero es la obsesión de Mishima con el suicidio, que parece seducirlo desde décadas antes de que decidiera inmolarse. La vida y la muerte juegan uno con otro al paso de un movimiento pendular sobre el destino de los hombres, y cualquier desbalance es suficiente para orientarlos en una dirección u otra. Poner la vida en venta, no obstante, también subraya una forma de ejercer el erotismo —un erotismo personalísimo, llamémosle—, ya que entregar la vida a otro ser humano es un acto ritual de consagración y simbolismo. Es una novela que hace recordar los hechos relacionados con el caníbal de Rotemburgo y su compañero de aventuras gastronómicas. Lo que parece una trama a base de golpes de timón, incluso pícara, en realidad es una pervertida ensoñación sadomasoquista, muy al estilo de Mishima en su devoción por el cuadro de Guido Reni, San Sebastián, que lo llevó a fotografiarse en la misma posición que el santo en medio de su martirio.

El segundo aspecto es, al igual que en El Pabellón de Oro, el vislumbre de una idea total (que alguien quiera tu vida y pueda pagar por ella). Con ello se desata el mecanismo preciosista de la devoción por lo prohibido, la exploración de los límites de lo humano y, a resultas, las mismas preocupaciones que se asoman en las tempranas Confesiones de una máscara (1949): la asfixia del mundo moderno, la dolorosa confirmación de la diferencia, la incomodidad de carecer de tierra firme en donde quiera que se pise. Hay angustia en las obras del autor japonés. Es una narrativa que confiesa su escepticismo respecto a la bondad intrínseca del hombre, lo que le devuelve su animalidad originaria. Este díptico es una prueba de ello. Las bombas atómicas arrojadas sobre Japón al fin de la Segunda Guerra Mundial afectaron de fondo el sistema de creencias sobre lo que significa la vida y la muerte, más próximas que nunca y en coexistencia en una frontera casi invisible.

EL VIGOR DEL MAESTRO

En sus días de mayor gloria, Mishima se hacía acompañar por protegidos, alumnos y simpatizantes de su obra, cada vez más célebre en Japón y en el extranjero. Shintaro Ishihara fue uno de ellos y en El eclipse de Yukio Mishima (2014) ofrece un retrato pormenorizado de su trepidante personalidad, tempestuosa y no pocas veces guiada por la vanidad que genera el éxito. El fresco de quien fuera su mentor no es favorable aunque es revelador para sus lectores.

Ishihara, autor él mismo, atizó estampas de sutil impresionismo si bien tocadas por el aprecio de quien venera y teme, frecuenta y rechaza. No parece que el trato con Mishima fuera sencillo. Las demasiadas ocupaciones de su vida de escritor profesional, más aquellas que le imponía su devoción por la actividad física, lo volvían irritable y hasta inaccesible. De ahí la importancia de un testimonio como el de Ishihara.

Sus variaciones de humor no daban tregua a sus allegados, que se miraban unos a otros con ojos de interrogación ante cada uno de los desplantes del maestro. Como es entendible, estos testimonios no explican la obra (ni es su intención), pero sí ayudan a comprender al hombre que las produce.

Estas dos novelas son un renovado memorándum de que la narrativa de Yukio Mishima aún ofrece pautas para detonar un movimiento hacia el futuro de la narrativa. El suyo es un legado de crítica, cuestionamiento y acechanza de los límites. Habrá Mishima para décadas, siempre que alguien se muestre dispuesto a leerlo.