El tatuador de Lecumberri

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Foto: larazondemexico

A los 66 años, Tito, el Colombiano, tatuador, se ha descubierto poeta. “Le hice un verso al tatuaje”, comenta. “A ver, ¿cómo va?”, pregunto. Se quita los lentes oscuros que ocultan su mirada valentona. De pie, apoya la pierna derecha al frente y saca el pecho. Los brazos están sueltos a los costados. Levanta la barbilla. Ladea el cuerpo. Cualquiera pensaría que se prepara para una pelea.

Levanta una mano entrecerrada casi a la altura del rostro. La rosa negra que él mismo se tatuó en el dorso —diseño que tomó de una envoltura de mazapán encontrada en su encierro en el Palacio Negro— da a un público imaginario.

El tatuaje será mi muerte

también mi felicidad.

Y así de conformidad

yo espero cualquiera suerte,

aunque mi cuerpo ya inerte

lo lleven al camposanto.

Y ahí yo no quiero llanto.

¡Que recen por mi aventura!

Bajando a la sepultura

que entonen alegre canto.

El tatuaje.

Ha perdido la entonación de su tierra, Colombia. Tras casi cincuenta años en México, su habla es de los barrios populares de esta capital. Esa que alarga la última letra de cada frase. Las comisuras de sus labios se mueven hacia arriba. Qué amabilidad adquiere.

—Está bello —dice, satisfecho.

—¿Lo tienes escrito?

—Ya se quedó aquí —se toca la sien. Ahora declama un poema dedicado a su máquina tatuadora, la que él mismo construyó.

MULA DE COCAÍNA

Desde 2014, cuando la reportera Mercedes Matz entrevistó por primera vez a Roberto Candia Salazar, el nombre real de Tito, su vida dio un vuelco. Dejó de ser un exconvicto que sobrevivió 28 años en el sistema penal mexicano y se convirtió en un referente de la cultura del tatuaje nacional. Tiene la admiración del gremio, lo respetan como maestro de la vieja escuela y lo llaman don Tito, mote que ganó en la cárcel. Da entrevistas a periódicos. Lo invitan a programas de radio y proyectos de cine, es protagonista del documental El Canadiense, de Fabián León López, que ha ganado premios internacionales. Los auditorios de centros culturales y universidades donde habla del tatuaje y de su experiencia en la cárcel están llenos. Uno debe agendar con tiempo una cita para platicar con él.

“No imaginé que un día iba a vivir todo esto, ni que el tatuaje se iba a considerar cultura. Y aquí estoy. Pero siempre humilde”, me dice. Estamos en la explanada de la Alcaldía Iztapalapa, en una banca de cemento. Tito no tiene reparo en hablar de sus años en la cárcel. Tampoco de los delitos que lo dejaron en la congeladora, como llama al penal. Tenía 17 años cuando en 1972 vivió su primer arresto, que lo llevó a Lecumberri más de tres años. Era líder de un equipo que vendía drogas al norte de la ciudad. Entregaba un paquete con marihuana cuando lo detuvieron, aunque fue procesado por robo y lesiones.

Está absorto. Habla de la pelea con los policías que lo detuvieron, del navajazo que le propinó a uno en la cabeza, de la golpiza que recibió. Una voz lo interrumpe. Voltea a ver a Sandra, su compañera de vida. La mujer lo observa con reprobación.

—Así fueron las cosas —se justifica con voz suave—. Es historia viva, mami.

—Sí. Pero habías quedado que ya no ibas a hablar de eso.

—Pero ya se lo platiqué.

Las personas de la banca de enfrente escuchan con disimulo. “Estamos hablando de tatuajes”, les comenta el Colombiano. Después de unos minutos se van, incómodas. Tito no se da cuenta. Está narrando su vida. ¿A quién no le gusta hablar de sí mismo?

Me habla de su llegada a México: tenía doce años. Era una mula. En el estómago traía cápsulas llenas de cocaína, hechas con los dedos de un guante de látex. Lo entrenaron haciéndolo pasar uvas enteras, para reprimir el reflejo del vómito. Luego de un mes estuvo listo. Ya en Nayarit, con un vomitivo expulsó el cargamento.

—Yo era parte de un equipo de allá, de Cartagena.

—¿Te acuerdas de cuál?

—Entre menos sepas, mejor.

TRAS LA ENTREGA se fugó. Si regresaba a Colombia lo volverían a cargar y sería detenido por la policía o moriría si los jugos de su estómago perforaban los envoltorios. Como pudo llegó a Mexicali. Los locales de tatuaje le interesaron, aunque nadie le hacía uno por ser menor de edad. Aprendió un oficio parecido: pintar autos. Cruzaba la frontera, a Calexico, para comprar pintura. Un día cruzó y no se detuvo. Llegó hasta las Dakotas.

El cuerpo de Tito está tatuado. Señala la serpiente emplumada de su brazo que se une, sin planearlo, con otra serpiente que sobresale del costado. De sus treinta tatuajes prefiere el primero: una india que inicia en el pecho y termina en el abdomen.

En las Dakotas conoció a Rosario, mujer sioux. El chico de 13 años quedó impactado por ella: los ojos casi rasgados, la nariz recta, los labios delgados, el cabello largo, la mirada profunda. Se fueron a vivir juntos a un tipi dentro de una reserva. Meses después nació su hijo, el primero de los 16 que Tito asegura tener. Aún recuerda la imagen de Rosario cargando a la cría en la espalda a la usanza de los sioux, con pieles, atrapasueños y otros amuletos hechos por la abuela para proteger al bebé. Un día fueron a Nueva York. Eran los años sesenta, los Rolling Stones tocarían en Central Park. Entre la masa, Tito y Rosario se perdieron. Migración vio al chico solo y lo detuvo; fue deportado a Tijuana. Ahí le hablaron de Tepito. Viajó a la capital y se instaló. No volvió a ver a Rosario.

Por eso al caer en Lecumberri y conocer a Miguel, quien le enseñó el arte del tatuaje, le pidió que le hiciera una india. “¿Pequeña?”, preguntó el sujeto. “No, quiero una grande”. “¿Y aguantas?”. “Sí, sí aguanto”.

LA MÁQUINA CARCELARIA

Miguel comenzó a hacer la tinta. Quemó peines de plástico y atrapó el humo con una madera. Raspó el hollín con una navaja de rasurar, lo mezcló con agua, champú y pasta de dientes. Sacó sus agujas, las mojó en esa tinta y comenzó a pigmentar la piel de Tito, punto por punto, hasta crear la imagen de una mujer con un par de plumas sobre el cabello, aretes, collar. Luego, Tito encontró un oficio: tatuar personas.

—¿Ahí también hiciste tu primera máquina? —le pregunto.

—No. Fue en el Reclusorio Norte.

"Tenía 17 años cuando en 1972 vivió su primer arresto, que lo llevó a Lecumberri más de tres años. Era líder de un equipo que vendía drogas al norte de la ciudad".

AL SALIR de Lecumberri se reintegró a la venta de drogas. A fines de los ochenta, unos colombianos le plantearon asaltar una camioneta de valores. El día del atraco, policías vestidos de civil protegían la empresa de donde salía el transporte blindado. Ambos bandos soltaron balas. Dos custodios y un colombiano murieron; otros dos fueron heridos. A Tito le metieron cinco balazos. Los siguientes 25 años los pasó en el Reclusorio Norte.

En 1989 decidió dedicarse de lleno a ser tatuador. Negoció con el director del penal para que lo dejara trabajar.Evade dar el nombre del general Salvador López Portillo Leal, cabeza del Reclusorio Norte entonces. Tampoco aclara si aceptó dinero o no.

Tito le pagó a un custodio para traerle una grabadora pequeña. Le quitó el motor y desechó el resto. De una jeringa de vidrio robada de la enfermería obtuvo la pequeña salida de metal donde se inserta el punzón para la medicina. Consiguió un lapicero y como aguja utilizó el metal que recubría la cuerda de una guitarra que le vendió un interno por cinco pesos. La lijó y la dejó fina. Amarró el motor con hilo cáñamo. Se conectó a un cable que pasaba por la celda. Hizo tierra con otro cable, sal de grano y un vaso con agua. Su máquina canadiense —de canera, carcelaria— funcionó. “Es el principio de las rotativas alemanas que cuestan 30 mil pesos. Yo sigo trabajando con las mías. Puedo hacer una con un encendedor”, presume mientras me muestra la que tiene dibujada en la espalda.

Caminamos por la Colonia Vallejo. Vamos a un gimnasio abierto donde los atletas del barrio entrenan en barras y tubos. Valle de los Mamados le llaman. Tito se acerca a los hombres que se ejercitan. Dan la mano y el puño como saludo. Él se quita la playera de tirantes. Para ejercitarse le es suficiente el torso, un pantalón de mezclilla y tenis.

Aunque rebasa los 60 años, tiene un cuerpo fuerte y marcado. Se acostumbró al ejercicio en la cárcel. Le ayuda no beber alcohol ni consumir drogas. Fue suficiente la que tragó al ser mula. Calienta un poco y comienza a subir con los brazos una escalera inclinada de unos seis metros de alto. Llega a la cima y desciende de igual forma. Su cuerpo se mantiene vertical todo el tiempo. La fuerza está en el abdomen.

“¡Vas!”, me dice. Me dirijo a una escalera más chica, menos de la mitad de la que él escaló. Comienzo a subir. Mis pies apenas abandonan el piso un metro. Me bajo apenado. “Poco a poco”, me dice.

¿QUÉ, UN TATUAJITO?

Salió de la cárcel en 2011, de madrugada. En el reclusorio ahorró unos 35 mil pesos, tatuando. Se iba a ir a un hotel pero en la calle lo esperaba uno de sus hijos. Fueron a La Raza, donde estaba una de sus parejas sentimentales. Al llegar a la casa se encerró. Veía la calle pero no salía. Tenía miedo. Por 25 años obedeció la orden de ¡lista!, escuchó el grito de algún preso al que golpeaban a medianoche. Esos ruidos lo acompañaban y al despertar estaba igual de paranoico que en sus años de prisión. Por fin comenzó a tatuar dentro de casa. Sólo ahí se sentía seguro.

Un día salió a la puerta principal. Luego de unas semanas caminó algunos metros. Cada vez aumentaba la distancia. Cinco meses después llegó al tianguis de La Raza, donde comenzó a tatuar. En ocasiones le volvía la ansiedad. “Ahorita regreso, mamacita, me voy a la casa”, le decía a su mujer. Entraba corriendo, sin mirar atrás. Iba al espejo. “¡¿Qué te pasa, pendejo?!”, se reclamaba. Luego de unas horas regresaba al tianguis.

Una vez vio un anuncio en el periódico: Ford solicitaba un maestro pintor. Pidió el trabajo. Pasó los exámenes, estaba seguro que se lo darían. En la entrevista le preguntaron si tenía tatuajes. Dijo que sí. Le pidieron quitarse la camisa. La respuesta fue que no podía trabajar ahí por política de la empresa.

Pasaron tres años. Un domingo, mientras tatuaba se acercaron tres tipos. También tenían el cuerpo dibujado. Estaba atento a sus movimientos, una costumbre de la cárcel. Uno examinaba los diseños en esténcil. Otro habló. “¿Es usted don Tito?” “Sí, ¿cuál es la idea?” “Nos dijeron que estaba aquí”. Tito se puso de pie. Si tenía que pelear lo iba a hacer. Para eso fortalecía su cuerpo en el parque. Antes de soltar un golpe ofreció: “¿Qué, un tatuajito?”.

Los tatuadores Chino de Tepito, Chacal y Pato estaban organizando una exposición sobre su oficio en el Museo del Tatuaje, por Insurgentes. Les llegó el rumor de que en La Raza tenía su estudio un exconvicto que había aprendido a tatuar en Lecumberri. “¿En cuánto me vende este diseñito?”, preguntó el Chino. “Te lo regalo”, dijo Tito. “No, cómo cree, padrino, usted viene a trabajar”. En eso vio las máquinas hechas por el Colombiano. Revisó una. “¿Y ésta en cuánto me la vende?” “No, qué pasó, con esa trabajo”. Unas semanas después, Tito llevó la máquina al Museo del Tatuaje, para incluirla entre las piezas exhibidas. El día del evento Tito cortó el listón. Ahí le hicieron su primera entrevista para medios.

DE REGRESO EN LECUMBERRI

Tito camina por el Palacio Negro. Ahora es el Archivo General de la Nación. Es la primera vez que regresa después de cuarenta años. Pasa frente a la que fue su celda. Trabajadores colocan en ella un caballete, cuadros, una mesa con pinturas y pinceles. Están montando una réplica del estudio que David Alfaro Siqueiros tuvo durante su encierro. La gente del Archivo reconoce a Tito. Le toman una foto.

Va pensativo. Quizá recuerda cuando compraba La Prensa y el Esto para José Revueltas y se los aventaba, con tal de esquivar a los custodios. O la vez que miró a María Rojo cuando filmaron la cinta El Apando. O cuando Goyo Cárdenas, el asesino serial, le ayudó a resolver su situación jurídica. O a lo mejor le vino a la mente cuando un grupo de internos le cuestionó una noche por qué tatuaba a puro mamá choncha —presos que tienen el mando en el penal. “Nel, yo tatúo a todo el que me lo pida”. “A ver, hazme un tatuaje”. “Va, cámara”. Terminó a las cuatro de la mañana. No cobró un peso pero obtuvo el respeto de los presos. “Órales, pinche Tito, quedó chingón. Si necesitas que matemos a alguien dinos”.

“No me lo vas a creer pero los pinches diablos vuelven a mí. Me quieren atrapar”, le dice Tito a Osvaldo Castañeda, activista a favor de los exconvictos. “Pero yo también soy un diablo. Yo viví aquí”.

Un hombre les dice que ya es hora de empezar. Tito ingresa al auditorio principal de Lecumberri. Unas cien personas le aplauden. Comienza a contar su historia.

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