Tradición de la plaquette en México

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Las empresas editoriales hacen y venden libros. A veces publican folletos, generalmente publicitarios y fuera de comercio, con algún adelanto de un libro o con material referente a un autor determinado en vísperas del lanzamiento de cierta novedad con expectativas de mucho éxito. Esto ya se ha vuelto de lo más común en el ámbito publicitario del libro, lo mismo para Vargas Llosa que para Jojo Moyes.

Lo raro es que los folletos se publiquen, en el circuito comercial del libro, con un propósito mercantil y no promocional, en la modalidad de lo que, especialmente en el ámbito literario, se conoce como plaquette, voz francesa que equivale a folleto impreso en papel, engrapado, con guardas. Este tipo de publicación (de pocas páginas) es propio no tanto del comercio como del medio literario que, a través de este mecanismo, da a conocer y difunde a los escritores novatos o noveles.

Que una casa editorial establecida en el circuito comercial publique y venda plaquettes es realmente excepcional. Hay una razón para ello: un catálogo editorial se hace con libros, no con folletos: con obras íntegras, no con fragmentos. En cuanto a los autores, literarios o no, su meta son los libros, no los folletos. ¿Cuándo se ha visto que un escritor obtenga dinero y reconocimientos por la publicación de folletos o plaquettes? ¡Ni en sueños!

Hay libros breves e incluso brevísimos (El principito, La metamorfosis, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Confidencia africana, Los cachorros, El apando, Las batallas en el desierto) y hay libros voluminosos e incluso muy abultados (Don Quijote de la Mancha, Guerra y paz, La montaña mágica, Moby Dick, El hombre sin atributos, El capital, la Biblia, En busca del tiempo perdido), y si bien la medida de un gran libro, por su contenido, nada tiene que ver con sus muchas o pocas páginas, únicamente podemos referirnos al objeto libro si éste se ajusta debidamente a su definición.

Tanto la Gran Enciclopedia Espasa como la Enciclopedia Salvat coinciden en informar lo siguiente en su entrada correspondiente a libro: “Con arreglo a la ley del 12 de mayo de 1960, el número de páginas [de un libro] ha de ser 49 o más, excluidas las cubiertas”. El Diccionario de la Real Academia Española (el famoso DRAE) es coincidente; en la acepción principal del término leemos: “libro (del latín liber, libri). m. Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”. Y en la sexta acepción, precisa: “Para los efectos legales, en España, [un libro es] todo impreso no periódico que contiene 49 páginas o más, excluidas las cubiertas”.

"Libros, entonces, los hay de 49 páginas en adelante. Todos los demás, de 48 páginas o menos, son folletos o, con mayor elegancia, si de literatura se trata, plaquettes".

El adjetivo indefinido mucho (del latín multus), que significa “numeroso, abundante o intenso”, por muy indefinido que sea, no acepta que se le confunda con su antónimo poco (del latín paucus), que significa “en número, cantidad o intensidad escasos respecto de lo regular, ordinario o preciso”. Ello implica que si, por definición, un libro es un “conjunto de muchas hojas de papel”, el adjetivo muchas únicamente es aplicable, al libro, a partir de 25 hojas (50 páginas), y, por oposición, menos de ese número siempre serán pocas porque, también por definición, esas pocas hojas corresponden a un folleto (del italiano foglietto): “Obra impresa, no periódica, de reducido número de hojas” (DRAE). Reflexiones contra la religión, de Mark Twain, tiene 64 páginas, y es un extraordinario librito; Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, tiene 710 páginas, y es un estupendo librote; La Carta internacional de derechos humanos (Naciones Unidas, Nueva York, 1978), con sus 48 páginas, es tan sólo un folleto. Libros, entonces, los hay de 49 páginas en adelante: desde los más breves, hasta los de cientos y miles de páginas, pero todos los demás, de 48 páginas o menos, son folletos o, con mayor elegancia, si de literatura se trata, plaquettes.

A veces, los editores componen en tipografía más grande de lo común un original que no les da para ser libro si lo forman en cuerpo de once puntos: entonces utilizan una tipografía cuyo cuerpo es de entre doce y catorce puntos, para estirar el original a un centenar de páginas, no sólo para que el libro tenga lomo, sino también para poderlo tasar, con posibilidad de ganancia, en el mercado del libro. Al revés también hay ejemplos, pero casi siempre son malos: libros de gran volumen son compuestos en letra pulga (10 puntos o menos), para reducir el número de páginas, el costo de producción y el precio de venta al público, pero volviéndolos ilegibles, pues nadie querrá leer quinientas páginas de letra pulga, por muy bueno que sea el libro.

Lo contrario es más sensato y, además, práctico. Por ejemplo, en 1992, la editorial española Tusquets publicó el libro de Derek Humphry El último recurso: Cuestiones prácticas sobre autoliberación y suicidio asistido para moribundos. La editorial obedeció la disposición del autor, quien, desde la primera página, advirtió: “Como muchos de los lectores de este libro serán personas con problemas de vista, con el propósito de ayudarlas se ha compuesto en un cuerpo de letra grande [13 puntos]”. La letra pulga y la normal se descartan de antemano si los lectores tienen limitaciones visuales. También en España, Mondadori en su colección Perfiles (con el lema “Por el gusto de leer... a lo grande”), atendió a los lectores de vista cansada con la composición de libros en “letra grande XL”: volúmenes de pasta dura y formato mayor al trade, y el cuerpo de la tipografía entre 14 y 16 puntos, con títulos como Madame Bovary, Tifón, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Tristana y Bartleby, el escribiente.

EN EL CASO del folleto, como tal, sería absurdo estirarlo para volverlo libro, pues su naturaleza es la brevedad y no pinta, para nada, en el mercado, pues su propósito de antemano no es obtener dinero, sino divulgar. ¿Cómo define José Martínez de Sousa el sustantivo folleto en su Diccionario de tipografía y del libro (Madrid, Paraninfo, 1992)? Con toda precisión, cita el concepto del Decreto 743/1966, art. 3, para España, que dice, a la letra: “Se entiende por folleto toda publicación unitaria que sin ser parte integrante de un libro consta de más de cuatro páginas y de menos de 50”.

En cuanto al galicismo plaquette, Wikipedia dice lo apropiado:

Es una publicación de tamaño pequeño que se usa principalmente para difundir obras literarias de corta extensión tales como poemas o cuentos. Esta palabra es un galicismo adquirido a partir de su uso por poetas franceses del siglo XIX quienes daban a conocer sus nuevos trabajos entre escritores a través de estos pequeños “folletos” (una de las definiciones de plaquette en el idioma francés). Su uso es muy frecuente en Latinoamérica y España, en donde se utiliza como un medio de difusión entre escritores y poetas noveles, o bien para proporcionar adelantos de textos literarios que, posteriormente, se incorporarán en obras más amplias. Generalmente, la extensión de una plaquette no supera las treinta páginas impresas en papel, y se distingue del fanzine por tener un contenido estrictamente literario.

Siendo así, la expresión “plaquette literaria” hasta podría considerarse pleonástica o redundante. Sin embargo, no parece tampoco de estricta precisión que una plaquette sea siempre de creación literaria, pues las hay del género epistolar, biográfico y autobiográfico, sin pretensiones estéticas.

"Nuestro país tiene toda una tradición editorial en la plaquette de contenido literario. Juan José Arreola la retomó, célebremente, con la primera serie de cuadernillos que llevó por título Los Presentes".

Pero también es verdad que cuando el folleto no es literario, porque puede ser científico, político, filosófico, histórico, etcétera, se le denomina opúsculo (del latín opuscŭlum), sustantivo masculino que María Moliner define del siguiente modo en su Diccionario de uso del español: “Tratado impreso de poca extensión”, y nos remite a folleto, y no debemos confundirlo con libelo (del latín libellus: literalmente, “librillo” o “escrito breve”), sustantivo masculino que posee un sentido negativo, de acuerdo con el DRAE: “Escrito en que se denigra o infama a alguien o algo”. El término libelo para designar exclusivamente a un “libro pequeño” ha caído en desuso, justamente porque se ha impuesto el término con carácter estigmatizador. También el Diccionario de lectura y términos afines (Pirámide, Madrid, 1985), de la International Reading Association, lo define como “escrito infamatorio contra alguien”, y nos remite al sustantivo panfleto (“publicación sencilla, no periódica, y de carácter generalmente clandestino”), emparentado también con folleto.

En México suele españolizarse la voz francesa plaquette como plaqueta, para referirse justamente a un folleto literario, pero lo cierto es que las únicas acepciones de plaqueta incluidas en el DRAE no derivan del diminutivo francés plaquette (“folletito”), sino del sustantivo español placa (del francés plaque). Ni siquiera el Diccionario de mexicanismos (2010), de la Academia Mexicana de la Lengua, laxo en todos los sentidos, incluye en sus páginas el término plaqueta referido al folleto literario, y tampoco está recogido en el Índice de mexicanismos (1997).

[caption id="attachment_945784" align="alignnone" width="1000"] Fuente: vgesa.com[/caption]

NUESTRO PAÍS TIENE toda una tradición editorial en la plaquette de contenido literario. Aunque ya existía como recurso de divulgación y obsequio antes de 1950, Juan José Arreola (con Ernesto Mejía Sánchez, Jorge Hernández Campos y Henrique González Casanova) la retomó, célebremente, con la primera serie de cuadernillos que llevó por título Los Presentes, de tiraje limitado (un centenar de ejemplares) y una decena de títulos. La segunda serie, editada ya únicamente por Arreola, que llegó a un centenar de títulos (poesía, cuento, ensayo, novela corta, teatro), ya no fue de plaquettes, sino de libros (cosidos y pegados), de entre 60 y 120 páginas, con tirajes no mayores a 500 ejemplares de un pulcro cuidado editorial, con obras de autores como Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, José Revueltas y Alfonso Reyes. A veces, los nombres de las colecciones llevan a equívocos. Por ejemplo, los Cuadernos de Poesía (UNAM), que dirigió Huberto Batis, a finales de la década del setenta, no fueron plaquettes, sino libros breves.

La tradición de las colecciones de plaquettes es robusta en México, en particular con tiradas cortas (entre 100 y 500 ejemplares), al margen, casi siempre, del circuito comercial, con distribución gratuita, de mano en mano, en la que participa el propio autor. Así lo fue la colección La Rosa de los Vientos, de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, en los años ochenta del siglo pasado, editada por Bernardo Ruiz. Antes, a mediados de la década del setenta y principios de los ochenta, Raúl Renán publicó la colección La Máquina Eléctrica: plaquettes con tirajes de 500 ejemplares que los autores y editores distribuían personalmente. De esa época es también La Máquina de Escribir, colección de plaquettes editada por Federico Campbell y Eduardo Hurtado, con tiradas de mil ejemplares cada título y en la periferia del comercio (con precios más bien simbólicos). La Universidad Veracruzana publicó, entre los ochenta y los noventa, la colección Luna Hiena, y en Toluca, en esas mismas décadas, Héctor Sumano Magadán animó la colección La Hoja Murmurante de la Editorial La Tinta del Alcatraz, sin fines de lucro.

En el ámbito comercial, pero con tirajes de 400 ejemplares, en la década del ochenta, la Editorial Oasis publicó la colección Los Libros del Fakir (aunque no eran libros, sino plaquettes). Fugaz, en 1989, fue la iniciativa comercial de la trunca colección Las Peras del Olmo, publicada por Plaza y Valdés, y dirigida por Fernando Valdés e Ignacio Trejo Fuentes. Con tiradas de dos mil ejemplares, se incluyeron en ella plaquettes (de entre 30 y 40 páginas) de Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño y Elías Nandino, y se anunciaron otros títulos, otros autores que nunca se publicaron.

AUNQUE MARCO ANTONIO CAMPOS, desde las Ediciones de la Revista Punto de Partida, ya publicaba plaquettes y libros colectivos de jóvenes autores, la UNAM perfeccionó el concepto de plaquette en su colección ya emblemática Material de Lectura, publicada por la Dirección General de Difusión Cultural. Eran series de cuadernos o folletos (“Poesía Moderna”, “Ensayo” y “El Cuento Contemporáneo”, especialmente), con notas introductorias escritas ex profeso, y selecciones de entre 32 y 48 páginas, de autores más o menos reconocidos, lo mismo mexicanos que extranjeros, con tiradas amplias: entre dos mil y diez mil ejemplares, a precios simbólicos. El director general de Difusión Cultural de la UNAM era, entonces, Hugo Gutiérrez Vega, y la plaquette que inauguró la colección en la serie “Poesía Moderna” fue la Breve antología (1977) de Carlos Pellicer, con introducción y selección de Guillermo Fernández. Siguieron Poesía italiana moderna (número 2), con selección, notas y traducciones de Gutiérrez Vega; El cementerio marino (número 3), de Paul Valéry, con nota introductoria de Guillermo Sheridan; la Oda marítima de Álvaro de Campos (número 4), de Fernando Pessoa, con traducción y notas de Carlos Montemayor y Breve antología (número 5), de José Lezama Lima, con selección y nota introductoria de David Huerta. Con el número 7 apareció Piedra de Sol, de Octavio Paz; con el 11, Algo sobre la muerte del mayor Sabines, de Jaime Sabines, y con el 17, Muerte sin fin, de José Gorostiza.

Una característica inicial de esta colección de plaquettes fue la de omitir la información sobre el tiraje y la fecha de impresión, pues las plaquettes carecían propiamente de “página legal” y en el colofón se mencionaba tan sólo el nombre de la imprenta. Años después se subsanó esto: a partir de la segunda edición de la Breve antología, de Carlos Pellicer, que “se terminó de imprimir [en] el mes de noviembre de 1982 en Imprenta Madero, S. A., Avena 102, México 13, D. F. La edición estuvo al cuidado de Margarita García Flores [entonces jefa de la Unidad Editorial] y Fernando Maqueo. Se tiraron 10 000 ejemplares”. La colección Material de Lectura se mantiene como una forma de primer acercamiento del estudiante universitario a obras y autores nacionales y extranjeros de cierto prestigio, y la plaquette (literaria por antonomasia), como medio de divulgación de autores y promoción de la lectura, es hoy frecuente en universidades e institutos culturales y en iniciativas personales o de agrupaciones literarias en los más diversos lugares del país.

"Hay que mencionar la labor de Miguel Ángel de la Calleja, en los años recientes, con su Colección Fervores de Parentalia Ediciones: cuadernos de 20 páginas, con tiradas de mil ejemplares y precios simbólicos, casi al margen del comercio".

En la última década del siglo XX, Juan Carlos H. Vera y Eduardo Cerecedo animaron la colección de plaquettes Poesía y Cuento, de Ediciones Arlequín, de 40 páginas, con tirajes de 500 ejemplares numerados. De esa época fue también la colección de plaquettes de Ediciones Monte Carmelo (36 páginas), editada por Francisco Magaña, con 100 ejemplares numerados y firmados por el autor. Otra colección emblemática de plaquettes de finales del siglo XX fue Margen de Poesía, de 48 páginas, con tiradas de entre mil setecientos y dos mil doscientos ejemplares, y distribuida como encarte desprendible de la revista Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, bajo la dirección de Bernardo Ruiz y la edición de Mariana Bernárdez. Ya en el siglo XXI, la plaquette como apéndice de una revista la emularon Armas y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, con su colección Ínsula: Cuadernos de Escritura (40 páginas), coordinada por Jessica Nieto, y, por un corto periodo, la revista Tierra Adentro, de la Secretaría de Cultura federal, con su colección La Ceibita (32 páginas), también a manera de encarte desprendible. Hay que mencionar la labor de Miguel Ángel de la Calleja, en los años recientes, con su Colección Fervores de Parentalia Ediciones: 20 páginas, con tiradas de mil ejemplares y precios simbólicos, casi al margen del comercio.

Queda claro que las plaquettes no son libros; se trata de cuadernos, cuadernillos, folletos aunque, a veces, ni en las propias instituciones públicas lo sepan. Por ejemplo, en abril de 1999, la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes publicó una plaquette (36 páginas) con una breve selección de Poemas de Jaime Sabines, y le puso un cintillo muy mono: “JAIME SABINES (1926-1999). Homenaje Nacional. Libro conmemorativo. Prohibida su venta”. Y no, no era libro: era, y es, plaquette, pero el “error” parece cometido a propósito: ¡nadie presume plaquettes, presume libros, y ni modo que iban a enorgullecerse al estampar: “plaquette conmemorativa”!

CUANDO SE DICE, hoy, que el Fondo de Cultura Económica, a diferencia de otras épocas, está haciendo libros a precios baratísimos (en particular, la colección Vientos del Pueblo), se incurre en dos inexactitudes. La primera es que no todos los títulos de esa colección son libros y, especialmente, los más baratos son plaquettes. De los ocho que se han publicado a la fecha, sólo uno es libro: Los yanquis en México (FCE, 2019), de Guillermo Prieto, con 64 páginas, y el único que tiene lomo (los demás son engrapados), pero con la anomalía de omitir los datos de autor y título en dicho lomo (información indispensable para identificar un libro en la estantería).

La segunda inexactitud de la colección Vientos del Pueblo es la pregonada baratura. Todos ellos tienen precios bajos pero, también, pocas páginas, y, en este sentido, proporcionalmente, no son baratísimos, como se afirma. Si una plaquette de 16 páginas con el cuento “La muerte tiene permiso”, de Edmundo Valadés, le cuesta al lector nueve pesos, está pagando, por página (incluidas la legal, las blancas y la del colofón), poco más de 55 centavos; en cambio, si compra, por 49 pesos con cincuenta centavos (precio de venta en las librerías del FCE) el libro completo La muerte tiene permiso, de Valadés, también publicado (desde 1955) en el Fondo de Cultura Económica (Colección Popular), con 18 cuentos (entre ellos, el que da título al libro) y 144 páginas, el lector pagará 35 centavos por página. Siendo así, no es exactamente una ganga pagar nueve pesos por 16 páginas si se puede pagar 49 pesos con cincuenta centavos por 144 páginas.

[caption id="attachment_945785" align="aligncenter" width="584"] Fuente: agooddaytoprint.com[/caption]

Y hay que tomar en cuenta otra variable: como sabemos, en tanto más grande es el tiraje de un libro, más se abarata el costo de producción por unidad, y si, en el caso de la plaquette La muerte tiene permiso (FCE, colección Vientos del Pueblo, 2019), el tiraje es de 40 mil ejemplares, en tanto que el tiraje de la edición completa de La muerte tiene permiso (décima reimpresión, noviembre de 2016) fue de 3 mil 500 ejemplares, lo lógico sería que el precio de venta al público por la plaquette fuese infinitamente inferior, en proporción al precio de la obra completa. ¿Cuántas páginas ocupa el cuento “La muerte tiene permiso” en la edición completa del libro? Siete; esto es, menos del 5 % de las 144 páginas; o sea, el equivalente de dos pesos con cincuenta centavos de los 49.50 que se paga por la edición completa. Pero la plaquette cuesta nueve.

Antes de la publicación de plaquettes de la colección Vientos del Pueblo, en sus 85 años, el Fondo de Cultura Económica publicó y comercializó plaquettes, por excepción: sólo cuando la obra en sí no alcanzaba a ser un libro y era imposible crecerlo con tipografía más grande. Al consultar el catálogo histórico del FCE, esas excepciones son apenas seis. En 1955, Otro libro de amor (48 páginas), de Guadalupe Amor; en 1957, 10 % (32 páginas), de José Gaos; en 1962, Con palabras y fuego (32 páginas), de Carlos Pellicer, los tres en la colección Tezontle; en 1975, Pasado en claro (48 páginas), de Octavio Paz, en la colección Letras Mexicanas; en 1976, Esquemas para una oda tropical (40 páginas), de Pellicer, y en 1984, Los desposeídos (16 páginas), de Javier Audirac, ambos en Tezontle, una colección, por cierto, bastante amorfa. Ni siquiera la colección Cuadernos de La Gaceta del FCE está integrada por cuadernos o folletos, esto es por plaquettes: todos sus títulos, hasta los más breves, son libros, y en el caso de la colección Letras Mexicanas, con excepción de Pasado en claro, todos son libros, incluso los brevísimos: El pobrecito señor X. La oruga (64 páginas), de Ricardo Castillo, publicado en 1980, y Canto malabar (56 páginas), de Elsa Cross, publicado en 1987.ç

"Habrá que ver cómo funciona la plaquette popular con tirajes masivos, cuyo antecedente directo, por cierto, es la colección Lectura Semanal que, a finales de los ochenta (hace tres décadas), coordinó Paco Ignacio Taibo II".

SI HABLAMOS del concepto ediciones populares, el Fondo de Cultura Económica tuvo una colección, hoy descontinuada, de libritos, que fue un absoluto fracaso: Fondo 2000, con el lema “Cultura para todos”. Se publicó al finalizar el siglo XX con la siguiente justificación: “Fondo 2000 ofrece una selección de los grandes temas y los grandes autores de la cultura universal”. Son libros de pequeño formato (10.5 por 14 centímetros), en rústica, sin solapas, en papel barato y con encuadernación únicamente pegada (sin coser), de entre 60 y 88 páginas. Todos ellos se confeccionaron a partir de fragmentos de obras mayores del catálogo del propio FCE o libros del dominio público. Más de un centenar de títulos de interés diverso; ¡entre ellos el Quijote, en veinte tomitos! Se tiraron 5 mil ejemplares de cada uno; costaban entre 15 y 20 pesos, y hoy se rematan en ocho pesos los que estaban en bodega. No fue una buena idea, aunque la colección, en sí misma, sea una pequeña biblioteca de divulgación en las más variadas disciplinas: literatura, historia, política, filosofía, sociología, economía, gastronomía, viajes, etcétera. Por definición son libros, pero ni lo parecen, y ni siquiera parecen publicaciones del Fondo de Cultura Económica, sino de la Conasupo.

La colección Fondo 2000 fue una mala imitación de la colección Alianza Cien, que coeditaron, cinco años atrás, la española Alianza Editorial y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, con fragmentos de obras emblemáticas del fondo editorial de la casa española y con tiradas de veinte mil ejemplares. Los libritos de Alianza Cien (en tamaño 10 por 15 centímetros, y con un número de páginas de entre 60 y más de 100) sí parecen libros. Los de Fondo 2000 parecen hechos para que nadie los lea: son feos con ganas de espantar; lo que, malamente, se entiende por cultura popular; absurdamente, además, pues el FCE tiene, desde hace ya sesenta años, los libros de bolsillo de su emblemática Colección Popular cuyos primeros títulos (entre los centenares que ya suma) fueron El rey viejo, de Fernando Benítez; Guatemala, las líneas de su mano, de Luis Cardoza y Aragón; Las buenas conciencias, de Carlos Fuentes, y La creación, de Agustín Yáñez, los cuatro publicados en 1959.

De la colección Vientos del Pueblo, que, como ya advertimos, con excepción de un título, no son libros, sino plaquettes, falta ver los resultados. Ocho son los títulos al momento, con 40 mil ejemplares cada uno, todos ilustrados, y aunque no son libros, sino plaquettes, parecen más libros que los de Fondo 2000. Los ilustrados por Eko y por Antonio Helguera (Los mártires de Tacubaya y La muerte tiene permiso, respectivamente) son excelentes en su composición. Ojalá que lleguen a miles de lectores incipientes, puesto que éste es su objetivo. Ojalá.

[caption id="attachment_945786" align="alignnone" width="696"] Fuente: sprintcopy.com[/caption]

Habrá que ver cómo funciona la plaquette popular con tirajes masivos, cuyo antecedente directo, por cierto, es la colección Lectura Semanal que, a finales de los ochenta (hace tres décadas), coordinó Paco Ignacio Taibo II para la Dirección General de Publicaciones y Medios y el Consejo Nacional de Fomento Educativo de la SEP. Las plaquettes de la colección Lectura Semanal eran también ilustradas, tenían 16 páginas más las guardas y el tiraje era, como el de Vientos del Pueblo, de 40 mil ejemplares, con autores como John Reed, Bertolt Brecht, Conan Doyle, John Dos Passos, Howard Fast, Paul de Kruif, Guillermo Prieto, Heriberto Frías, Vicente Riva Palacio, Efrén Hernández, Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Rosario Castellanos y Cristina Pacheco, entre otros.

Sin duda, el recurso de la plaquette puede funcionar para favorecer un primer acercamiento de los lectores a obras significativas, y esto no sólo es deseable sino también plausible, pero, definitivamente, no se trata de libros, sino de folletos. Una plaquette con un cuento de Las mil y una noches puede llevar al lector a buscar el libro de Las mil y una noches. Es lo deseable. Pero también hay que atender, con libros, a los lectores a quienes la plaquette les queda chica. Ni folletos ni cuadernos ni libelos ni panfletos ni plaquettes ni opúsculos son libros: son lo que son. Y los libros, también, son lo que son, y lo que deberían ser en un catálogo editorial.