La pequeña historia es así: compré la nueva edición de Rayuela publicada por Alfaguara, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. La edición viene armada hasta los dientes con textos de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Sergio Ramírez y otros lectores devotos de Cortázar. No sin melancolía busqué mi vieja edición de la editorial Sudamericana. Encontré como un pequeño mensaje del pasado algunas páginas impresas y amarillas por las que el tiempo pasó sin que nadie, ni yo mismo, lo supiera.
Les cuento: era un capítulo suprimido de Rayuela publicado en La Semana de Bellas Artes en septiembre de 1979. El mismísimo Cortázar presentaba el texto. No se necesita decir más, salvo que el azar me lo entregó y yo se lo pasé a Roberto Diego Ortega para ocupar algunas páginas de El Cultural.
Leí Rayuela al menos tres veces en los años setenta, con esa obsesiva devoción que sólo tienen los adolescentes. La primera de ellas en el remoto año de 1974, la última a finales de esa década. Adquirí cinco ejemplares de la 16a edición que imprimió la editorial Sudamericana en mayo de aquel año, con un tiraje de ocho mil ejemplares que salieron con rumbo desconocido de un almacén de la calle Rafael Calzada, en la ciudad de Buenos Aires. Tres de esos libros los regalé a amores primerizos y desdichados.
En uno de esos viajes desencuaderné el cuarto volumen de la portada negra para ordenar la novela de acuerdo con la segunda alternativa del Tablero de Dirección. De esa operación obtuve una baraja caótica que a mí me pareció entonces el mayor acto de lealtad al juego cortazariano, pero la verdad es que destruí el libro y lo perdí para siempre. El otro lo tengo frente a mí en este momento. Encuentro en la última página blanca, la que sigue del colofón, un mensaje inquietante del pasado: Ingrid, 5 59 29 30, el lunes a las nueve. No sé si marqué ese teléfono. Por lo mismo no sé si asistí a esa cita y si era a las nueve de la mañana o de la noche pues he olvidado quién era Ingrid y, debo aceptarlo, también muchos de los párrafos subrayados que memoricé en la parte más alta de varias noches de asombro en aquel año, cuando el joven que fui descubrió en Rayuela una de las aventuras mayores de la libertad que, a fin de cuentas, es la sede de la intimidad.
No puedo traer aquí al joven que leía Rayuela, de modo que el adulto que escribe estas líneas sólo tiene a la mano ciertas sombras de la memoria. Recuerdo que en esas páginas sentí por primera vez, con toda seriedad, que la literatura podía conectarse directamente a la vida de todos los días y que a través de la lectura podría lograrse el módico prodigio de volvernos más aptos para la vida misma. Sin saberlo, aunque lo sabía, aprendí en esa novela mis primeros conocimientos de modernismo; me refiero a la ruptura de las formas novelísticas, al privilegio del juego y el azar como propuesta estética, al humor, a los espejismos, los rituales, a la profundidad de la existencia, a la desesperación de que nada dura y, al final, todo se pierde. De eso hablaban la Maga, Horacio Oliveira, Talita, Traveler, esas imágenes en fuga a través de múltiples laberintos parisinos.
Por algún motivo que no sabría explicar en esta nota, hojear Rayuela me produce una rara sensación de pérdida. No me alegra pasar sus páginas, como me pasa con otros libros cuando regreso a ellos; al contrario, una fuerza desconocida me entristece, como si Rayuela estuviera “del lado de allá” y yo “del lado de acá”, condenado por un abismo insalvable. Ésta es probablemente una de las razones por las que, después de la última lectura, nunca releí la novela. Con ninguno de los otros libros de Julio Cortázar me pasa esto, sólo con Rayuela. De pronto recordé unas líneas de un poema de Cortázar: “Los dioses están muertos uno a uno en largas filas / de papel y cartón”.
Pongámoslo así: tal vez hay alguien (que anda por ahí) llevado por otra mano del destino que sí marcó el número de Ingrid y sí asistió un lunes a las nueve (nunca sabremos si del día o de la noche) y desde ese lugar me reprocha cosas y me impide con suavidad la alegría cuando tengo entre las manos el ejemplar de la portada negra. No encuentro explicación más convincente. Por cierto, mis subrayados de esa época dan pena. En fin.