Ficciones neoliberales

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Si el modernismo latinoamericano surgió del improbable cruce entre parnasianos y simbolistas, y la novela del boom de la imposible combinación de Hemingway y Faulkner, entonces la literatura neoliberal latinoamericana se edificó a partir de los postulados de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Si Thatcher declaró que “la gente le echa la culpa de sus problemas a la sociedad, y eso de la sociedad no existe; hay hombres y mujeres y hay familias”, Reagan señaló que “no hay respuestas fáciles, pero sí hay respuestas simples”. Temática y estilísticamente, la suerte de la novela latinoamericana estaba echada.

A partir de los años ochenta y sobre todo de los noventa, la experimentación lingüística y la complejidad estructural se volvieron cosa del pasado, al igual que cualquier indagación en los procesos sociales o las identidades colectivas, sustituidas por una narrativa estilísticamente simple, centrada exclusivamente en el individuo, de preferencia el propio autor. Preguntarse “en qué momento se jodió el Perú” se convirtió en una pregunta anticuada; lo pertinente, desde entonces, es preguntarse a qué hora me jodí yo y escribir una variante de la autoficción para responderlo.

Toda la literatura escrita desde los años ochenta es, a su manera, neoliberal, de la misma forma en que toda la literatura escrita en el siglo XIX es estrictamente decimonónica. Estúpida e incontrovertible, la afirmación anterior nos conduce a un callejón sin salida, y darse de topes en él es el objetivo de este texto: tras cuarenta años de neoliberalismo triunfante o negado, pero neoliberalismo al fin y al cabo, ya es hora de leerlo a través de la literatura y no de un reporte del Fondo Monetario Internacional, y de imaginar salidas a este callejón también a través de la literatura misma y no del Foro de Río, o de Porto Alegre, o de Salvador de Bahía que, vistos en perspectiva y con Bolsonaro en Brasilia, no sirvieron de mucho.

Más que marcar periodos claros, hay tendencias que conviven; más que una estética hegemónica, hay propuestas compatibles, y más que corrientes únicas, hay proyectos diversos: después de todo, el neoliberalismo es democrático, siempre y cuando se lo vote a él. Quizás, la primera manifestación marcada e involuntariamente neoliberal fueron los muy publicitados movimientos del McOndo chileno y del Crack mexicano.

"Varios de los mejores libros de esa generación que se sentía tan moderna con su walkman, y que se soñaba post-todo para ser simplemente neo, siguen esta estética que se sabía agringada, fatalmente latinoamericana".

Ah, qué años aquellos, los noventa en América Latina, de milagros mexicanos, argentinos y chilenos. Salvo porque eran subdesarrollados, varios países, gracias a la firma compulsiva de tratados de libre comercio y al remate desesperado de paraestatales, ya podían considerarse desarrollados, y las novelas que se publicaban estaban tan bien escritas que, por más que estuvieran en español, parecían alemanas. Alberto Fuguet y Sergio Gómez, los editores de McOndo, escribían en su prólogo de 1996: “Tuvimos que atravesar una maraña de burocracia y mala fe, además de erradas ideologías de distribución, increíbles aranceles y simple desidia”. Esto, más que del proceso de elaboración de una antología de cuentos, parecía la descripción del viaje de un espantadizo tecnócrata por una economía centralizada. Negaban, por supuesto, tener cualquier ideología —primer mandamiento de la religión neoliberal—, y se jactaban de no tener que elegir entre el lápiz o la carabina, sino entre Windows y Mac. El prólogo, que leído veinte años después conserva su frescura e insolencia, reivindicaba una literatura libre, urbana y pop, ajena al realismo mágico y a la dictadura del folclor, que se acabó imponiendo sin el éxito que imaginaron sus por entonces jóvenes promotores. Finalmente, de Fresán al mismo Fuguet, varios de los mejores libros de esa generación que se sentía tan moderna con su walkman, y que se soñaba post-todo para ser simplemente neo, siguen esta estética que se sabía híbrida, agringada y, por mestiza, fatalmente latinoamericana.

MUCHO MÁS SOLEMNE y presuntuosa resulta la relectura del “Manifiesto del Crack”. Su contenido disparaba en tantas direcciones, a veces contradictorias, que la localización cosmopolita o el “cronotopo 0” acabó por ser su rasgo más distinguible. La globalización aspiracional del libre comercio tuvo su correlato en los escenarios europeos de las novelas insignia del movimiento. Además, puesto que la historia ya había terminado por decreto de Fukuyama, sólo quedaba el pasado para indagar sobre el mal, la condición humana y todos esos temas oficiales de la alta literatura, por lo que sus autores escribieron sobre el nazismo como prueba irrefutable de que un escritor latinoamericano podía ser universal.

Muy pronto, los firmantes del manifiesto rompieron sus propias reglas, pero la reivindicación de una libertad que siempre había existido y la negación del realismo mágico —único rasgo que compartían con sus coetáneos chilenos— acabaron por ser más influyentes que las propias obras. El lenguaje en que estaban escritas esas ficciones germánicas de Volpi y de Padilla —estándar, intercambiable, exportable— podría resumirse con el adjetivo con que la crítica neoliberal premia a la prosa que considera estable y competitiva: eficiente. La eficiencia, por cierto, es la mayor virtud no sólo de la prosa de los best-sellers de calidad, sino también de los productos artesanales que, con la marca minimalismo, hacen del recorte y de la austeridad idiomática su mayor virtud.

LA IZQUIERDA, EL FIN DEL MUNDO Y EL YO

La nueva literatura, entonces, llegaba tras el agotamiento del realismo mágico y de la exuberante novela del boom, mientras que las medidas neoliberales se escribían, por las buenas o por las malas, tras el fracaso de los movimientos de izquierda, pacíficos o armados. Parte de la literatura más interesante del periodo neoliberal ha cumplido, a su pesar y como si hiciera falta, la función de certificar la derrota de la izquierda (por más que ésta haya sido tan concreta como una bomba cayendo en el Palacio de la Moneda), tan sangrienta que dejó cientos de miles de asesinados en las guerras civiles latinoamericanas, y tan definitiva que hasta los supuestos enemigos del neoliberalismo, esos que se valen de una retórica progresista, terminan plegándose a sus designios. Del Río Bravo a la Patagonia, la voz de los vencidos se escucha por todo el continente y el neoliberalismo, quitado de la pena, hace como que la oye e intenta, la mayor de las veces sin mucho éxito, aprehenderla para ponerse a vender libros.

De Carlos Montemayor en México y Diamela Eltit y Nona Fernández en Chile a Martín Kohan y Féliz Bruzzone en Argentina, quienes sufrieron la derrota escriben sobre la guerra perdida, cruel, que hizo desaparecer la utopía como proyecto y dejó un reguero de cadáveres en el camino dolarizado a los mercados sin restricciones. Atónitos y vencidos, ninguno de estos autores fue capaz de vislumbrar otro futuro que no fuera, en el mejor de los casos, el de la democracia mediocre y la supervivencia precaria. A los sudamericanos, al menos, les queda el consuelo amargo de que la violencia, por traumática que haya sido, fue una experiencia concluida y en algunos casos incluso juzgada, mientras que en Centroamérica, como refleja la obra de Castellanos Moya, Claudia Hernández y Rodrigo Rey Rosa, se pasó de la violencia política a la delincuencial con una naturalidad perversa. Nadie más fanático del neoliberalismo que el crimen organizado centroamericano (incluyéndonos, claro está), que entendió que el cuerpo humano, cautivo o en tránsito forzado, es una mercancía más con infinitas posibilidades comerciales, y que pelea, con una violencia rara vez vista, la abolición de controles para cualquier producto.

Con las utopías desaparecidas —junto con quienes creyeron posible hacerlas realidad—, no extraña, entonces, la proliferación de distopías; no por nada en sus mejores años el neoliberalismo se concebía a sí mismo como un final del mundo relativamente feliz, mientras que sus detractores siguen viendo en él y en la compulsión destructiva inherente al capitalismo un apocalipsis inminente, eso sí, sin deuda pública, con inflación cero y con crecimiento al cinco por ciento.

"Nadie más fanático del neoliberalismo que el crimen organizado centroamericano (incluyéndonos, claro está), que entendió que el cuerpo humano, cautivo o en tránsito forzado, es una mercancía más con infinitas posibilidades".

LA LITERATURA, que había dejado la especulación a la economía para contentarse con narrar las insignificantes tragedias personales de un Jaime Bayly, recuperó los escenarios catastróficos para indagar en el presente. En Salón de belleza, Mario Bellatin escribió sobre las dos nuevas plagas que azotaban a una América Latina engreída, convencida de que ya lo había visto todo: el sida y el desmantelamiento del insuficiente Estado de bienestar. Por su parte, Pedro Mairal, en la extraordinaria El año del desierto, escribía la crisis argentina de 2001 en clave distópica, como una vuelta a los orígenes bárbaros del país, nunca idos del todo. En lugar de la devaluación y el corralito, Mairal describe una Buenos Aires clasemediera que de golpe se ve azotada por una extraña intemperie que desaparece todo a su paso. Nadie entiende bien a bien lo que sucede, aunque “la intemperie avanza y se achaca a aquello que se llamó tecnología y progreso, pero que no fue sino la mano siniestra del capitalismo salvaje”. La protagonista intenta huir, pero conforme avanza, retrocede, y no hace sino internarse en la historia argentina, esa extensa novela distópica de no ficción.

A decir verdad, el contraste entre esas distopías y algunas novelas rabiosamente realistas es muy tenue. La Santa Teresa de Bolaño, por ejemplo, representa como tantas ciudades de la frontera norte uno de los rostros más exitosos del neoliberalismo. En ella, el surgimiento de miles de empresas manufactureras generó millones de puestos de trabajo con salarios miserables y una sociedad rota, en la que los feminicidios son un síntoma más de la distopía que presumen los tecnócratas en sus informes trimestrales. Y si Santa Teresa o Ciudad Juárez son uno de los escenarios prototípicos del neoliberalismo latinoamericano, la época a la que le corresponde tal honor, junto con nuestro salinato, es el menemismo argentino.

Tras mostrar que populismo y neoliberalismo no sólo pueden convivir armoniosamente sino que se necesitan con pasión mutua, Menem construyó un castillo de cristal que la realidad, esa necia aguafiestas, quebró al poco tiempo. Quien mejor supo capturar esos años noventa de sida, cocaína, privatizaciones y entusiasmo suicida fue Fogwill, quien en Vivir afuera muestra el conurbano bonaerense, alguna vez industrial, como un paisaje arruinado:

El Pichi era amigo de dos serenos que cuidaban una fábrica abandonada. Hacía tantos años que se turnaban para vigilar que se habían vuelto medio locos y pidieron ayuda para hacer arrancar los motores y ver, por lo menos una vez, cómo debió haber sido la fábrica funcionando.

Esa fábrica abandonada, claro, es la Argentina agrícola e industrial del pasado, que apagó los motores para tener la excusa, así, de pedir un préstamo al Banco Mundial con el objetivo de algún día tener fondos para volver a echarlos a andar.

PERO SEGURAMENTE la expresión más extendida de las ficciones neoliberales se halla en las innumerables variantes de la escritura autobiográfica, sin que esto, en principio, represente nada positivo o negativo. De hecho, habría que agradecer la práctica desaparición de las novelas que pretendían ahondar en la identidad nayarita, mexicana o latinoamericana, o peor aún, “darle voz a quien no la tiene”, aunque a veces resulte abrumadora su sustitución por las versiones textuales de cuentas de Instagram o posts de Facebook alargados y convertidos en libros. Sobra decir que es cuando menos arriesgado trazar un paralelismo entre el culto a la individualidad en lugar de cualquier proyecto social y las modas literarias, pero es un hecho que el yo, más que nunca, es un tema recurrente, obsesivo. Por fortuna, hay variedad de yos, y en la gama que va del implacable Fernando Vallejo al literario Piglia cabe de todo. Y si bien algunas veces el discurso del yo cae en la complacencia, otras veces realmente es un ejercicio crítico y estilístico cuyo interés trasciende la piel del escritor, como cuando Lina Meruane escribe sobre su casi ceguera en Sangre en el ojo, o cuando Jorge Baron Biza narra con una belleza contenida y brutal las sucesivas cirugías para reconstruir el rostro de su madre tras el ataque de ácido cometido por su esposo en El desierto y su semilla, o cuando Pedro Lemebel escribe con una conmovedora cursilería sobre sus amantes fugaces, o cuando Carlos Velázquez cuenta su largo romance con la cocaína en El pericazo sarniento.

NOVELAS DE RESISTENCIA

En lo que evidentemente es un recuento incompleto y caprichoso, hasta ahora hemos catalogado novelas que se han adaptado al neoliberalismo, que han escrito sobre su triunfo, que han descrito sus efectos más nocivos y que han reflejado en el discurso del yo su entronización del individuo. Habría que preguntarse, llegados a este punto, qué novelas lo han enfrentado y de qué formas. Sobra aclarar que la función de la literatura no es combatir sistemas económicos, y exigirle un fin práctico, por político que sea, sería un típico rasgo neoliberal pues este sistema se caracteriza, entre tantas otras cosas, por su utilitarismo radical; nada más antineoliberal, de hecho, que lo perfectamente inútil, lo majestuosamente improductivo, lo exactamente inservible.

En este sentido, el primer libro que se me viene a la cabeza es La novela luminosa, del uruguayo Mario Levrero. Magistral e insoportable, liberador y asfixiante, hipnótico y aburridísimo, el libro está conformado por el “Diario de la beca”, prólogo de 450 páginas a la novela de cien, en el que Levrero describe el proceso de (no) escritura de La novela luminosa, gracias a una beca otorgada por la Fundación Guggenheim. Levrero construye una minuciosa metodología para no hacer nada, convierte a la improductividad en un arte y compone un canto a la procrastinación. Para ponerse a escribir, compra unos sillones (actividad que le lleva unas cuantas semanas), arregla el aire acondicionado, sale obsesivamente a comprar novelas policiacas en librerías de saldos (y las lee, faltaba más), intenta en vano corregir sus horarios para no dormir de día y vivir de noche (lo que complica aún más su irremediable vida práctica), visita frecuentemente el cajero automático para retirar “300 dólares del señor Guggenheim” y pasa el tiempo descomponiendo y reparando, él mismo, su propia y anticuada computadora, al tiempo que sostiene legendarios combates con Word, otros programas y aplicaciones.

"Sobra aclarar que la función de la literatura no es combatir sistemas económicos, y exigirle un fin práctico, por político que sea, sería un típico rasgo neoliberal pues este sistema se caracteriza por su utilitarismo radical".

Mención especial merecen sus enfermedades. No hay hipocondría más consentida que la de Levrero o, de no serla, organismo más íntegramente arruinado: el escritor sufre de problemas bronquiales, dolor de un diente, mareos, espasmos en los brazos, ataques de nervios, trastornos intestinales, desórdenes del sueño, una fisura en el pene y depresión, entre otros muchos trastornos y “malestares indefinidos”. Y ya sea por indicación del doctor, o mejor, por automedicación, ingiere antiácidos, antidepresivos, calmantes y toda clase de medicamentos, además, claro, de los Valiums 10 que siempre lleva como talismán en el bolsillo. Por fin, el prólogo termina y la novela empieza.

Pero La novela luminosa es la versión que Levrero ya había escrito en 1984 y para cuya reelaboración le fue otorgada la beca. De esta forma, Levrero consuma su gran estafa al señor Guggenheim y se gasta la totalidad de la beca sin haber hecho absolutamente nada más que escribir sus anotaciones cotidianas. El libro, de publicación póstuma, es el testimonio del fraude que un escritor uruguayo le cometió a una de las grandes fortunas del planeta.

TAMBIÉN PÓSTUMA es El traductor, novela a la que no queda más remedio que calificar como la gran novela (anti)neoliberal latinoamericana. Salvador Benesdra, su autor, quien se suicidó al lanzarse de su departamento en Buenos Aires, sufría de ataques psicóticos que lo mismo lo hacían convencerse de que los extraterrestres habían robado el obelisco porteño, que liderar una revuelta de locos en un manicomio francés. Y El traductor puede leerse, sí, como un gran episodio psicótico en el que todavía estamos inmersos.

Benesdra —quien dominaba siete idiomas y fue fundador del diario Página 12, del que fue despedido— novela hasta cierto punto su experiencia de recortes, reestructuraciones y flexibilización laboral en una empresa de izquierda, sólo que en el libro se trata de la editorial Turba. Al protagonista, Ricardo Zevi, le encargan la traducción de un libro afiliado a la extrema derecha (en el que se alaba la democracia como el sistema más seguro para garantizar el predominio de los superiores y la subordinación convencida de los inferiores), lo que en un principio toma como un trabajo más:

Nada demasiado terrible le puede pasar en el trabajo a un traductor. Tres días atrás me habían encargado una traducción que parecía de rutina, pero que estaba terminando de remover las pocas coordenadas ideológicas que todavía me ayudaban a orientarme en el mundo. Eso era todo. Dudas sobre la editorial de izquierda, mi editorial, que me había ordenado el trabajo. Dudas sobre mis propias ideas.

No obstante, mientras avanza en la traducción, empiezan los despidos en la editorial, y Zevi se convierte en líder sindical y en amante de una adventista de Salta (es decir, de una indígena, esos personajes borrados de la literatura argentina salvo cuando se los masacra en el desierto), con la que todo marcha bien, salvo porque ella es incapaz de llegar al orgasmo. Ubicada en el periodo entre la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS, la novela resulta delirante y temeraria en su trama, y lírica y salvaje en su lenguaje, mientras describe con una precisión vidente el mundo que estaba empezándose a construir. El final, memorable, resulta de nueva cuenta profético: para no abusar del spoiler, basta decir que, de haber vivido en 2019, el protagonista se convertiría, con pleno convencimiento, en chofer de Uber. Probablemente haya algunas más, pero, publicada hace veinte años en una edición pagada en Ediciones de la Flor y reeditada por Eterna Cadencia, El traductor será una de las novelas que los lectores de mañana leerán para entender nuestro tiempo y para cuestionarse a sí mismos.

A la novela neoliberal le queda mucho que decir. Por más que día sí y día no, de Walter Benjamin a López Obrador, se declare la muerte de alguno de los dos, la novela y el neoliberalismo mantienen buenas perspectivas de crecimiento. Y aunque parezca que el neoliberalismo poco tiene que aprender de la literatura, en realidad él mismo es una gran ficción: acá seguimos, para no ir más lejos, en espera del bienestar para todos que nos ha prometido desde hace cuarenta años.