Locos somos y en el camino andamos

larazondemexico

Era agosto del 2009, hace exactamente diez años, y yo me ahogaba de infelicidad oficinera.

Vivía en Coyoacán y trabajaba en el barrio de Polanco, en uno de esos corporativos donde pensar diferente —qué digo diferente, donde sólo el hecho de pensar era mal visto. Ya no hablemos de actuar diferente, reírse a carcajadas o guardar —con cierta vergüenza y mucho recelo— el deseo de escribir que me acribillaba durante las dos horas de trayecto bajo el inclemente tráfico de la Ciudad de México.

Sí, yo quería escribir pero me daba terror intentarlo.

Cómo una palurda oficinista podría aproximarse al sagrado mundo de las letras; me desanimaba a mí misma porque sabía que intentarlo sería una locura. Y también por cagona, cómo negarlo.

Y entonces apareció Óscar de la Borbolla.

Una auspiciosa tarde, huyendo de la lluvia entré a la librería del barrio y un cartel a la altura de mi nariz anunciaba un taller de escritura con Óscar. No lo dudé.

Lo que siguió fue una de las experiencias más determinantes y gozosas para que yo decidiera que sí, que saltar al abismo por este oficio valía la pena.

Lo primero fue notar que Óscar se reía de sí mismo y de su gremio sin el menor recato, y luego vino como lluvia de mayo el mensaje más inspirador: Todo está permitido.

En ese taller se podía escribir y llevar hasta sus últimas consecuencias una idea, una premisa idiota o descabellada, o no escribir y dedicarse a escuchar a los otros pero, sobre todo, escucharlo a él, que tiene la inmensa cualidad de ser maestro sin proponérselo, de enseñar sin aleccionar, de la generosidad tan escasa (lo sé ahora) en el universo de los escritores que somos unos bichos mezquinos y desalmados.

Unas veces nos hablaba de filosofía y nos ponía a dudar hasta de nuestro nombre y otras era capaz de ver el truco estilístico o argumental en el texto más elaborado desmontando frente a nosotros la maquinaria literaria que nos hacía comprender que la literatura era, sobre todo, carpintería, resultado de un trabajo inagotable y que poco tenía que ver con las musas.

La segunda semana del taller ya había comprado cuanto título de Borbolla —junto a Borges en casi todos los estantes, para su desgracia alfabética, como se burla él mismo— hallé en las librerías.

"Óscar me puso delante de la disyuntiva de mi vida. A partir de ese momento creció en mí una bestia que me pedía renunciar a todo para ponerme a escribir. Y así lo hice”.

Me deslumbré con Las vocales malditas (Debolsillo, 1988), que es una verdadera obra de arte, un milagro entre buena narrativa y virtuosismo, ¿cómo podía alguien tener tal mezcla de oficio y talento? En “Cantata a Satanás” una pareja se hace pedazos usando exclusivamente palabras con la vocal “a”. Creo que fue la única vez que pensé seriamente en el matrimonio, sólo para tener semejante duelo de palabras:

“¡Can! ¡Patán anal!”, balaba Sara. Más avanzada la mañana, para hallar más armas arrasaban la casa, a la par lanzaban lámparas, tazas, navajas hasta sangrar...

“Anda, haragán, a trabajar para ganar la plata”, cantaba avara Sara...

“Ah, malvada —brama— chacal para bacanal”.

Uf. Suerte que mi apellido es Murillo y estoy lejos de la B de Borbolla y Borges, así me ahorro la ignominia de pasar por la valoración comparativa del lector frente a los estantes en las librerías.

Después leí La rebeldía de pensar y encontré de nuevo razones para el asombro. Óscar resonaba una cuestión que había consumido mi alma durante años, para decirlo en palabras de Cioran: la lucidez es un tormento. Entonces yo no estaba mal de la sesera si la observación de la realidad me dejaba siempre inquieta. (A propósito de Cioran, para mala suerte de Óscar, la C viene después de la B y comparten sección en Filosofía).

Así que volví cada trimestre durante un año a mis anheladas sesiones del taller. El lunes dejó de ser un día de mierda con interminables juntas de estatus en la oficina para convertirse en el lunes del taller con Óscar.

Una de esas noches nos propuso un ejercicio que para mí fue fundamental, había que empezar un cuento con la frase “La Marquesa salió a las cinco” para retar al poeta Paul Valéry, que aseguraba que era imposible iniciar un texto así y construir algo con eso.

Mi Marquesa derivó en un relato a lo noir; un retorcido grupo de mujeres adineradas que secuestran efebos para su satisfacción sexual, todo concluía con una nueve milímetros y una muerte. (Perdón por el spoiler).

Tal vez él no se acuerda, pero después de ese cuento me dijo que ya tenía material para publicar. Me morí del susto, más cuando me recordó que este oficio ingrato y maldito traía pocas gratificaciones y muchas palizas y un oscuro blablablá; la cosa es que me lo decía muerto de la risa, salpicando con unas carcajadas ácidas como sólo él sabe. Y yo veía en esas carcajadas el verdadero mensaje.

Hoy tengo que decirle gracias a Óscar porque, sin saberlo, me puso delante de la disyuntiva de mi vida. A partir de ese momento creció en mí una bestia que me pedía renunciar a todo para ponerme a escribir. Y así lo hice.

No me arrepiento. Aunque tiene sus bemoles, claro. Cada vez que algo sale del carajo recuerdo esa anécdota de cuando se encontró con Alejandro Aura tiritando de frío en alguna brumosa ciudad europea y con los dientes castañeando Óscar le preguntó a Alejandro:

—¿Y tú qué haces aquí?

—Pues aquí, triunfando.

Y así vamos, de triunfo en triunfo pasando fríos o calores —según marque el termómetro en la honrosa ciudad de la feria literaria en turno—, desvelos, falta de pagos y cuanta cosa. Pero es que la belleza de pensar y el parto de escribir no se parece a nada, eso lo aprendí de él que me lo dijo sin decirlo un montón de veces en aquellas sesiones.

Ya para terminar, vuelvo a sus Vocales malditas:

Doctor, los locos somos sólo otro cosmos, con otros otoños, con otro sol. No somos lo morboso; sólo somos otros. Lo otro, lo no ortodoxo. Otro horóscopo nos tocó, otro polvo nos formó los ojos, como formó los olmos o los osos o los chopos o los hongos... Nosotros somos los locos, otros son loros, otros, topos o zoólogos o, como vosotros, ontólogos. Yo no los compongo con shocks, no los troncho, no los rompo, no los normo...

Gracias, Óscar. A muchos nos enseñaste a pensar, a escribir, a respirar nuestra locura sin abismarnos.