UN CURSO DE FILOSOFÍA
Pocas semanas antes de morir, un escritor decide medir fuerzas ante la filosofía imponiéndose un reto: compactarla y exponerla en lo que para él son sus corrientes fundamentales. Es como subir, por última vez, a un cuadrilátero en el que toda su vida ha estado haciendo rounds de sombra.
Desde luego, la ha estudiado formalmente (en París, en 1926), aunque no es un filósofo en el sentido académico del término. Él mismo se hubiera burlado de la posibilidad de pasar por tal, pero quiere —exponiéndolas— despedirse de las grandes ideas que en el fondo le han servido de brújula y que acaso impidieron durante su existencia caer en el resentimiento o en la desesperación más profunda.
Su propósito es simple: organizar varias sesiones dominicales con él como expositor y su esposa Rita y Dominique Roux como alumnos. Vaya papel para alguien que siempre ha odiado la escuela, jugar a ella como grand finale. Prepara unos apuntes que su viuda se encargará de presentar tiempo después con un título por demás curioso (que en este caso es eufemismo de ambicioso): Curso de filosofía en seis horas y cuarto (Tusquets, 1997).
Las lecciones comienzan el domingo 27 de abril de 1969 en Vence, al sur de Francia, y por supuesto —el hombre es contingente, diría su admirado Schopenhauer— la muerte impedirá que las termine.
MOSQUETERO DE LA VANGUARDIA
Witold Gombrowicz, nuestro personaje, egresa con desgano de la Facultad de Derecho de Varsovia, 43 años antes. Había nacido al sur de esta ciudad, en Maloszyce, en 1904, en el seno de una familia acomodada con ínfulas aristocráticas de las cuales él se mofará (pero de las que también echará mano más adelante).
Su caso es sintomático de una época donde los padres ricos obligaban a sus hijos a estudiar Derecho, mientras los hijos deseaban ser cualquier otra cosa, incluso escritores o artistas. Engañando siempre a su padre acerca de su vocación viaja a París al Instituto de Altos Estudios Internacionales, pero se la pasa estudiando filosofía. Su padre entonces lo hace volver y de nuevo lo mete al redil jurídico. Gombrowicz lo permite sólo para usarlo como campo de observación para sus primeras obras, destacadamente “El bailarín del abogado Kraykowski”, que formará luego parte de Memorias del tiempo de la inmadurez (Tusquets editó estos cuentos bajo el título de Bakakaï en 1986).
Gombrowicz quiere burlarse de ese mundillo de jueces y delincuentes (donde él no encuentra diferencia entre unos y otros), pero también del nacionalismo, la iglesia, los partidos y hasta del mundo cultural y las letras dominantes. Surge entonces Ferdydurke (1937), que lo coloca entre lo más prometedor de la nueva literatura, junto a Stanisław Ignacy Witkiewicz y Bruno Schulz, los “tres mosqueteros de la vanguardia polaca de entreguerras”, como los evocará años después el propio Gombrowicz.
Con Ferdydurke escapa definitivamente del destino burocrático que su familia había trazado para él. Está listo para seguir su carrera de escritor, pero los vientos bélicos que soplan lo van a llevar lejos de Polonia.
UN DESEMBARCO LEGENDARIO
El 22 de agosto de 1939, en pleno invierno, atraca en el puerto de Buenos Aires el transatlántico Chrobry que viene de Europa y realiza su viaje inaugural. Entre los pasajeros se halla Witold Gombrowicz, quien acaba de cumplir 35 años y trae consigo la certeza de que el Viejo Continente está a punto de sucumbir ante el embate de la furia totalitaria.
Antes, en Polonia, su fama en ciernes (de escritor vanguardista) lo precedía. Pero apenas desembarca en Buenos Aires comienza su formidable leyenda. El joven autor sabe que Europa y en especial su país están en peligro, pero ignora que los acontecimientos se van a precipitar violentamente. El también experimentado jugador de ajedrez será víctima, unos cuantos días después, de un jaque de la historia que se ejecuta con dos sorpresivos movimientos: la invasión a Polonia desde el oeste por parte de los nazis (el 1 de septiembre) y, dos semanas más tarde, desde el este por el Ejército Rojo (haciendo honor a los acuerdos secretos del Pacto Ribbentrop-Mólotov).
Se supone que entonces decide quedarse. El barco que lo llevó a Argentina zarpa rumbo a Londres y Gombrowicz entiende que aunque pudiera volver a su país por otros medios sería una locura que probablemente no se le ocurriría ni siquiera a Kowalski, el impredecible personaje de su novela Ferdydurke, obra que será pasto de la censura en la Polonia ocupada (vista como literatura decadente por los nazis y como excrecencia de la sociedad burguesa por los críticos soviéticos).
Retrospectivamente, en su Diario argentino —traducido espléndidamente por Sergio Pitol— resumirá su estado emocional poco antes del arribo a Buenos Aires y los primeros momentos en la ciudad:
La literatura me importaba un bledo; después de publicar Ferdydurke había decidido descansar... por otra parte, el alumbramiento de esa novela fue para mí una sacudida realmente fuerte [...] Y cuando en el Chrobry pasaba frente a las costas alemanas, francesas e inglesas, todos esos territorios de Europa inmovilizados por el pavor del crimen aún por nacer, en el clima sofocante de la espera, parecían gritarme: ¡sé ligero, nada te es posible, lo único que te resta es la ebriedad! Me emborrachaba, pues, a mi modo, es decir, no necesariamente con alcohol... pero estaba borracho, casi totalmente embotado... Después, las fronteras de los Estados y las tablas de las leyes hicieron explosión; se abrieron las esclusas de las fuerzas ciegas y —¡ah!— de pronto yo, en la Argentina, absolutamente solo, cortado, perdido, hundido, anónimo. Me sentía un tanto excitado, otro tanto amedrentado... (Diario argentino, Sudamericana, 1968, p. 29).
El Gombrowiz que baja del Chrobry es ya un personaje mucho más complejo que el que abordó, uno con el que no se sabe exactamente cuándo los hechos son sólo eso o cuándo la tarea de caracterizarse a sí mismo deja a un lado la realidad. De tal suerte que hasta hace poco no se sabía (y sigue sin saberse en la mayoría de sus fichas biográficas) que en verdad su estadía en Argentina estuvo planeada desde un principio. Sin embargo, durante décadas fue el mismo Gombrowicz quien alimentó —incluso con diversos matices— la idea de que días después de desembarcar en Buenos Aires lo sorprendió la Segunda Guerra Mundial y que eso lo hizo permanecer en Argentina.
ALGUNAS PRECISIONES
Desde 2013, con la aparición en Polonia de Kronos, un conjunto de notas autobiográficas, sabemos por pluma del mismo Gombrowicz que las cosas fueron un tanto diferentes. En esa obra de la que dio cuenta la prensa argentina a partir de una entrevista con su viuda, Rita Gombrowicz, quien reunió el material (Néstor Tirri, “El último secreto de Gombrowicz”, La Nación, 12 de agosto de 2013), el autor de Ferdydurke deja claro que había hablado antes con el presidente de la compañía naviera del Chrobry para expresarle su deseo de quedarse en Buenos Aires. La nota refuerza esta versión dando a conocer que el barco que lo trajo zarpó alrededor del 26 agosto “de regreso a Gdynia, el puerto polaco del que había partido. La guerra estalló oficialmente después, el primero de septiembre”.
Confirmado de esta forma que eligió Buenos Aires no por azar, ¿quedan invalidadas las confesiones que por décadas hizo? No del todo. En Transatlántico, donde aparecen distintas claves autobiográficas en torno de este tema, queda claro que ha decidido no volver (antes o después, qué importa) porque no cree en sus “deberes cívicos”, ni en la nación ni tampoco en la guerra, y sabe que si hubiera dicho la verdad, lo hubieran “arrojado vivo a la hoguera, me hubieran descuartizado con caballos o tenazas, me hubieran declarado sin fe ni honra”. Así que cuando el barco está en marcha él no alcanza sino a proferir una retahíla de anatemas hacia quienes van a bordo:
¡Marchad a vuestra santísima y tal vez también maldita nación! ¡Volved a ese Santo Monstruo Oscuro que está reventando desde hace siglos sin poder acabar de reventar! [...] Volved a vuestra Demente, a vuestra Loca y Santa y ay, tal vez maldita aberración para que con sus saltos y sus locuras os Torture, os Atormente, os inunde de sangre, os ensordezca con sus gritos y rugidos, os martirice con su Suplicio...!
"La pasa muy mal los primeros años en Argentina. Todo es cuesta arriba para este polaco que, además, no habla español y deambula como un rey sin corona, lo que en muchos produce desconfianza".
Una vez pronunciada esa maldición, di la espalda al barco y entré en la ciudad. (Transatlántico, Anagrama, 1986, pp. 14-15).
Por lo demás, si leemos otras líneas del mismo Diario argentino a la luz de las revelaciones de Kronos, veremos que algunos elementos lejos de contraponerse se complementan o incluso se explican con mayor nitidez:
... Sí, no miento al decir que desde hacía años convivía en mi interior con la catástrofe. Cuando aconteció me dije algo por el estilo: “Ah, así que al fin...”. Y comprendí que había llegado el momento de aprovechar esa capacidad de lejanía y rompimiento en la que me venía ejercitando [...] Yo, por lo tanto, en vista del aniquilamiento de todo lo que hasta ahora poseía: patria, casa, situación social y artística, me refugié en la juventud, más apresuradamente aún debido a que (como se ha mencionado) estaba “enamorado”. Entre nous soit dit, la guerra me rejuveneció. (Diario argentino, p. 30).
Y con esa renovada juventud Witold Gombrowicz comenzó su deambular porteño que duraría 24 años.
"En el Gran Rex jugaba ajedrez y charlaba horas y horas con un grupo variado de escritores y artistas que obviamente no conocían su trabajo, pero que estaban ansiosos de leerlo".
CORTEJANDO A PETER PAN
Dice Ernesto Sabato en el prólogo de Ferdydurke que Gombrowicz hizo de su “juventud e inmadurez una potencia renovadora”. Y ésta, su primera gran obra —donde un adulto, Kowalski, se ve de pronto convertido en adolescente— lo demuestra, porque más que una novela es a la vez un juego y un tratado existencialista, una delirante suma de historias y perspectivas que muestran, entre otras cosas, cómo uno puede —infantilizándose, abanderando la inmadurez— defenderse de un mundo estúpido que se finge adulto.
La gran consigna de Gombrowicz fue la juventud, entendida como un estado de gracia en el que se pueden eludir los compromisos y se puede imaginar, soñar y crear con humor, ironía y la profundidad vital del verdadero arte, aunque por lo visto él detestaba la concepción de lo artístico y del artista.
Y, por Dios —no vacilo en confesarlo— yo deseo esquivarme tanto de vuestro Arte, señores, como de vosotros mismos, ¡pues no puedo soportaros junto con vuestro Arte, vuestras concepciones, vuestra actitud artística y todo nuestro medio artístico! (Ferdydurke, Sudamericana, 1983, pp. 56-57).
Así, Gombrowicz rehace su inocencia infantil para dictar su conferencia “Contra la poesía” y luego reconoce que atacarla es lo mismo que ir contra la escuela, la nación o todo aquello que domestica nuestra individualidad y nos subordina a la masa o nos compromete con un mundo de formas falsas y ridículas.
Con esos mismos bríos juveniles y utilizando los mejores recursos de la sátira y la tragicomedia emprende la escritura de Transatlántico, un panfleto que pone de cabeza las convenciones diplomáticas, el deber cívico hacia la patria y el honor de la gente decente, por decir lo menos. Una locura que contagia y alcanza forma explosiva.
Por lo demás, siempre entre la anécdota y la leyenda, Gombrowicz aparece como alguien capaz de gritar desde un barco (a los amigos argentinos que lo despiden): “¡Maten a Borges!”, ponerse a beber champaña el día que se entera de la muerte del Che Guevara o llegar a París y levantar una encuesta personal sobre quiénes han leído El ser y la nada de Jean Paul Sartre (“En París tendré que ser enemigo de París”, había dicho).
Pero lo único seguro es que, al igual que en muchas escenas de Ferdydurke, solía llevar la provocación o la impostura hasta el absurdo.
DESENCUENTROS EN EL PARNASO
Sin amigos ni dinero, la pasa muy mal los primeros años en Argentina. Todo es cuesta arriba para este polaco que, además, no habla español y deambula como un rey sin corona, lo que en muchos produce desconfianza. Se hospeda en pensiones de mala muerte, cuartuchos de la periferia y en conventillos (vecindades), hasta que se hace de un sitio en el segundo piso de Venezuela 615, un barrio céntrico de la capital, en donde hoy una placa lo recuerda.
El medio cultural lo ignora. Pocos escritores interceden por él y menos aún son los que ponen un peso para su manutención. Álvaro Abós recuerda así uno de sus tropiezos ante la élite literaria de la que nunca llegará a formar parte:
Fue rechazado por la revista Sur. Participó en una cena en casa de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en la cual estuvo Borges. La velada terminó mal. ¿Quién era aquel polaco altivo, orgulloso, sardónico, que miraba críticamente a los escritores locales y sostenía que había más dignidad en los canillitas [voceadores] que en los poetas, para terminar adjudicándose el título de conde cuando no era más que un polaco plebeyo? (Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires, Mondadori, 2000, p. 297).
Su desencuentro con los grandes escritores argentinos del momento será definitivo. Lo que construya, lo sabe, tendrá que ser en las márgenes, a contracorriente, del mismo modo que Roberto Arlt y otros que no encajan en los parámetros ni en los cenáculos de Sur, la revista literaria de Argentina más reconocida internacionalmente. Para describir con más dureza cómo era visto este extranjero a pesar de su francés fluido y de su aspecto distinguido, Ricardo Piglia citó alguna vez las palabras de Borges:
A ese hombre, Gombrowicz, lo vi una sola vez. Él vivía muy modestamente y tenía que compartir la pieza, una azotea, con otras tres personas y entre ellas tenían que repartirse la limpieza del cubículo. Él les hizo creer que era conde y utilizó el siguiente argumento: los condes somos muy sucios, con esa argucia consiguió que los demás limpiaran por él. (“La lengua de los desposeídos”, Ricardo Piglia, La Nación, 19 de abril, 2008).
Pero así como durante su paso por Argentina fomenta distintos mitos en torno suyo, del mismo modo, ya en París busca que prevalezca una imagen orgullosa y digna de su tránsito por el Cono Sur. En el prefacio de su Diario argentino escribe:
Después de mi éxodo de Argentina se creó algo así como una leyenda melodramática; resulta que el escritor reconocido hoy en Europa vivió en Argentina, humillado, despreciado y rechazado por el Parnaso local. Todo eso es falso. Yo preferí voluntariamente no mantener relaciones estrechas con el Parnaso, porque los medios literarios de todas las latitudes geográficas están integrados por seres ambiciosos, susceptibles, absortos en su propia grandeza, dispuestos a ofenderse por la cosa más mínima. Creo que por las mismas razones el Parnaso no se apresuró demasiado a trabar relaciones más estrechas conmigo.
El GRAN REX Y LA TRADUCCIÓN IMPOSIBLE
Gombrowicz encontró en una confitería de la avenida Corrientes, el Gran Rex, no sólo su segundo hogar sino también un puñado de buenos amigos y entusiastas de su obra y personalidad. En ese espacio revivió de algún modo sus tiempos juveniles cuando frecuentaba los cafés Zodiak y Ziemiańska en Varsovia.
En el Gran Rex jugaba ajedrez, tomaba café y charlaba horas y horas con un grupo muy variado de escritores y artistas que obviamente no conocían su trabajo, pero que de puro escucharlo estaban ansiosos de leerlo. Y para poderlo hacer decidieron colaborar en una de las empresas más extravagantes de las letras universales: traducir Ferdydurke del polaco, sin conocer la lengua y sin diccionario alguno.
Imaginemos la escena: en el centro de una mesa del Gran Rex, un excitado Gombrowicz hace una primera traducción en su muy peculiar castellano que es, según Ricardo Piglia,
el idioma de la desposesión. Nada que ver con el inglés de Nabokov, aprendido de chico con las institutrices inglesas. Gombrowicz aprende el castellano en Retiro, en los bares del puerto, con los muchachos, con los obreros, los marineros que frecuentaba; una lengua que está cerca de la circulación sexual y del intercambio con desconocidos. Retiro, con ese nombre tan significativo, es la zona del Bajo, del llamado Paseo de Julio,
la zona por donde va a vagar Emma
Zunz, la Recova, los bares de mala vida, los piringundines. El español aparece ligado a los espacios secretos y a ciertas formas bajas de la vida social. (La Nación, 19 de abril, 2008).
Sobre aquella primera aproximación al español realizada por el autor, sus contertulios comienzan a examinar palabra por palabra, proponiendo sinónimos, giros y declinaciones hasta que se produce algo como esto:
Quise gritar que no era un colegial, que había ocurrido una equivocación, salté para huir, pero algo me atrajo desde atrás como un garfio y me clavó y fui atrapado por mi cu... culito infantil, escolar. Con el cuculeíto no podía moverme, era imposible moverse con el cuculato... (Ferdydurke, p. 23).
Del esfuerzo participan un sinnúmero de personajes, entre ellos el poeta Carlos Mastronardi y los cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu. En 1947, por fin, la traducción de Ferdydurke es publicada por la Editorial Argos con el financiamiento de una mecenas, Cecilia Benedit Debenedetti. El ferdydurkismo toma la delantera.
UN TRÁNSITO CONMOVEDOR
El país austral, confesó en su Diario argentino, “se convirtió en algo inusitadamente importante, conmovedor hasta lo más profundo”. Representó para Gombrowicz algunos de los momentos más tristes y maravillosos de su vida, pero no a partes iguales. No. Gombrowicz siempre se decidió por la felicidad a toda costa. Cuando la cabeza se le hundía en sus miserias, iba al Gran Rex a jugar ajedrez tratando siempre de ganarle la partida a las penalidades; cuando no tenía “un mango” para comer, nunca le faltó un amigo solidario. Cuando emocionó a todos esos bohemios del Gran Rex con la locura de traducir Ferdydurke, todos le hicieron la gauchada y pusieron lo mejor de sí.
Es evidente que Gombrowicz encontró en Argentina otra lengua, no ya el castellano, eso es obvio, sino una lengua futura que daría vida a esa gran novela que anunciaba en 1959 —a la manera de un chef iconoclasta— y que bien podría configurar el programa de una novelística por venir:
Conozco mi cometido. No soy una vaca que rumie el pasto del día anterior. Mi deseo es ser un maestro de cocina que prepara sus guisos con mantequilla fresca y hace el consomé con la carne viva de la contemporaneidad. No quiero ser esclavo y siervo de vuestros paladares, sino su torturador, una mosca que hará galopar al perezoso jamelgo de vuestros gustos. El paté que ya he metido en el horno está condimentado con unos ingredientes que os arrancarán de lo convencional para arrojaros directamente en las oscuras y abismales fauces de la Vida. (Peregrinaciones argentinas, Lectulandia.com, 2017, p. 87).
Ese proyecto gestado en suelo argentino se convirtió en Ferdydurke, un auténtico manjar.