Este año se conmemora un siglo de que Juan José Tablada no viajó a Japón: en 1919 publicó en una desconocida editorial neoyorquina con nombre de ron, Appleton & Co., En el país del sol, conjunto de crónicas sobre su viaje a Oriente que en un ya lejano 1900 habían aparecido en la Revista Moderna. Para entonces, el mítico viaje de Tablada ya era un recuerdo lejano y, para ser francos, ya no le importaba mayor cosa a nadie.
Historia muy distinta es la de las crónicas originales, que generaron una inmediata polémica al correrse el rumor de que Tablada nunca se había embarcado hacia Oriente. Según los escépticos, Tablada habría permanecido en San Francisco todo el tiempo del supuesto viaje, desde donde se las habría ingeniado para de alguna manera hacer llegar sus crónicas a Yokohama, para que desde allí fueran enviadas a la redacción de la Revista Moderna, en la Ciudad de México, y completar así uno de los fraudes más rebuscados y magníficos de la literatura mexicana. Sea cual sea la verdad, el hecho es que con el siglo que se estrenaba Tablada se convirtió en el autor más célebre en haber viajado al misterioso Japón o en el autor más célebre en no hacerlo. La competencia, curiosamente, era igual de dura.
Inspirados en la poética escapista de Baudelaire y en la obsesiva lectura de los relatos de viajes de Pierre Loti, Japón fue siempre un destino anhelado para los modernistas. Hasta Tablada, ninguno había conseguido embarcarse hacia el País del Sol Naciente; Darío tuvo que contentarse con escribir sus japonerías y chinerías al menor pretexto, y Julián del Casal, con recrear un jardín japonés en plena Habana. La suerte para el mexicano habría sido completamente distinta cuando la Revista Moderna lo envió como corresponsal al Japón. Derrochadora como sus colaboradores, el gesto de la revista en realidad no era tan extraño: el mismo Darío vivió un par de décadas en Europa escribiendo crónicas para La Nación de Buenos Aires, y en ese mismo 1900 Nervo viajó a la Exposición Universal de París como corresponsal de El Imparcial, periplo del que surgió el encantador El éxodo y las flores del camino.
Tablada fue el primero de los no muchos modernistas que lograron concretar el sueño del viaje oriental —haya sido como haya sido—, para después escribir un libro que lo demostrara. Lo siguieron el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, de lejos el cronista más célebre de la época; el salvadoreño Arturo Ambrogi, y el mexicano Efrén Rebolledo. Con la publicación de los libros y sobre todo de las crónicas en las revistas modernistas, de amplio tiraje y circulación trasnacional, el Japón fue perdiendo su aura de ensueño para convertirse en un territorio que era posible recorrer como cualquier otro. Cuando los viajeros latinoamericanos certificaron en esa prosa poética saturada de sensaciones y rêveries que el Japón sí existía, la amplísima influencia que el país del sol había ejercido en todas las artes empezó a declinar, hasta convertirse en cachivache de tienda de antigüedades.
Pero más allá de haber clausurado una estética, el viaje oriental de Tablada y de los modernistas es relevante por varios motivos. Aunque los románticos habían escrito libros de viajes latinoamericanos, no fue sino hasta el modernismo cuando el género conoció su auge. En el cambio de siglo, los numerosos lectores mexicanos y latinoamericanos ya no se conformaban con tener una visión europea del mundo; había llegado la hora de verlo con ojos propios. Por más que se basara en los libros de los hermanos Goncourt y en los de Loti para escribir su relato, Tablada viaja, ve y escribe como mexicano, con plena conciencia de serlo, sin que ese hecho le cree mayores conflictos. De hecho, ésa era precisamente su misión y para eso lo financiaba la Revista Moderna: no para reproducir otra visión estereo-tipada del Japón, que para la fecha ya sobraban, sino para crear la primera visión latinoamericana del Japón, que no existía. Así lo entendió Rubén Campos, quien anunciaba el viaje del poeta en estos términos: “José Juan Tablada parte mañana al Japón [...] Cuando contemples arrobado flotar en un mar de oro el témpano de nieve del Fusiyama, sueña en el lejano y augusto Citlaltépetl”. Entre los dos volcanes, el japonés y el mexicano, ya no habría intermediarios, sino un diálogo directo.
Tan era un acontecimiento el viaje de Tablada que se convirtió en una cuestión de Estado. El gobierno de Porfirio Díaz deseaba establecer relaciones con el Imperio Japonés, no sólo para ganar legitimidad, sino también para ampliar sus afanes cosmopolitas. Además de escribir sus crónicas, Tablada intentaría crear contactos y desarrollar cualquier clase de intercambio entre ambas naciones, tarea que consiguió a medias. Pero el hecho de que un poeta mexicano viajara a Oriente y escribiera desde allí fue publicitado por la prensa del régimen como una gesta casi patriótica, pues era una prueba más de la exitosa inserción de México en el mundo. Tanto bombo y platillo no hizo sino incrementar los rumores que ponían en duda la realización del viaje, que empezó a leerse como una variante más, tan veraz como el resto, de la propaganda oficial.
"Tablada quiere trasladar a sus lectores sus visiones con tanta fidelidad que él acaba desapareciendo. Más que un relato de aventuras, pretende dibujar escritos que respondan a sus visiones y sensaciones"
UN PROTAGONISTA ECLIPSADO
Leído un siglo después de su publicación, ya sea en la versión electrónica editada por Rodolfo Mata o en el tomo VIII de las Obras completas a cargo de Jorge Ruedas de la Serna, ambas publicadas por la UNAM, En el país del sol es todo menos un texto polémico. El libro cumplió sin dudas su función documental, al acercar de primera mano las visiones orientales a los curiosos lectores mexicanos y dar noticia por primera vez en Occidente de los dibujos de Hokusai y de Hiroshigue, y de los poemas de Basho. No obstante, las poéticas y pormenorizadas descripciones eclipsan al que debía ser el protagonista del relato: el mismo Tablada.
A diferencia de Gómez Carrillo, quien entendió mejor que ningún otro cronista que lo más relevante de sus escritos no era lo que veía, sino lo que vivía, y vaya que Gómez Carrillo vivió, Tablada quiere trasladar a sus lectores sus visiones con tanta fidelidad —surgida de la subjetividad, no del realismo— que él acaba desapareciendo. Más que un relato de aventuras, pretende dibujar varios escritos que respondan a sus visiones y sensaciones, pero en el traslado de los cuadros japoneses se pierden las vivencias del poeta, cuyo deslumbramiento permanente impide la aparición de la anécdota o del humor. La preponderancia de las descripciones sobre las narraciones fue, sin ir más lejos, tomada como prueba de la falsedad del relato, pues en el fondo el libro dice mucho de Japón, pero poco del viaje de Tablada.
En todo caso, ésas son las crónicas que Tablada quiso escribir. Como todo prosista modernista, nunca deja de lado la cuestión del estilo y siempre se interroga sobre cuál debe ser su poética. A lo largo del libro, Tablada reflexiona sobre cómo deben ser las crónicas literarias, y él mismo se va respondiendo tanto explícitamente como en la misma escritura. Desde las primeras líneas deja claro que:
Contra mi designio, pero impulsado por un sentimiento imperioso, he trazado las líneas anteriores sin resignarme a ser tan prosaico como un agente viajero, sin creer oportuno tampoco hacer vibrar en estas páginas una perpetua crisis de íntimo lirismo. Vamos pues al grano intentando una serie de snap shots...
Adscrito a la recién creada crónica literaria, Tablada sigue las enseñanzas de Gutiérrez Nájera y sobre todo de Darío, capaz de saltar de un asunto a otro en el mismo párrafo, con lo que le imprime a la prosa una velocidad en consonancia con los nuevos tiempos. Tablada no quiere ser un simple guía de turistas que informe el horario de los trenes, ni un poeta que por perderse en sus divagaciones acabe sumergido en sí mismo y se olvide de lo que lo rodea, más aún si lo que lo rodea es Japón.
Luego Tablada da un paso adelante e intenta adaptar el arte japonés a la escritura española, rasgo por el que hoy más se le recuerda —con cierta injusticia, pues antes que nada fue un enorme poeta—, al haber introducido el haikú a nuestra lengua. Hablando de la pintura japonesa, Tablada cuenta:
Cuando Hokusai, el gran pintor de la vida japonesa, llevó a su editor las 300 composiciones de la más trascendente de sus obras, éste le preguntó con qué nombre las publicaría; el “viejo loco de dibujo” contestó simplemente: “Mangua”. Ahora bien, “Mangua” en su traducción literal significa: el dibujo como viene... Mangua serán, pues, estas crónicas, estas acuarelas rápidamente lavadas en el álbum de viaje...
De esta forma, Tablada acentúa su propósito de escribir acuarelas y de dibujar crónicas. Así avanza el libro, con el autor dedicando un capítulo a cuadros exóticos que satisfarían las exigencias de sus lectores: el viajero acude a la ceremonia del té, a los templos, al teatro kabuki, a Kioto, al distrito rojo... Otros capítulos, en cambio, están más cerca del ensayo, como cuando escribe sobre la influencia del arte japonés en Occidente, y hubieran podido ser escritos en cualquier parte, lo que fue otro argumento para los envidiosos. Pero Tablada tenía clara la función divulgativa de sus crónicas, y él mismo se impone sus propias limitaciones:
Si alguna vez he tenido que sostener en mí mismo la lucha a muerte de la imaginación y de la volun-tad, de los anhelos y de los deberes, ha sido en esta vez! Tomar una pluma y un tintero, urdir un capítulo, cambiar las sensaciones dulcísimas por las ideas penosas! Aprisionar a todas las irisadas libélulas del ensueño y poner fin a sus etéreas rondas para clavarlas agonizantes sobre el papel!... Eso es casi criminal como lo sería cortar esas flores de loto para aprovechar sus virtudes farmacéuticas...
Tristemente, la polémica sobre el viaje parece zanjada. Tras décadas de infructuosas pesquisas, en que los investigadores no hallaron ninguna prueba del viaje en archivos de aduanas y registros de migración, en 2015 el académico Martín Camps, en las páginas de este mismo diario, anunció que había encontrado la prueba concluyente: el nombre de Tablada aparece en los archivos que registraban la llegada de viajeros a San Francisco. El poeta regresó de Japón a bordo del America Maru y desembarcó en San Francisco el 22 de diciembre de 1900, una vez satisfechos sus mayores afanes nómadas. De esta forma, el pasajero 21, como aparece en el registro, regresaba a México para también él empezar a cultivar la leyenda, pues aparte de las crónicas, Tablada no hizo el mínimo esfuerzo por probar su viaje y, quizás con la certeza de que no hay que hablar de los sueños, apenas volvió a mencionarlo.
Aunque la evidencia sea definitiva, la probable estafa es demasiado sugerente como para resignarse a que Tablada no nos lleva engañando más de un siglo. La visión del autor escribiendo sus crónicas japonesas desde California, con tal detalle y realismo como si estuviera presenciando lo que sólo ha leído e imaginado, es tan literaria que hacerse a la idea de que el viaje sí se emprendió es decepcionante. El anhelo y el recuerdo del viaje siempre son más logrados que el viaje mismo, haya existido o no.
Tablada siguió toda la vida cultivando su amor por Japón, de la traducción de sus poetas al coleccionismo de sus artes, a grado tal que con las ganancias de su negocio de importación de vinos construyó un jardín oriental en la casona de Coyoacán, en la que era atendido por un sirviente japonés. El jardín fue arrasado por la caballería zapatista en 1914, en lo que debe ser uno de los encuentros más dramáticos de nuestra cultura: el soldado zapatista cabalgando por el jardín repleto de fuentes, pagodas y bonsáis, mostrando que el corrido y el haikú no pueden rimar. Volviendo a las visiones, es fácil imaginar a un Tablada de mediana edad recorriendo su jardín oriental, preguntándose, él mismo, si alguna vez realmente presenció lo que dejó escrito En el país del sol o si sólo lo imaginó. La respuesta, por supuesto, es que da lo mismo: que cada lector elija la opción que mejor le parezca.