Para convertirse en leyenda, además de escribir obras memorables, Hemingway cazó leones en África, García Márquez se volvió amigo de Fidel Castro en Cuba y Bolaño peregrinó de México a Chile para apoyar al gobierno de Salvador Allende. Con la sabiduría de los perezosos, Juan Carlos Onetti (1909-1994) no tuvo que tomarse tantas molestias y se convirtió en mito desde la comodidad de una cama que, a efectos prácticos, también funcionaba como escritorio, biblioteca y barra de bar. Porque la obra de Onetti, estrictamente hablando, transcurre de una cama de Montevideo a otra de Madrid.
En 1939, Onetti se incorpora como secretario de redacción al flamante semanario Marcha y, ante la carga de trabajo, decide trasladar su cama a la redacción. Carlos Quijano, el director del semanario, le pidió que, aparte de su trabajo editorial, escribiera una columna sobre literatura uruguaya; Onetti le respondió que no podía escribir sobre algo que no existía, pero aceptó. Cuarenta años más tarde, tras haber inventado la literatura uruguaya —con Felisberto Hernández y Armonía Somers, y a pesar de Galeano y Benedetti—, exiliado en Madrid, decidió recluirse en su cama, donde pasaría su última década de vida. En las sábanas madrileñas, Onetti fuma de día para matarlo y de noche para justificar el insomnio, lee novelas policiacas en el que es el menos nocivo de sus vicios, toma whisky para mantener una suave borrachera permanente, escribe de vez en cuando, recibe alguna visita ocasional y comparte sus últimos días con la violinista Dolly, su cuarta esposa. Si en Montevideo Onetti había trasladado su cama a la redacción de Marcha, en Madrid realizó la operación contraria y mudó el mundo a su cama.
Gestos opuestos y complementarios, un joven Onetti llevó su vida al periodismo y la literatura, al grado de dormir en el lugar donde uno y otra se fabricaban, y al final de sus días, en lo que bien puede verse como una victoria definitiva, confinó el periodismo y la literatura a su cama, donde escribió sus últimos artículos y Cuando ya no importe, su última novela.
Se trata de un final congruente para el escritor que escribió sobre la épica íntima de la imaginación y cuyo primer libro, El pozo, publicado en ese 1939 de sábanas de tinta montevideanas, sucede precisamente en una noche, en un cuarto en el que tan sólo hay dos camas (una de ellas, vacía). El pozo narra el soliloquio de “un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas”, lo mismo, mal que bien, que cuentan todos sus libros. Entre las sábanas uruguayas y las españolas, además de mediar un océano y medio siglo, Onetti creó un mundo narrativo cuyo centro es la ciudad de Santa María que, en un milagro persistente, necia como el fluir pausado de su río, sigue como siempre al abrir al azar cualquiera de sus libros.
"Santa María es, ante todo, el inconfundible estilo de Onetti. Ese río que tiene 'enérgicas corrientes que no se mostraban en la superficie' y que discurre lento, casi sin olas, podría ser una descripción de su prosa".
LA CIUDAD JUNTO AL RÍO
La mayor parte de la obra de Onetti sucede en la imaginaria —que no es lo mismo que inexistente— Santa María, creada no por Onetti, sino por Brausen, uno de sus personajes. Aunque ya había aparecido en el cuento “La casa de arena”, la pequeña capital de provincia toma su forma exacta en La vida breve. Brausen, el protagonista, decepcionado de todo, intenta escribir un guión de cine para ganar unos pesos, proyecto que, como no puede ser de otra forma en las historias del uruguayo, naufraga más pronto que tarde. No obstante, el mundo que había perfilado filmar algún día, liberado del suspenso y los clímax obligatorios del cine, sigue tomando forma y, poco a poco, empieza a adquirir más realidad que el mundo real.
Así, más como un involuntario pero intrigado testigo que como su creador, Brausen observa de qué modo se va delineando la ciudad hasta trazar un mapa detallado, poblado por habitantes que de pronto empezaron a seguir rutinas que al parecer habían respetado desde toda la vida. El doctor Díaz Grey, uno de los sanmarianos más ilustres, sigue inyectando morfina a Elena Sala, la misteriosa mujer que lo seduce para asegurar sus dosis de droga, sin saber que su destino original —ser un personaje de película— ha quedado clausurado y que ahora debe contentarse con el mayor de los misterios: existir. A Brausen le da igual que el encargo del guión se haya cancelado y, enclaustrado en su departamento, en compañía de Gertrudis, su mujer, a quien le acaban de extirpar un seno, se abandona primero a las fantasías de lo que sucede en el departamento de al lado, donde vive la Queca, una misteriosa mujer que repite “mundo loco” como mantra de vida. Pero la vida de la Queca tiene el irreparable defecto de que sigue siendo real, por lo que Brausen se evade esta vez a un mundo autónomo, reflejo de éste, pero con la inmensa ventaja de que, al menos en lo que a él concierne, no hay senos amputados ni proyectos interrumpidos como el de su carrera de guionista:
A pesar del fracaso, no me era posible desinteresarme de Elena Sala y el médico; mil veces hubiera pagado cualquier precio para poder abandonarme, sin interrupciones, al hechizo, a la absorta atención con que seguía sus movimientos absurdos, sus mentiras, las situaciones que repetían y modificaban sin causa; para poder verlos ir y venir, girar sobre una tarde, un deseo, un desánimo, una y otra vez; para poder convertir sus andanzas en torbellino, apiadarme, dejar de quererlos, comprobar, mirando sus ojos y escuchándolos, que empezaban a saber que estaban afanándose por nada.
Se dice que Santa María resume la imposible combinación de la frenética Buenos Aires y la sosegada Montevideo, las dos ciudades en las que Onetti vivió sus mejores años. Su existencia responde, a decir del mismo Onetti, a que cuando vivía en Buenos Aires, Perón prohibió viajar a Montevideo. Amputado de la mitad de su identidad, con la prohibición expresa de viajar a su país, creó una ciudad ribereña que le sirviera de sustituto. De ser verdad esta versión, si agregamos el hecho de que Borges abandonó el criollismo para no ser tachado de peronista, el teniente general Juan Domingo Perón tendría que aparecer en los manuales literarios como la influencia decisiva de la mejor literatura rioplatense.
En todo caso, lo importante es que Onetti creó a Brausen y Brausen, Santa María. Ficción dentro de la ficción, esta ciudad podrá no aparecer en Google Maps, pero es más real en la memoria de los lectores que decenas de capitales provinciales en las que se pelearon batallas decisivas y se ganan y se pierden elecciones municipales cada tres años, pero en las que nunca el doctor Díaz Grey se asomó a la ventana de su consultorio para observar el río:
Díaz Grey estaría mirando, a través de los vidrios de la ventana y de sus anteojos, un mediodía de sol poderoso, disuelto en las calles sinuosas de Santa María. Miraba el río, ni ancho ni angosto, rara vez agitado; un río con enérgicas corrientes que no se mostraban en la superficie, atravesado por pequeños botes de remo, pequeños barcos de vela, pequeñas lanchas de motor y, según un horario invariable, por la lenta embarcación que llamaban balsa y que se desprendía por las mañanas de una costa con ombúes y sauces, para ir metiendo la proa en las aguas sin espuma y acercarse, balanceándose, al doctor Díaz Grey y a la ciudad donde vivía.
[caption id="attachment_936484" align="aligncenter" width="600"] Muerte de Larsen. Ilustración de Luis Pérez Ortiz para El astillero. Fuente: cvc.cervantes.es[/caption]
Por supuesto, Santa María es un estado de ánimo, pero mucho más que eso: es, ante todo, el inconfundible estilo de Onetti. Ese río que tiene “enérgicas corrientes que no se mostraban en la superficie” y que discurre lento, casi sin olas, podría ser una descripción de la prosa del uruguayo. Ésta nunca busca el efecto fácil, la eficiencia ni la velocidad hecha a base de peripecias, sino que avanza con un ritmo pausado, se quiebra en misteriosos meandros, se pierde en ramificaciones siempre significativas, y, pese a la superficie dócil, en la que aparentemente no pasa nada, arrastra fortísimas corrientes subterráneas plenas de sentido.
Los lectores estamos condenados a nunca navegar por entero ese río y a contentarnos con el aspecto que presenta desde Santa María o desde las ruinas del viejo astillero que Jeremías Petrus intentó levantar. No obstante, adivinamos su totalidad e incluso nos sentimos con derecho a conocer los tramos nunca narrados en texto alguno, pero que completan el paisaje construido en fragmentos de una obra que, como pocas otras, no exige pero sí merece leerse en conjunto porque es una sola. Los más osados incluso barruntan las páginas eliminadas del manuscrito original de La vida breve, acortada a menos de la mitad, pues el editor dictaminó que “la vida podrá ser breve, pero esta novela es demasiado larga”.
A La vida breve siguieron El astillero y Juntacadáveres, novelas consideradas como las mejores por la mayoría de los críticos; en ellas, Brausen ya aparece como monumento, con la escueta leyenda de “Al fundador”. Ahora el protagonista es Larsen, cuyo rasgo más notable es comprometerse en empresas imposibles, por no decir que destinadas a un fracaso irreprochable. En El astillero, Larsen se propone rescatar un astillero arruinado y, en la segunda, fundar un burdel perfecto. En algún momento de la primera, el doctor Díaz Grey suelta la siguiente frase: “No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida”.
Quizás esta sentencia sea la clave para entender el ciclo de Santa María. Uno no lee a Onetti en busca de un final inesperado o de peripecias novelescas; tampoco para confirmar que sus narraciones reflejan como pocas el sentido de la vida: uno lo lee para constatar que es la vida la que se asemeja a sus libros. En el juego de cajas chinas que constituyen sus libros de ficciones dentro de ficciones dentro de ficciones, en las que los personajes e incluso el narrador saltan de unas a otras, el lector acaba también atrapado y convertido en un habitante más, anónimo pero imprescindible, de la insomne y somnolienta Santa María.
Esto no significa que de pronto el lector se encuentre tomando un vermut en el bar Berna, o paseando por la rambla, o intercambiando chismes con los notables de la ciudad; antes bien, son el tiempo y la atmósfera de Santa María los que lo invaden al leerla. No es posible leer a Onetti sino con el ritmo que su prosa impone, que es el ritmo con el que viven los sanmarianos: pausado, denso, exigente, atento, en el que cada movimiento y cada frase develan un misterio al tiempo que esconden otro. Qué más da que no se pueda pasear por la plaza nueva de Santa María si, aunque sea por el tiempo feliz de la lectura, se vive en su atmósfera. Y después, el lector reconocerá en su realidad los episodios y los personajes onettianos, a veces de la peor manera —envilecidos, rencorosos, prematuramente viejos, sórdidos, resignados a la melancolía por un pasado feliz que nunca existió pero que presintieron—, o de la más generosa, si la redención y la piedad son posibles y, con ellas, la felicidad: “El hombre se quitó el saco y lo puso sobre la espalda de la muchacha, casi sin necesidad de movimientos, sin dejar de venerarla y decirle con la sonrisa que vivir es la única felicidad posible”.
"Onetti es autor de cuentos que pueden contarse, sin exagerar, entre las creaciones más conmovedoras de la lengua, y todos ellos son variaciones del tema cervantino de la relación entre ficción y realidad".
LOS PELIGROS DE LA FICCIÓN
En el planteamiento de Onetti, el problema de la ficción es que tarde o temprano acaba no siéndolo. Es verdad que las ensoñaciones de sus personajes tienen un componente evasivo, pero el hechizo rápidamente se rompe: si Díaz Grey lleva una vida mediocre es porque Brausen lleva una vida mediocre, y si Larsen fracasa es porque Brausen fracasa. Las ficciones, y en eso radica el profundo pesimismo de Onetti, pertenecen fatalmente a su creador. Se puede cambiar de mundo, pero no se puede cambiar el mundo ni cambiarse a uno mismo. De ahí surge la mayor de las paradojas de los personajes onettianos: en sus divagaciones escapan por un momento de sí mismos y logran ser otros, mejores, pero en un instante vuelven a ser los de siempre, con la diferencia de que, como experimentaron una breve y feliz otredad, ahora se muestran, además, resentidos: “Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas”, se dice en algún rincón de Santa María.
Este tema es también el que articula casi todos sus cuentos. Son pocos los escritores de cualquier parte que escribieron cuentos y novelas magistrales, y Onetti, junto con García Márquez, Rulfo, Bioy Casares y algún otro, es de los pocos que lo consiguieron en español. Onetti es autor de un puñado de cuentos que bien pueden contarse, sin exagerar, entre las creaciones más perfectas y conmovedoras de la lengua, y todos ellos son variaciones del tema cervantino de la relación entre ficción y realidad.
“Las palabras son más poderosas que los hechos”, afirma en uno de ellos, en lo que más que un consuelo, parece una condena, pues las creaciones de las palabras siempre terminan mal en los hechos. Como en sus novelas, los cuentos de Onetti se construyen a partir de una premonición o de una remembranza en que el tiempo pierde sus intransigentes sesenta segundos para detenerse y cobrar un nuevo sentido. Por algo se afirma en “La casa de arena”, la ficción inaugural de Santa María, que “aquí termina, en el recuerdo, la larga tarde lluviosa cuando Molly llegó a la casa en la arena; nuevamente el tiempo puede ser utilizado para medir”, y por algo, en Dejemos hablar al viento, una de sus últimas novelas, Díaz Grey, convertido en narrador, mide el tiempo no en términos de días, semanas o meses, sino de “hace muchas páginas” o “varios libros atrás”. Cuando se regresa al tiempo de los relojes, calendarios y despertadores, la ficción vuelve a ser lo que por un momento negó: realidad, aunque transformada.
Esto se observa claramente en “Esbjerg, en la costa”, uno de los cuentos más tristes que se hayan escrito en cualquier lengua y época. En él, la danesa Esbjerg, quien vive en Buenos Aires, empieza a extrañar salvajemente su tierra, no en abstracto, sino los árboles, por ejemplo, que eran “más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único aun mezclado con los otros olores de los bosques”. Su esposo, típico estafador onettiano de poca monta, intenta cometer un fraude para pagarle un viaje a Dinamarca, pero lo descubren y queda endeudado. La pareja, entonces, acude al puerto a ver zarpar los barcos y a imaginar que viaja y a inventar historias de esos viajes, y así, fantaseando, acaba haciendo insoportable la realidad que, hasta entonces, mal que bien se dejaba vivir.
Lo mismo sucede, aunque más radicalmente, en “Un sueño realizado”. En este caso, una mujer, una de las muchas locas onettianas, acude con un director teatral arruinado y varado en Santa María y le paga por llevar a escena un sueño. No se trata de algo significativo para ella; de hecho, ni siquiera sabe qué simboliza el sueño, pero se conforma con saber que, por un breve momento, dentro de él, fue feliz. Tampoco pide que la escena se represente para nadie; ni siquiera para ella misma, pues ella también actuará en la extraña obra como un personaje más del sueño que por azar soñó. En un par de días, el director, junto con un actor borracho y una prostituta contratada como actriz, montan todo y la extraña obra se representa. Tienen tanto éxito en copiar el sueño, es decir, en traer la más absurda de las ficciones a la realidad, que la mujer, en su papel onírico, muere con elegancia en la realidad, y así consigue, al fin, habitar por siempre el escurridizo instante de la felicidad.
Curiosamente, Onetti afirmaba que cuando escribía era feliz y que lo hacía de manera impune: no le importaba nada salvo ser fiel a su poética, lo que a veces implicaba distorsionar el universo de Santa María si la narración así se lo exigía, resucitando personajes o modificando el mapa a su conveniencia. Aunque nunca fue un autor de ventas masivas, siempre ha tenido lectores y así seguirá siendo, pues tanto su estilo como su universo, en caso de que no sean lo mismo, resultan magnéticos: quien entre un día por error, azar o destino a Santa María ya siempre deambulará por sus páginas y leerá sus calles. Después de todo, Onetti es el hombre implacable que, con una tierna crueldad, nos enseñó que somos iguales a nuestros sueños y que estos siempre acaban por vencernos.