Juan Rulfo, por cierto, fue un gran admirador de Sherwood Anderson. Vicente Leñero contaba que al final de las sesiones en que los tutores leían los trabajos de los jóvenes becarios en narrativa, Rulfo les espetaba: “Tienen que leer a Sherwood Anderson para que aprendan a escribir un cuento”. Y Guillermo Samperio recordaba, al comienzo de un buen ensayo sobre Winesburg, Ohio (Revista de la Universidad, núm. 572, septiembre de 1998), que fue Rulfo quien le recomendó la lectura de ese libro.
En el curso de una gran conferencia que pronunció en Chiapas en 1965, “Situación actual de la novela contemporánea”, Rulfo elogió a su colega nacido en Camden (otro pueblo de Ohio, pero éste real, a diferencia del ficticio Winesburg) y señaló que la narrativa norteamericana “no ha creado un escritor especialmente valioso, digamos a la altura de un Sherwood Anderson, de un James T. Farell o de [William] Faulkner”.
Además de gran escritor, Anderson fue un hombre generoso que ayudó a desarrollar sus carreras a Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald y otros más. Luego entró en conflicto con los dos primeros. De ello da cuenta el ensayo de Faulkner que presentamos en estas páginas, con un argumento tan severo que puede resultar cruel, sin dejar de reconocer la grandeza literaria del colega que alguna vez también despertó su admiración.
Un día, en aquellos meses en que hablábamos mientras caminábamos por Nueva Orleans —o en los que Sherwood Anderson hablaba y yo lo escuchaba—, lo encontré sentado en una banca en la Plaza Jackson, riéndose a solas. Tuve la impresión de que había estado allí durante un buen rato, sin hacer nada más que estar sentado en esa banca riéndose a solas. Ése no era el lugar en el que solíamos encontrarnos. No había un punto específico de reunión. Él vivía a unas calles de la Plaza, y sin un acuerdo establecido, una vez que yo había comido algo al mediodía y calculaba que él también había terminado su almuerzo, caminaba hacia esa dirección y, si no lo encontraba dando una vuelta por la plaza o sentado en una banca, me sentaba en cualquier punto de la acera desde el que pudiera ver su puerta y esperaba hasta verlo salir con su brillante indumentaria, a medias bohemia, a medias deportiva.
Esa vez ya estaba sentado allí, en la banca, riendo. De inmediato me contó de qué se reía: de un sueño. La noche anterior había soñado que caminaba kilómetros y kilómetros por senderos rurales, llevando un caballo que quería cambalachar por una noche de buen dormir —no por una noche en un cuarto con cama, sino por el hecho mismo de dormir bien—; y ahora que me tenía allí para escucharlo, convirtió su sueño en un mero punto de partida, inventando a sus anchas y convirtiéndolo en una obra de arte con la misma tediosa, casi insoportable paciencia y humildad que empleaba en todo lo que escribía (parecía que balbuceaba, que trastabillaba, pero no: buscaba la mejor palabra, estaba a la caza), aunque yo lo escuchaba sin creerle ni una palabra: es decir, sin creerle que de veras había soñado lo que me contaba. Porque yo me daba cuenta. Sabía que lo había imaginado, que lo había inventado; había inventado la mayor parte o al menos una parte mientras yo lo miraba y lo escuchaba. El propio Sherwood no sabía qué lo había llevado a afirmar, o qué le había hecho sentir la necesidad de afirmar que había sido un sueño, por qué tenía que haber esa conexión con el sueño y el dormir, pero yo sí lo sabía. Era porque había escrito su biografía entera en una anécdota, o si se quiere, en una parábola: el caballo (al principio se trataba de un caballo de carreras, pero ahora era un caballo de faena, uncido a un arado con ruedas y con silla de montar, lozano y fuerte y valioso, pero sin registro de pedigrí), que representa la vasta rica fuerte dócil extensión del valle del Mississippi, su patria misma, que él, con su camisa deportiva azul rey y su corbata bohemia de motitas rojas y nudo Windsor, ofrecía cambiar —con humor y paciencia y humildad, pero sobre todo con paciencia y humildad— por su propio sueño de pureza e integridad y trabajo duro e incansable, del cual Winesburg, Ohio y The Triumph of the Egg habían sido síntomas y símbolos.
Él jamás habría dicho esto, ni lo habría escrito. Acaso ni siquiera se habría dado cuenta nunca, y ciertamente lo habría negado, quizá de manera bastante violenta, si yo hubiera tratado de hacérselo notar. Pero ello no se habría debido a que, tal vez, lo que le señalaba no fuese cierto, ni porque —cierto o no—, él no lo hubiera creído. En realidad, casi no habría importado si era cierto o no, o si él lo creía o no. Lo habría rechazado debido a que ésa era la gran tragedia de su personalidad. Le preocupaba que la gente se burlara de él, que lo ridiculizara. Le preocupaba que gente que no tenía ni remotamente su estatura o sus logros o su ingenio o cualquier otra cosa, fuera capaz de ridiculizarlo.
"Ninguno de nosotros habría sido capaz de hacer escarnio de la obra de Anderson. Pero habíamos mostrado que su estilo parecía ridículo; para entonces no le quedó más remedio que defender ese estilo a toda costa".
Era por eso que trabajaba tan laboriosa, tediosa e incansablemente en todo lo que escribía. Como si se dijera a sí mismo: “De cualquier manera esto será, deberá ser, tendrá que ser invulnerable”. Como si no escribiese movido por la urgente insomne e inapagable sed de gloria por la que cualquier artista normal sería capaz de sacrificar a su anciana madre, sino por lo que para él era más importante y urgente: ni siquiera por amor a la simple verdad, sino por amor a la pureza, a la exactitud de la pureza. No eran suyos la energía y el desasosiego de Melville, su abuelo, ni el saludable humor de Twain, su padre, ante la vida; y nada tenía que ver con el tosco desdén de Dreiser, su hermano mayor, por los matices. Lo suyo era el tanteo en pos de la exactitud, en pos de la palabra exacta y de la frase precisa dentro del limitado marco de un vocabulario controlado e incluso reprimido en favor de lo que para él era casi un fetiche: la sencillez, extraer de cada palabra y cada frase hasta la última gota, buscar siempre la manera de llegar hasta los más remotos márgenes del pensamiento. Trabajó tan empeñosamente en esto que al final se convirtió en sólo estilo: un fin en lugar de un medio, de manera que para aquel entonces había llegado a creer que, si lograba mantener el estilo puro e intacto, inmaculado e incólume, el contenido de ese estilo tendría que ser de primer nivel: inevitablemente tendría que ser de primer nivel y, por lo tanto, también su autor tendría que serlo.
En esa etapa de su vida, Sherwood tenía que creer eso. Su madre había sido una niña destinada a servir en la casa de una familia acomodada, su padre un jornalero. Ese contexto le había enseñado que la porción de seguridad y éxito material que había alcanzado era, debía ser, la respuesta y el propósito de la vida. Sin embargo, andando el tiempo, cuando tenía una edad más avanzada que la de la mayor parte de los hombres y mujeres cuando toman esa decisión —dedicarse al arte, a la escritura—, renunció a ese éxito y esa seguridad; los rechazó y los descartó. Cuando se decidió, se dio cuenta de que no llevaba en sí más que uno o dos libros. Tenía que creer, entonces, que si lograba mantener la pureza de ese estilo, lo que ese estilo contuviera también sería puro, lo mejor. Por eso tenía que defender su estilo. Esa fue la razón de su dolor y de su enojo contra Hemingway por The Torrents of Spring, y en contra mía, en menor grado, dado que mi culpa no ocupaba un libro entero, sino tan sólo unas páginas de un pequeño volumen, un conjunto de caricaturas de William Spratling,1 titulado Sherwood Anderson and Other Famous Creoles, para el que escribí un breve prólogo imitando el tono como de silabario de Anderson. Impreso y distribuido por suscripción,2 poquísima gente fuera de nuestro pequeño grupo de Nueva Orleans llegó a verlo o a enterarse de su existencia. Ninguno de nosotros —ni Hemingway ni yo— habría sido capaz de hacer escarnio de la obra de Anderson. Pero habíamos mostrado que su estilo parecía ridículo; y para entonces, cuando con Dark Laughter había llegado al punto en el que debería haber dejado de escribir, no le quedó más remedio que defender ese estilo a toda costa. Sin duda también él sabía que eso era todo lo que le quedaba.
[caption id="attachment_1017943" align="alignright" width="268"] The Atlantic, junio de 1953. Fuente: literariness.org[/caption]
La exactitud de la pureza, o la pu-reza de la exactitud: como ustedes prefieran. Era sentimental en su actitud hacia las personas, y con frecuencia se equivocaba respecto de ellas. Creía en la gente, pero como si sólo creyera en teoría. Esperaba lo peor y en cada ocasión estaba listo para sentirse otra vez decepcionado o incluso herido, como si nunca hubiera sucedido antes, como si las únicas personas en las que en verdad podía confiar, bajar la guardia, fueran las de su propia invención, las fantasías y los símbolos de su sueño. Y a veces era sentimental en su escritura (como también lo era Shakespeare, a veces), pero nunca fue deshonesto. Nunca dejó de brindarle toda su atención, jamás la abarató ni siguió el camino fácil; nunca dejó de acercarse a la escritura con humildad, con una fe y con una paciencia y voluntad de entrega, de abandono sí mismo, casi religiosa, casi abyecta. Aborrecía la facilidad de palabra; si algo se podía decir con rapidez, le parecía que era falso. Una vez me dijo: “Tienes muchísimo talento. Puedes escribir con gran facilidad, en muchas formas diferentes. Si no tienes cuidado, nunca escribirás nada”.
En aquella tardes, mientras caminábamos por el barrio antiguo y yo escuchaba con atención lo que me decía o lo que le decía a la gente que nos encontrábamos en las calles o en los muelles —quien fuera, en cualquier lugar—, lo mismo que en esas noches cuando nos sentábamos en algún lugar a beber una botella, Sherwood inventaba, con un poco de ayuda mía, personajes tan fantásticos como el del hombre insomne con el caballo. Uno de ellos era un supuesto descendiente de Andrew Jackson, abandonado en un pantano de Louisiana después de la Batalla de Chalmette, ya no mitad-caballo, mitad-cocodrilo, sino mitad-hombre, mitad-oveja y hoy mitad-tiburón, que toda la fábula, al final, se volvió tan difícil de manejar y nos parecía tan divertida que decidimos plasmarla en papel mediante cartas que nos enviamos como si fuéramos dos miembros de una expedición zoológica separados temporalmente. Le traje mi primera respuesta a su primera carta. La leyó y me dijo:
“¿Te satisface?”.
Le dije: “¿Señor?”.
“¿Estás satisfecho con ella?”.
“¿Por qué no habría de estarlo?”, le dije. “En la siguiente pondré cualquier cosa que se me haya escapado”. Entonces me di cuenta de que estaba más que disgustado. Fue breve, severo y me dijo, casi irritado:
“O la tiras a la basura y abandonamos la idea, o la retomas y la escribes de nuevo”. Tomé la carta. Trabajé tres días en ella antes de llevársela otra vez. La leyó de nuevo, con gran lentitud, como lo hacía siempre, y dijo:
“¿Estás satisfecho ahora?”
“No, señor”, respondí. “Pero es lo mejor que puedo hacer”.
“Entonces la incluiremos”, dijo, guardando la carta en el bolsillo. Su voz volvió a sonar cálida, divertida, adensada de risa, dispuesta a creer; estaba listo para ser herido una vez más.
De él aprendí más que eso, aunque tampoco lo he practicado siempre. Aprendí que, para ser escritor, uno ha de ser primero lo que es, aquello que es de nacimiento; que para ser estadunidense y escritor, uno no necesita alabar ninguna imagen estadunidense convencional, ni la del Ohio del propio Anderson ni la Indiana de Dreiser, ni los mataderos de Sandburg ni la rana de Mark Twain. Basta con recordar lo que uno es. “Uno debe tener un punto de partida: desde allí comienza a aprender”, me dijo. “No importa cuál haya sido, basta con que lo recuerdes y no te avergüences de él. Sea cual sea, tu lugar de origen es tan importante como cualquier otro. ¿Eres un campesino?, lo único que importa es ese pequeño pedazo de tierra allá en Mississippi donde empezaste. Está muy bien que así sea. También es parte de Estados Unidos; si lo arrancas, por pequeño y desconocido que sea, todo se derrumbará, como cuando se saca un ladrillo de la pared”.
“No si se trata de una pared hecha con cemento y con yeso”, dije.
“Sí, pero Estados Unidos aún no está hecho de cemento y yeso. Todavía se está construyendo. Es por eso que un hombre con tinta en las venas no sólo tiene oportunidad de hacerlo todavía, sino que a veces tiene que seguir moviéndose, moverse, escuchar, mirar y aprender. Es por eso que tipos ignorantes y sin educación formal como usted y como yo no sólo tienen la oportunidad de escribir, sino que deben escribir. Todo lo que Estados Unidos pide es que se le mire, se le escuche y se le comprenda si ello es posible. La sola comprensión tampoco es importante: lo importante es creer en el país incluso si no lo comprendes, y luego tratar de contarlo, escribirlo. Nunca resultará del todo bien, pero siempre habrá una próxima vez; siempre habrá más tinta y más papel, y algo más que tratar de entender y contar. Y probablemente tampoco esa será la correcta, pero también habrá una próxima oportunidad para esa. Porque mañana Estados Unidos será algo diferente, algo nuevo que habrá que ver y escuchar y tratar de comprender; y que, incluso si no lo puedes entender, merecerá que creas en él.
"Llegaría la mañana siguiente y él estaría recluido de nuevo, trabajando; fue entonces cuando me dije: Si esto es lo que se requiere para ser novelista, ésa es la vida que quiero para mí".
Creer, creer en el valor de la pureza y seguir creyendo en él. Creer no sólo en el valor, sino en la necesidad de que haya fidelidad e integridad; afortunado es aquel a quien la vocación del arte lo eligió y él eligió serle fiel, porque la recompensa por el arte no va a llegar por correo. Anderson llevaba esto al extremo. Lo cual, por supuesto, es imposible cuando uno se enfrenta a ello. Quiero decir que, en sus últimos años —cuando quizás en su fuero interno admitía que lo único que aún conservaba era ese estilo en el que había trabajado tanto, de manera tan laboriosa y tan sacrificada—, a veces parecía un poco más confiado, un poco más seguro de lo que en realidad era. Era cálido, generoso, alegre y afecto a reírse, sin mezquindad y celoso sólo de la integridad que creía absolutamente necesaria en cualquiera que se acercara a su ocupación; estaba dispuesto a ser generoso con cualquiera, una vez que estaba convencido de que se acercaba a su oficio con humildad y respeto. Durante esos días y semanas en Nueva Orleans poco a poco me di cuenta de que había un hombre que estaría recluido toda la mañana, trabajando. Aparecería por la tarde y recorreríamos la ciudad, platicando. Luego, al anochecer, nos encontraríamos de nuevo, ahora con una botella, y ahora él realmente hablaría; el mundo, con minúscula, se reduciría a un patio umbroso en el que tintinean vasos y botellas y las palmeras sisean como arena seca arrastrada por el viento. Llegaría la mañana siguiente y estaría recluido de nuevo, trabajando; fue entonces cuando me dije: “Si esto es lo que se requiere para ser novelista, ésa es la vida que quiero para mí”. Y entonces empecé a escribir una novela: La paga del soldado.
Había conocido a la señora Anderson antes de conocerlo a él. No los había visto por un tiempo cuando me encontré con ella en la calle. Mencionó mi ausencia. Le dije que estaba escribiendo una novela. Me preguntó si quería que Sherwood la leyera.
Respondí, no recuerdo exactamente qué, pero en el sentido de que me parecería bien siempre y cuando él quisiera leerla. Me dijo que se la llevara a ella cuando la terminara, y eso hice dos meses después. A los pocos días me mandó llamar. Me dijo: “Sherwood dice que hará un trato contigo. Dice que si no tiene que leerla, le dirá a Liveright [Horace Liveright, su editor en esa época] que lo publique”.
“Hecho”, dije, y eso fue todo. Liveright publicó el libro y vi a Anderson sólo una vez más, porque el desdichado asunto de la caricatura había ocurrido en el ínterin y durante varios años se negó a verme, hasta una tarde en que hubo un coctel en Nueva York; y otra vez hubo un momento en que pareció ser más alto, más grande que cualquier cosa que hubiera escrito. Entonces recordé Winesburg, Ohio y The Triumph of the Egg y algunas de las piezas de Horses and Men, y supe que había visto, que estaba mirando a un gigante en una tierra poblada en gran medida —demasiado grande— por pigmeos, aun dejando de lado los dos, o quizás tres gestos ensayados que hizo, correspondientes a su dimensión de gigante.
Fuente: Publicado como “Sherwood Anderson: Una evaluación”, en The Atlantic, junio de 1953.
Notas
1 William Spratling es el arquitecto y caricaturista que en 1931 abrió, asociado con un grupo de plateros guerrerenses, un taller de joyería en la calle de Las Delicias, en Taxco, y con ello dio pie a que gran parte de los pobladores se dedicara a la joyería en plata. Hay en esa ciudad un museo que lleva su nombre, donde se exhiben muestras de su trabajo, así como piezas prehispánicas mesoamericanas, especialmente de la cultura olmeca de Guerrero. Spratling residió en México hasta su muerte, en 1967. [N. del T.]
2 La edición tuvo un tiraje de 400 ejemplares. 250 numerados e inscritos a los diferentes suscriptores. Hoy un ejemplar vale, dependiendo de su estado, entre 800 y 5 mil dólares. [N. del T.]