Praga

Foto: larazondemexico

SI ME VEO EN EL ESPEJO me engento.

Aunque he ido muchas veces a estadios y cines, prefiero ver un partido o una película en la televisión. Todos me lo advierten: no es lo mismo. Lo sé. En cambio sí voy a teatros o salas de concierto sin perturbarme de más. Y por supuesto he hecho viajes a ciudades abarrotadas de turismo. Lugares como Florencia, Toledo, el Taj Mahal o el Coliseo Romano están llenos los 365 días del año. Machu Picchu admite a un número determinado de visitantes por día y Venecia está a punto de limitar la entrada de turistas a la Plaza de San Marcos.

Lo cuento porque recientemente estuve en Praga con mi esposa. Nunca imaginé que la capital checa atrajera a tal masa de gente. Hay que armarse de paciencia para cruzar el medio kilómetro que tiene el Puente Carlos sobre el río Moldava, que terminó de construirse a principios del siglo XV. Entre los paseantes, los vendedores y los artistas callejeros, el tráfico humano sólo es comparable con el caos vial que causa en la Ciudad de México una marcha de la CNTE. Antes de cruzarlo hay que detenerse a ver lo que varios cientos de personas esperan como uno de los atractivos de la ciudad vieja: un reloj astronómico que cada hora (en punto) hace desfilar por dos ventanitas que se abren a los doce apóstoles. Al lado, cuatro personajes más intervienen en el evento: la vanidad, la avaricia, la lujuria y la muerte, representada esta última por un esqueleto con un reloj de arena en la mano y con la otra en la cuerda que hace mover el badajo de la campana. Casi todos los presentes, hora con hora, ven el breve espectáculo a través de su ojo celular.

Y una vez cruzado el puente habrá que subir cuesta arriba para conocer el Castillo, la fortaleza medieval más grande del mundo. A pesar de tener una de esas tarjetas que permiten entradas gratuitas o descuentos para visitar diversos sitios de la ciudad, tuvimos que hacer largas filas para ingresar a la Catedral de San Vito, una edificación imponente de arquitectura gótica medieval. A uno de sus costados corre el Callejón del oro o de los alquimistas. Se trata de un caserío antiguo que alberga tiendas de ropa y regalos, además de algunas muestras de cómo vivían sus habitantes. En una de esas casas, la número 22, muy pequeña por cierto (15 metros cuadrados), vivó durante un par de años Franz Kafka (ahora es una librería especializada en las obras del autor checo). Y aunque no escribió allí El castillo, sí lo hizo con el conjunto de cuentos de Un médico rural. Así describió su morada el propio Kafka: “tan pequeña, tan sucia, tan inhabitable. Con todos los defectos posibles... Y la vida allí es algo tan especial, implica tener casa propia, cerrada al mundo...; salir por la puerta directamente a la nieve de la silenciosa callejuela” (citado por Julián Varsavsky, Página 12).

"Tuvimos que hacer largas filas para ingresar a la Catedral de San Vito, una edificación imponente de arquitectura gótica medieval".

Sin embargo, la tarjeta sí nos sirvió para asistir a un concierto de cámara en un recinto pequeño y para visitar el museo del Palacio Lobkowicz, al parecer de poco interés para el turismo, a pesar de exhibir obras de Velázquez, Brueghel, Canaletto y Rubens.

Al día siguiente, otras largas filas para poder ingresar al cementerio judío. En las paredes de la entrada están escritos los nombres de miles y miles de judíos checos muertos durante el Holocausto. El desorden de las lápidas (unas doce mil), a pesar de tener su explicación, parecería una composición perfectamente diseñada. Se calcula que están enterrados allí, en varias capas, hasta cien mil muertos. La lápida más famosa es la del rabí Judá León (como lo escribe Borges), a quien se le atribuye la leyenda del Golem. En el mismo barrio judío visitamos varias mezquitas, de las cuales la española es sin duda la más vistosa.

Afuera, el turismo al alza, desde el familiar hasta el hooliganesco, en una ciudad en la que el consumo de la marihuana y la absenta es cotidiano.