En su Antropología del cerebro, Roger Bartra plantea que el advenimiento de la conciencia requiere una “prótesis cultural”. En su hipótesis, se requieren sistemas simbólicos, o redes exocerebrales (así las designa) que interactúan con las redes neuronales para modelar la actividad neurobiológica durante el advenimiento de la conciencia.
En contraposición —sigo el planteamiento de Antonio Damasio en su libro The Feeling of What Happens— se puede elaborar una hipótesis neurológica según la cual hay niveles prelingüísticos y preculturales de conciencia básica; emergen de la actividad neural durante el proceso de elaboración de mapas del ambiente externo y del propio cuerpo, y ante todo, surgen de la representación neural de los cambios corporales durante la interacción con el entorno. Damasio habla de una “narrativa sin palabras del cuerpo”, en donde la conciencia es un sentimiento, la imagen de una emoción que emerge de las transformaciones del medio interno durante la interacción con el entorno, es decir, “el sentimiento de lo que pasa”.
La relevancia crítica de la prótesis cultural, a mi juicio, hay que buscarla en el nivel más alto de la conciencia: en los estados metacognitivos, que no mapean directamente el entorno o el organismo, sino los propios procesos mentales. Aunque el sistema nervioso no necesita de la cultura para ejercer funciones de control visceral y regulación fisiológica, todo indica que hay información que sólo llega a la conciencia cuando disponemos de los sistemas semióticos adecuados. El lenguaje verbal, por ejemplo, es una zona de convergencia entre naturaleza y cultura: surge de la evolución natural, que dio lugar a regiones cerebrales en el hemisferio izquierdo especializadas en seleccionar y ordenar palabras. Pero la evolución histórica y la diversidad social han generado variaciones lingüísticas incontables, que no se transmiten por vía biológica. Aunque el lenguaje es una capacidad enraizada en el cerebro, los idiomas son productos culturales: nazco con un aparato biológico para hablar y entender el lenguaje, pero no con una predisposición al inglés, el chino o el español. Una contingencia geográfica determina el aprendizaje de mi lengua madre. Puedo aprender dos o más lenguas, y la condición bilingüe revela lecciones inesperadas acerca de la plasticidad neuropsicológica. Un estudio de Paula Rubio-Fernandez, lingüista española, publicado en 2012 con el título Reasoning About Other People’s Beliefs: Bilinguals Have An Advantage, aborda los efectos de la condición bilingüe sobre la capacidad para entender el pensamiento de los demás. La doctora Rubio-Fernández evaluó a 46 estudiantes en la Universidad de Princeton para conocer sus habilidades de mentalización, es decir, su capacidad para atribuir estados mentales a los demás. Esta habilidad para inferir las creencias ajenas es una forma de razonamiento intersubjetivo, que se conoce en la jerga psicológica como “teoría de la mente”. La idea detrás de esta teoría es la siguiente: ¿hasta qué punto somos capaces de representarnos correctamente las intenciones, los sentimientos, las imágenes mentales, los pensamientos verbales, los recuerdos y, en suma, los estados subjetivos del otro?
En un inicio, esto se logra mediante la actividad de redes cerebrales encargadas de decodificar las claves sociales en el movimiento del otro, con la participación de las célebres neuronas espejo. Pero esa historia neuronal, que sólo es el inicio de una compleja cascada de eventos, es otra historia y será contada en otra ocasión. Los problemas que nos ocupan en este momento son: ¿cómo podemos medir la capacidad de mentalización?
Y ¿qué efecto tiene la condición bilingüe de una persona sobre esa habilidad?
"Las personas bilingües tienen más capacidad para tomar en consideración la perspectiva del otro. ¿A qué se debe este resultado?”
Para medir esta función, la lingüista usó una prueba clásica, una narración que dice lo siguiente:
Anne guarda su muñeca en una canasta de la escuela, y después va a su casa. Mientras está afuera, otra niña, Sally, saca la muñeca de la canasta y la coloca adentro de una caja. Cuando Anne regrese al día siguiente, ¿dónde buscará su muñeca? Hay dos tipos comunes de respuesta frente a este problema: si digo que la niña buscará su muñeca en la canasta (aunque no se encuentra allí) esto revela una mejor perspectiva de la mente de Anne: soy capaz de imaginar que la niña es víctima de una idea falsa. Por otra parte, si digo que Anne buscará su muñeca en la caja (donde se encuentra, de hecho, porque allí la guardó Sally), padezco un sesgo egocéntrico: soy influido por mi propio conocimiento sobre la ubicación de la muñeca, y no logro imaginar que Anne no tiene acceso a esa información. No sabe dónde está, porque no estuvo presente durante el cambio de ubicación.
La prueba de Anne y Sally se usa en la psicología del desarrollo y en los ambientes clínicos. Las personas con diagnóstico de autismo y esquizofrenia obtienen calificaciones deficientes en esta prueba, y quienes padecen Alzheimer pierden la capacidad para establecer este juego de perspectivas. A la lingüista española, por lo demás, le interesaba saber si las personas que hablan más de una lengua tienen mayor capacidad para el razonamiento intersubjetivo. Y su estudio muestra que así es: en comparación con las personas monolingües, las personas bilingües obtuvieron mejores respuestas en la prueba. Técnicamente, tienen más capacidad para inhibir el sesgo egocéntrico, es decir, para tomar en consideración la perspectiva del otro. ¿A qué se debe este resultado?
Quizá el aprendizaje de una segunda lengua ofrece una mayor diversidad de claves para entender el mundo, y amplifica nuestro paisaje semántico mediante el acceso a otros códigos culturales. Pero una explicación tan amplia es difícil de someter a prueba. La doctora Rubio-Fernandez buscó evidencias de una explicación más sencilla, mediante una tarea conocida como test de Simon: el aprendizaje de otras lenguas incrementa el control ejecutivo del individuo sobre sus procesos mentales. Al aprender un segundo idioma, debemos inhibir la tendencia automática a usar la lengua madre. Esto ejercita nuestro control para inhibir representaciones mentales automatizadas. Ganamos una habilidad cognitiva útil para entender las creencias de otras personas, porque somos más capaces de descartar ideas automáticas. ¿Quizá esto podría tener un efecto sobre los sesgos racistas, sexistas y clasistas de nuestra sociedad? El experimento muestra, en todo caso, el poder de una prótesis cultural (la segunda lengua) para desarrollar la inteligencia intersubjetiva, y nos obliga a renovar la pregunta: ¿cuál es el poder de la cultura para provocar cambios en nuestra propia maquinaria neuropsicológica?