Promoción y mediación de la lectura

5ed0c975a725a.jpeg
larazondemexico

Alberto Manguel escribió: “Puesto que la industria editorial, como toda industria en nuestros días, está sometida a la codicia devastadora de los inversores, pocos son los editores que aún pueden (o quieren) seguir alentando a un escritor en su carrera, y son más los que exigen que éste produzca bestseller tras bestseller. Sin embargo, sabemos que en un rincón secreto de la biblioteca nos espera el libro verdadero, escrito sólo para cada uno de nosotros”.1

Lo que afirma Manguel de la relación de codicia de la industria editorial con los escritores, puede también afirmarse en relación con los lectores. Cada vez son menos las empresas editoriales que aún pueden (o quieren) alentar el desarrollo de lectores atentos, perspicaces, inteligentes, críticos, escépticos y, al mismo tiempo, convencidos cuando una buena obra, justamente, los convence; por ello, dichas empresas producen, cada vez más, bestseller tras bestseller para clientes desprevenidos que tan sólo por un milagro podrán llegar un día al libro verdadero del que habla Manguel. Y, a veces, para que este milagro ocurra, son necesarios los promotores y mediadores del libro y la lectura: aquellos que saben algo del oficio de leer y de la gracia de compartir los libros con un propósito al mismo tiempo intelectual y emotivo. Hay que decir algo al respecto, en un tiempo de confusiones, equívocos e imposiciones.

[caption id="attachment_923460" align="alignright" width="296"] Fuente: infullbloom.us[/caption]

“Promover” no es lo mismo que “promocionar”. “Promocionar”, tal como lo define el diccionario de la Real Academia Española, es “elevar o hacer valer artículos comerciales, cualidades, personas, etcétera”, especialmente en el ámbito mercantil. “Promover”, en cambio, es “impulsar el desarrollo o la realización de algo”; de ahí que un “promotor” es quien “promueve algo, haciendo las diligencias conducentes para su logro”. Mucha gente confunde una cosa con otra, y promociona en lugar de promover. Hace propaganda para vender cosas, en lugar de favorecer el desarrollo de la cultura.

UN PROMOTOR DE LA LECTURA no lleva a cabo su tarea para que haya más venta de libros o de ciertos libros en particular, sino que trabaja, casi siempre voluntariamente, por gusto y por pasión, para que las personas se aficionen a la lectura de libros, y, en especial, de libros con un cierto valor cultural o intelectual. Promover y, peor aún, promocionar los libros sin sustancia (estética, literaria, intelectual, científica, filosófica, imaginativa) es una pérdida de tiempo, y es de cualquier forma una inutilidad, pues, de todos modos, tarde o temprano, la gente llega a esos libros insustanciales y, lo peor de todo, es que acaban gustándole tanto que se queda en ellos y no va más allá. Si un promotor de la lectura hace bien su trabajo y contagia el gusto de leer,  supropósito es el desarrollo sensible e intelectual de las personas, aunque, como consecuencia de hacer bien su trabajo, la venta de buenos libros, probablemente, aumente. Ésta es una consecuencia, en todo caso, pero no el principal propósito.

El promotor de la lectura impulsa el desarrollo intelectual y cultural, pero no hace propaganda ni publicidad para que haya más mercado. Si, al promover, resulta de esto un mayor interés en los libros por parte de los lectores, y el mercado del libro mejora, será una consecuencia secundaria de haber desarrollado su trabajo para ampliar y profundizar, con la lectura de libros, la sensibilidad y la inteligencia de quienes disfrutan leer y, además, distinguen entre un libro extraordinario, grandioso, y otro nada más divertido o entretenido.

Eso de que “leer es divertido” es una mínima razón para leer; también es entretenido y distractor, pero lo más importante es que sea significativo y transformador para quien se acerca a los libros en busca de una experiencia trascendente que no le dan otras cosas, pues si sólo se trata de divertirse o de entretenerse, hay otras muchas formas que compiten con la lectura, tan válidas como ésta, pero ¿para qué destinar tanto voluntarismo a leer libros únicamente divertidos si ya bastante diversión hay en internet y fuera del mundo virtual?

Pese a todo, hay que enfatizar que nadie tiene derecho a imponer a otro sus gustos de lectura o sus conceptos sobre lo que debe ser un buen lector. Un promotor de la lectura debe esforzarse, con métodos y mecanismos gentiles, a fin de que los lectores consigan descubrir que hay diferencias en leer materiales de simple entretenimiento y leer obras que modifican nuestros conceptos sobre el mundo, sobre la vida, sobre los demás y sobre uno mismo. Un promotor autoritario impone las lecturas que le placen, de los autores con los cuales está de acuerdo, y acaba formando, o más bien deformando, lectores de una secta que sólo leen determinadas cosas y bajo ciertos preceptos ideológicos, religiosos, morales, estéticos. Tal promotor se clona en los lectores a los que alecciona, y no hay cosa más aburrida ni más estéril que fabricar robots o copias en serie que responden siempre, y previsiblemente, a los mismos estímulos con las mismas reacciones.

Un promotor de la lectura no autoritario, sino imaginativo, despierta el interés de un potencial lector y lo anima a desarrollar ese interés con el fin de que descubra, en su momento, los más grandes libros de los más insignes autores que nos ha regalado la cultura universal. Sospecho, y muchas veces compruebo, que si a un lector le fascina un libro de escaso nivel intelectual y de ínfimo valor estético, esto es porque nunca ha leído un gran libro de un gran autor. También he comprobado que cuando un lector descubre a los grandes autores, a través de sus extraordinarias obras, ya no se conforma, fácilmente, con lecturas de pasatiempo.

Para que esto suceda, se necesita experiencia y buenos interlocutores. Recuerdo cuando, hace muchos años, leí Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach, y me encantó. Yo no lo sabía entonces, pero lo supe después: si ese libro me arrobó, y me pareció tan profundo, era porque aún no había leído las Cartas a Lucilio de Séneca, los Ensayos de Montaigne, los escritos sobre la felicidad de Epicuro, los Pensamientos de Pascal, La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, Así hablaba Zaratustra de Nietzsche, los Caracteres de Teofrasto, las meditaciones de Marco Aurelio y otros grandes libros que lo enseñan a uno a pensar y a sentir, que lo introducen en la reflexión y en la pasión sobre la existencia misma.

"Los lectores cambian, cambiamos, y si no cambiamos ello quiere decir, también, que leer ha sido una ocupación estéril, un ejercicio sin consecuencias, y, si es así, una lujosa pérdida de tiempo".

Con motivo de la publicación de una edición conmemorativa de los cuarenta años de Juan Salvador Gaviota (la primera edición data de 1970), volví a leerlo en un parpadeo, y me pareció tan cursi, tan blandengue, tan chapucero, que me avergoncé de haber sido su lector entusiasta; luego, pensándolo mejor, me di cuenta de que yo no podía juzgar extemporáneamente, anacrónicamente, a ese lector que en la preparatoria leyó aquel libro que le pareció revelador. Esto quiere decir que los lectores cambian, cambiamos, y que si no cambiamos ello quiere decir, también, que leer ha sido una ocupación estéril, un ejercicio sin consecuencias y, si es así, una lujosa pérdida de tiempo. Tenemos derecho a ello, por supuesto, pero no hay mucha diferencia entre perder el tiempo con los libros o con el celular.

El ejercicio de releer es uno de los actos que más revela de nosotros los lectores. Libros que un día nos encantaron, hoy nos aburren o nos parecen simplistas; asimismo, libros que nos parecieron difíciles de comprender, endiabladamente complicados, y hasta aburridos, hoy nos resultan deslumbrantes, y el motivo es uno muy claro: no estábamos preparados para esos libros que rechazábamos y que nos rechazaban, pero que, luego, después de haber leído otras cosas, sin darnos cuenta, sin saberlo, nos fuimos predisponiendo para llegar a ellos, y ellos recibirnos con la empatía que no encontramos la primera vez.

Leer es, entonces, un ejercicio de preparación para seguir leyendo; una educación intelectual y sentimental que nos da elementos para ir avanzando en el camino. No importa que hayamos empezado con el Pato Donald; podemos llegar a Balzac, a Platón, a Chéjov, a Nietzsche, a Shakespeare, a Schopenhauer y a tantos y tantos más que no se impacientaron en los estantes y que nos esperaron hasta que estuviéramos preparados para dialogar con ellos.

Anteriormente, éramos nosotros los que no sabíamos de qué hablar con esos nombres ilustres. Después, nos aprendimos su lengua, su idioma íntimo, y pudimos conversar hasta las más altas horas de la noche. Así leí, por ejemplo, enfebrecido, en varias madrugadas sin dormir, Guerra y paz de Tolstói y Crimen y castigo de Dostoievski.

[caption id="attachment_923473" align="alignleft" width="287"] Fuente: darrenthompsonfineart[/caption]

PASEMOS A LOS MEDIADORES. La tarea del mediador es parecida a la del promotor, pero tiene un matiz significativo. Mediar es intervenir en algo, además de interceder o rogar por alguien, pero, sobre todo, es “actuar entre dos o más partes para ponerlas de acuerdo”. De ahí que un mediador sea, literalmente, el que concilia: la persona que se aplica en favor de dos instancias para juntarlas, para unirlas: los libros necesitan lectores, y, para que haya lectores, tiene que haber libros. El mediador, celestinescamente, cierra las brechas que pueden existir entre el objeto y el sujeto, acerca a las personas a un abrevadero de lectura, o bien acerca el abrevadero y lo pone en contacto con la persona que, quizá, al ver el agua, sienta deseos de beber. Esto es así porque la cercanía invita a una mayor confianza. Se antoja lo que está más cerca, porque es alcanzable, viable, y con ello se consigue despertar el gusto, el apetito, la sed. Existe una excelente metáfora para aplicarse al mediador. Un mediador es como el jinete que lleva a su caballo al abrevadero. Al ver el agua, al caballo, muy probablemente, le dará sed. Es una buena metáfora, más allá de animalidades.

Esto mismo es la mediación de la lectura. No obligar a tomar agua a nadie, sino ponerle el agua al alcance. No hacer publicidad de las bondades del agua (esto lo hacen los que promocionan el producto para venderlo en grandes cantidades), y sí promover, porque un mediador es también un promotor: alguien que impulsa el desarrollo o la realización de algo, pero no con énfasis de cruzado, sino con la delicadeza de alguien que comparte un gozo. Nunca he estado en una orgía y, por ello, no puedo decir nada al respecto, pero hay quienes han hablado, probablemente con conocimiento de causa, en el sentido de que involucrar a alguien en la lectura es permitirle que se sume al gozo colectivo, y que haga lo suyo (lo que desee) en un escenario, en un ambiente donde nadie lo obligue; algo así como lo que le sucede al caballo que llevan al río: al ver el agua, se le antoja beber. Pero no hay modo de obligar al caballo a beber, si no se le despierta la sed.

La verdad es que, cuando alguien descubre la lectura y queda marcado por ella, no pasa un solo día en que no lea al menos algunas páginas. Del mismo modo que un músico y un melómano no tienen días sin música, de esta misma manera un lector en serio no tiene días sin lectura. Necesita los libros para vivir, los necesita para que su vida tenga sentido, tal como el músico y el melómano necesitan que su existencia esté dotada de música. La persona que se la puede pasar perfectamente sin leer durante días, semanas o meses, no es lectora: sabemos que somos lectores cuando necesitamos leer, no por cuestiones prácticas, no por exigencias del trabajo o de la escuela, sino por volición, por una urgencia de necesidad imperiosa.

En sus lecciones Sobre pedagogía, Kant afirma que los seres humanos son las únicas criaturas que tienen que ser educadas, y entiende por educación tres aspectos indispensables: el cuidado (alimentación, conservación), la disciplina (crianza) y la instrucción (formación). Concluye: “El hombre es, en consecuencia, lactante, alumno y aprendiz”. Y enfatiza lo siguiente: “El hombre sólo por la educación puede llegar a ser hombre. No es nada más que lo que la educación hace de él”.

Un buen mediador de la lectura acerca el objeto al sujeto o ayuda al sujeto a estar cerca del objeto. El objeto es, obviamente, el libro; el sujeto es el potencial lector, el lector en potencia o en latencia, tal como la semilla que, en condiciones favorables, puede germinar. Un razonable mediador de la lectura no impone, favorece; no obliga a leer, sino que despierta el gusto. Por ello no tiene sentido la pregunta: “¿Cuál es el mejor libro para iniciar a alguien en la lectura?”. ¿Cómo saberlo? Depende de la sensibilidad del lector en latencia. Lo que sí podemos saber, casi con seguridad, es que no es el Quijote, o casi nunca el Quijote, libro escrito en otro idioma que los lectores podemos apreciar en toda su grandeza y complejidad hasta que ya hemos leído otros libros que nos han preparado para gozar el Quijote. Un mediador de la lectura comparte con los lectores potenciales su pasión y su inteligencia. Y si es inteligente no se empecinará en que el lector en potencia obedezca instrucciones de uso. Tampoco se mostrará severo o intransigente porque el lector por nacer se tarda mucho en comprender sus razones pedagógicas. Dice bien Daniel Pennac, en Como una novela: “¡Qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!”.2

Ninguna técnica pedagógica sirve para transmitir el gusto por la lectura si no hay emoción ni inteligencia al compartir ese gusto. Los borrachos, hoy con doctorado y hasta con doctorados honoris causa, aprendieron de otros borrachos sin pedagogía deliberada o razonada: aprendieron por imitación de mediadores consumados, esto es, de borrachos expertos. Leer es un formidable vicio, y se razona con tanto moralismo, y moralina, sobre la lectura, que las cosas se tornan muy aburridas. A los lectores en serio no les interesa alcanzar un mayor prestigio social gracias a la lectura. Leen porque les gusta. Además, eso de alcanzar un mayor prestigio social gracias a los libros es una de las grandes mentiras de nuestro tiempo: quienes mayor prestigio social tienen en este mundo son, por lo general, personas que no leen libros ni por equivocación. Y si consiguen el más elevado prestigio social (en el dinero, en el poder), no necesitan leer libros: tienen subordinados que lo hacen por ellos y que les entregan resúmenes de unas cuantas líneas.

El mediador de la lectura puede tener un montón de conocimientos y muchísimas herramientas intelectuales, didácticas y pedagógicas, pero si carece de pasión y de humildad más vale que se dedique a otra cosa. Si de veras cree que es bueno que los que no leen se conviertan en lectores (¡y alguna razón importante debe tener para ello!), ha de saber que su tarea puede enfrentarse al fracaso, porque en este mundo práctico las razones para leer son siempre pragmáticas e interesadas, y un lector desinteresado u ocioso, como lo denominaban los clásicos, es un ave rara, una persona impráctica. “Desocupado lector”, dice Cervantes al entablar conversación con los lectores en el Quijote. “Curioso lector”, lo denomina, más de una vez, Francisco de Quevedo.

"Los libros no dan recetas para vivir bien. los grandes libros, más que respuestas, tienen preguntas, y más que felicidad, entregan inquietudes e incluso angustias que hacen la existencia menos plana".

SE LEE POR GUSTO o por obligación. Pero, normalmente, quienes leen por obligación no necesitan de mediadores: leen porque existe una recompensa que no está en los libros, sino en lo que se obtendrá por leer libros: una calificación, una carrera, un título, un puesto de trabajo, etcétera. Normalmente, también, quienes leen por gusto se sienten suficientemente recompensados con el contenido mismo de lo que leen.

El ejecutivo que lee ¿Quién se ha llevado mi queso? o El arte de la guerra para directivos, lo hace porque esos son materiales de su ámbito y porque buscará encontrar ahí algunos consejos que puede poner en práctica para no quedarse atrás y, sobre todo, para consolidar su éxito laboral. Si Spencer Johnson le di-ce “el movimiento hacia una nueva dirección te ayuda a encontrar Queso Nuevo”, esto le parece filosofía profunda, al igual que “anticípate al cambio; prepárate para cuando se mueva el Queso”.

Quienes leen este tipo de libros del llamado pensamiento positivo de la filosofía empresarial, sólo sabrán si el libro es bueno a partir de que los haya ayudado a conseguir un objetivo que se encuentra en algún lugar fuera del libro.

El lector en serio que, paradójicamente, es el lector ocioso y desocupado al que se refiere Cervantes, sabe perfectamente que los libros no dan recetas para vivir bien, que los grandes libros, más que respuestas, tienen preguntas, y que más que felicidad, entregan inquietudes e incluso angustias que hacen la existencia menos plana; uno vive en los libros que ha leído y se contagia en los universos a los que accede. Los grandes libros no nos quitan problemas, nos hacen ver la complejidad del mundo, aunque sigamos ahogándonos en un vaso de agua.

Por lo demás, queda claro que la promoción y la mediación de la lectura sólo pueden llevarlas a cabo personas que conocen y aprecian la lectura. No la pueden hacer ni siquiera los profesores por el hecho de ser profesores en tanto no sean lectores convencidos de que leer es una experiencia extraordinaria que va más allá de los valores prácticos y curriculares.

¿Qué ganamos con leer Las flores del mal, de Charles Baudelaire? Podemos ganar una calificación de excelencia si estudiamos Letras Francesas y el examen es sobre el simbolismo francés y, especialmente, sobre la obra cumbre de Baudelaire. Pero la ganancia, para un lector ocioso, no está en la calificación de un examen, sino en la lectura misma del libro, y en el sentirse identificado y con derecho para platicar con Baudelaire cuando éste le dice:

Afanan nuestras almas, nuestros

[cuerpos socavan

la mezquindad, la culpa,

[la estulticia, el error,

y, como los mendigos alimentan

[sus piojos,

nuestros remordimientos,

[complacientes nutrimos.

Tercos en los pecados, laxos en

[los propósitos,

con creces nos hacemos pagar

[lo confesado

y tornamos alegres al lodoso

[camino

creyendo, en viles lágrimas,

[enjugar nuestras faltas.

[...]

Lector, tú bien conoces al delicado

[monstruo

—¡hipócrita lector —mi prójimo—,

[mi hermano!3

Notas

1 Alberto Manguel, Para cada tiempo hay un libro, Sexto Piso, Madrid, 2014, p. 21.

2 Daniel Pennac, Como una novela, traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona, 1993, p. 19.

3 Charles Baudelaire, “Al lector”, en Las flores del mal, traducción de Antonio Martínez Sarrión, Alianza, Madrid, 1982, pp. 13-14.