Los noventa años de Eduardo Lizalde son una buena razón para escudriñar una faceta menos abordada en su obra, la narrativa. Hace más de medio siglo nadie hubiera pensado que el poeta terminaría por ensombrecer al prominente narrador que a todas luces iba a seguir impactando en las letras mexicanas. Si el poeta deslumbra por la manera en que logra un equilibrio entre la sensualidad y sus metáforas, el prosista obtiene relatos memorables, como puede leerse en Almanaque de cuentos y ficciones. 1955-2005 (UNAM/Era, México, 2010). En dicho título se encuentran recopilados La cámara (Imprenta Universitaria, México, 1960) y Manual de flora fantástica (Cal y Arena, México, 1997).
La cámara es un libro de relatos que puede ubicarse en la tradición del cuento moderno mexicano. Lizalde propone una literatura que parece en constante evolución, busca explicar una realidad que se resiste a ser comprendida. Elabora frases vitales que bien pueden seleccionarse para fraguar un libro de aforismos. Su contundencia contagia fuerza y lo ubica como un diestro encantador de las entelequias. Posee una indiscutible habilidad para hallar un tema que parte de lo real, para luego construir engranes lúcidos, comparaciones, sarcasmos, encrucijadas.
Por otro lado, Manual de flora fantástica es un mosaico de textos que colindan entre el ensayo y la ficción. No son cuentos propiamente, sino prosas de la mejor estirpe, con ecos de Arreola y Borges. Fábulas sobre plantas que no existen, entendidas como una alegoría de la naturaleza que intenta defenderse de los seres humanos y las fieras. Es un libro que juega con la tradición de los bestiarios en los cuentos latinoamericanos y los relatos orales, surgidos en todas las culturas que han vuelto la vista hacia sí mismas. Sin embargo, no todo es ficción, hay un interés científico que se enriquece aún más con las referencias literarias. Mandrágoras, carnívoras rosadas, circea, rosas, bambú, vesánicas, lunáticas, epifitas voladoras, chupaflores areniscas, peyote, toloache y otras hierbas del Diablo, son una muestra del tipo de flora que el lector puede encontrar. En ambos libros se asoman tigres, incluso gatos, y aquí conviene recordar la frase que se atribuye a Víctor Hugo: “Dios hizo el gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”.
En “La cámara” aborda un tema muy actual, los migrantes; es un relato de altos vuelos que da nombre al libro y el gran ausente en varias antologías que intentan tomarle el pulso a la narrativa mexicana. Por ejemplo, en el Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005), Christopher Domínguez Michael (FCE, México, 2007) revisa la poesía de Lizalde y de su narrativa sólo menciona la novela que describe el momento en el que Pancho Villa toma la ciudad de Zacatecas, Siglo de un día. No hay referencias a los cuentos. En un ensayo que sirve como texto introductorio en la colección Material de Lectura (UNAM, México, 2012), Luis Ignacio Helguera señala sobre los relatos de Lizalde: “No deja de tener textos interesantes que preparan ya el camino de una prosa precisa y elegante poco advertida por la crítica”.
GENEALOGÍA DEL CUENTO
Antes de continuar con las virtudes de “La cámara”, creo necesario detenerme en la historia de cómo se gestó y dar una aproximación a una genealogía. Como el autor lo reconoce en un breve prólogo a su Almanaque de cuentos y ficciones. 1955-2005 hubo una primera versión de ese relato que se publicó en 1956 en la revista Letra viva, que editaban Enrique González Rojo, José Luis González y Lizalde. El suplemento México en la Cultura del periódico Novedades publicó, el 28 de octubre de 1956, una breve reseña que subrayaba los aciertos y tropiezos:
Es un cuento cuyos elementos, tan reales y trágicos por sí mismos, pudieron ser una obra maestra. El tema lo explica todo: tres infelices mexicanos, que pretenden pasar ilegalmente a los Estados Unidos, metidos en la cajuela cerrada de un automóvil, son abandonados durante varios días. Si Lizalde no hubiera apresurado —el enemigo esencial de la obra de todos los hispanoamericanos—, el suyo hubiera sido no un cuento, sino algo más.
Tras esa observación, el autor confiesa que decidió revisar y corregir la historia. La segunda versión quedó terminada entre 1957 y 1958. Es el texto que encabeza la selección de doce cuentos, bajo el título de La cámara, que Henrique González Casanova editó en 1960.
Gracias a la Bibliografía del cuento mexicano del siglo XX, elaborada por Emmanuel Carballo (UNAM, México, 1988) es posible conocer qué otros títulos se publicaron en 1960: Ciudad Real, de Rosario Castellanos; Cañón de Juchipila, de Tomás Mojarro; Fuego en el norte: Cuentos de la Revolución, de Rafael F. Muñoz; Dormir en tierra, de José Revueltas; El sentido común, de Rubén Salazar Mallén; La plaga del crisantemo, de Arturo Souto Alabarce; Dos y los muertos, de Carlos Valdés; El hombre que ponía huevos. Quinto libro de cuentos mestizos, de Ramón Rubín y El oficleido y otros cuentos, de Rafael Solana.
En la Revista Mexicana de Literatura, José Emilio Pacheco reconoce que Lizalde, “el poeticista, cede el lugar a un narrador con verdaderas dotes para el género”. Ese comentario lo hace Pacheco en 1960, cuatro años antes de que se publicara la versión definitiva del relato:
Por lo que se desprende de estas páginas, será la narración el verdadero camino de Lizalde. [...] “La cámara” es digno de figurar en las antologías mexicanas. [...] Con este material Lizalde ha construido un texto que no es hipérbole calificar de magnífico.
EL NÁUFRAGO, EL GATO Y EL LORO
Cuando se publicó por primera vez “La cámara”, en Letra viva, se hizo acompañar con un dibujo hecho por el propio Lizalde. El hacinamiento de los cuerpos, la desesperación, la disputa y el hartazgo son algunos de los aspectos que muestra la ilustración.
Desde la primera página del relato es posible detectar los aciertos narrativos del escritor. La fuerza de una prosa categórica. “El silencio se metió en las tres bocas, como el seco trozo de un algodón en la silla del dentista. Fue el principio de la espera, esa antesala invisible, desierta, sin muebles para reposar. La espera de algo definitivo, de vida o muerte”. Y en ese tenor se erige el cuento, entre la vida y la muerte, entre el dolor y la zozobra.
Hay una frase de Juan García Ponce vertida en De ánima que define con fidelidad lo conseguido por Lizalde en “La cámara”: “¿Qué otra cosa puede ser la literatura sino el hallazgo del pretexto adecuado que nos permite regresar al lugar que queremos habitar?”. El lugar donde el personaje desea alojarse es la evocación. En su memoria se dan cita imágenes que lo atormentan, lo subyugan y le hacen cada vez más difícil desprenderse de los recuerdos. Acaso porque sólo las remembranzas lo mantienen vivo:
Me sentí en la cueva solitaria del Paraíso terrenal. Me hallé de pronto con que todo aquel asunto aterrador apenas se iniciaba, que había sido contado a medias. Me descubrí latiendo entre los escombros de una broma pesada, hiriente como una infección o un golpe de hacha. (“La cámara”, en Almanaque de cuentos y ficciones, p. 35).
La infancia es un espacio en el que a veces se sumerge la narrativa de Lizalde —como también sucede en “El tigre de Pablo” y otros relatos. El migrante se refugia en recuerdos cálidos de sus primeros años de vida para soportar lo que viene, como si al hacerlo se sostuviera de una balsa que lo salvará de morir ahogado. Y de un golpe de timón, me viene a la mente la escena melvilleana con Ismael que, tras el naufragio del Pequod, abraza el ataúd de su amigo Queequeg: un féretro, paradójicamente, evita su muerte.
"Cuando se publicó La cámara, en Letra viva, se hizo acompañar con un dibujo hecho por el propio Lizalde. El hacinamiento de los cuerpos, la disputa y el hartazgo son algunos de los aspectos que muestra".
La estructura de “La cámara” está dividida en cuatro apartados. En el primero interviene un narrador, y del segundo al cuarto participa uno de los personajes, el sobreviviente. La tensión dramática representa un aspecto fundamental a lo largo de la historia. El autor poco a poco proporciona los elementos para que el lector no se aleje de la situación caótica que se desarrolla en la frontera norte del país. La pluma de Lizalde es versátil para referirse al pequeño espacio en el que viajan los tres hombres; lo llama sarcófago, corsé, horno, submarino descompuesto, cueva y prisión, por citar algunas de sus comparaciones.
Un aspecto medular ocurre cuando el protagonista de la historia rememora una noticia de unas semanas atrás: las peripecias de un náufrago que sobrevivió en el mar durante quince días, acompañado de su gato y un loro; a modo de sobrevivencia, el gato devoró al loro. Lizalde maneja con destreza este paralelismo y hace que cada uno de los personajes se vea identificado con el náufrago y los animales. Imagino al autor con la paciencia de los buscadores de oro o gambusinos, quienes en los arroyos y con una bandeja iban decantando los restos de agua hasta que aparecían los diminutos trozos del preciado metal. Así, con suma destreza, el narrador extrae esos sedimentos valiosos que incorpora al cuento, como la ironía.
La migración y la discriminación eran temas importantes a fines de los años cincuenta y lo siguen siendo ahora. “En Texas discriminaban a los mexicanos —y a todo bicho sin pecas—, pero a veces pagaban bien: valía la pena ser tratado como animal”, apunta Lizalde. No obstante, no era usual que un escritor de la Ciudad de México se ocupara del asunto migratorio, menos aún con el dramatismo que domina en el relato.
Pasar varios días encerrados en ese espacio tan estrecho debió ser una tortura. Y precisamente en esa modalidad, bajo la necesidad de sobrevivir al yugo, surge una de las herramientas para el desarrollo de la tensión dramática. Vivir es lo primero que ronda en la cabeza del náufrago de la frontera. Luego se ve envuelto en la desesperación y el desasosiego. A continuación se agolpan en su cabeza maneras en las que podría quitarse la vida y dejar de padecer el encierro, la fetidez. Una y mil formas de cómo suicidarse en un breve espacio, con el inconveniente de que no cuenta con los instrumentos necesarios y existen elementos desfavorables: la oscuridad, la limitación en el movimiento y la carencia de una navaja, entre otros infortunios. Alucina que van a rescatarlo, cree escuchar los ladridos de un perro, luego piensa que el can ya está adentro de la cámara, que él le muerde una pata... ¿pero todo eso es verdad?
En esta situación de incertidumbre que aterriza en la locura, es posible notar cierta similitud con lo que crea Dino Buzzati en El desierto de los tártaros (Gadir, Madrid, 2005). Como escribe Borges en el prólogo,
hay una víspera, pero es la de una enorme batalla, temida y esperada. Dino Buzzati, en estas páginas, retrotrae la novela a la epopeya, que fue su manantial. El desierto es real y simbólico. Está vacío y el héroe espera muchedumbres.
En el relato de Lizalde también hay una víspera, la lucha se libra en el interior de la cámara y en la conciencia del sobreviviente. El héroe aguarda, pero el tiempo pasa y lo único real es el abandono. Tanto Buzzati como Lizalde parten de un par de lecturas en común que son visibles en su narrativa: Edgar Allan Poe y Franz Kafka.
Tiene razón José Emilio Pacheco cuando advierte que Lizalde se apega a las maneras propias de Arreola, “(estancia inevitable en nuestro desarrollo), un modelo excelente, claro está, pero alejado de las intenciones y del temperamento de Lizalde”. Para Pacheco, además de La cámara, otros dos libros de cuentos fueron importantes en 1960: Dos y los muertos, de Carlos Valdés y La plaga del crisantemo, de Arturo Souto. Estos títulos “le devuelven al cuento mexicano la hegemonía que ganó la novela en años anteriores”, indica.
La destreza de Lizalde como cuentista no está en duda. El enigma es saber por qué abandonó esa vertiente en su carrera literaria. Dice Juan Villoro en La utilidad del deseo (Anagrama, México, 2017) que “el estilo literario genera ilusión de un idioma privado, compartido en forma íntima entre el autor y el lector”. Lizalde dio varias muestras de ese idioma privado. Quizá no queda más que encontrar refugio en la relectura de sus cuentos y, al margen de etiquetas que sólo quieren ver a Lizalde como poeta, recordar lo que en su momento José Emilio Pacheco afirmó de Sergio Pitol: “Es un escritor único por muchos motivos y un caso aparte que no ajusta en ninguna de las clasificaciones hechas en el intento de ordenar el caos”. Así también es Eduardo Lizalde.