La característica fundamental del capitalismo es su capacidad de convertir cosas materiales e inmateriales que se encuentran fuera de la dinámica de los mercados en productos que pueden entrar al circuito de compra y venta. Bajo este sistema la tierra fue fragmentada en bienes raíces, los frutos del campo en productos y la labor manual en trabajo remunerado. Cuando apareció esta forma de reordenamiento de la economía tan sólo había dos tipos de personas: la aristocracia y el pueblo, que no era un grupo homogéneo, sino que se componía de artesanos, campesinos, comerciantes, banqueros, clérigos, pordioseros y terratenientes. Sin embargo, desde la perspectiva de los nobles, todos eran por igual, simplemente, las clases bajas.
La profesora emérita de la escuela de negocios de Harvard, Shoshana Zuboff, plantea en su libro The Age of Surveillance Capitalism que en cierta forma vivimos un momento similar, en un mundo dividido entre la alta oligarquía digital y los usuarios, los vigilantes y los vigilados. Los primeros son un puñado de multimillonarios que deben sus fortunas a internet, la computación y las comunicaciones; los segundos somos el resto de mujeres, hombres, niñas y niños del planeta que usamos los recursos digitales, al margen de la necesidad o el deseo que nos lleva a ellos.
De una forma muy elemental, podemos decir que el capitalismo mercantil o primitivo es el sistema que permite la acumulación de capital, la propiedad privada o corporativa de bienes de capital, las inversiones de particulares (no sólo del Estado) y, muy importante, cree en la mano invisible del mercado para determinar precios, producción y distribución de bienes (alcanzar el máximo bienestar social a través de la búsqueda del interés propio). La Revolución Industrial trajo consigo una fase superior del capitalismo, al masificar la producción e inventar nuevas formas mecanizadas de trabajo. Con estos cambios aparecen también métodos más eficientes de explotación de los recursos y los trabajadores, que eventualmente dieron lugar a la organización laboral, así como a consecuencias ecológicas catastróficas. El modelo económico capitalista que apareció en la posguerra y tuvo resultados positivos para Europa, Estados Unidos y Occidente al imponer impuestos altos, restringir mercados, respetar las demandas de los trabajadores y tratar de eliminar el desempleo llegó a su declive en la década de los ochenta del siglo pasado. Entonces fue sustituido por el modelo neoliberal globalizado, que destaca por mercados liberalizados (con o sin una mínima regulación), flexibilidad laboral (lo que quiere decir eliminación de sindicatos y protección a los trabajadores), circulación planetaria del capital y bajos impuestos. Aquí el ámbito de lo público comienza a perder terreno ante la privatización: “La economización de todas las facetas de la vida”, dijo George Stigler, autor de La teoría de la regulación económica, entre otros libros.
En ese entorno de cambio, desconcierto y enajenación, internet comienza a popularizarse como un espacio que prometía difusión sin censura de contenidos de todo tipo, comunicaciones sin jerarquías, vínculos entre creadores y consumidores sin intermediarios, la posibilidad de establecer conexiones a través de fronteras, culturas y clases sociales.
"Los usuarios estaban felices con el acceso sin costo y los desarrolladores tenían fondos de sobra de inversionistas de riesgo. La ilusión terminó cuando reventó la burbuja de los dot.com, entre 1994 y 2000".
La utopía domada
Sin embargo, el ciberespacio no parecía respetar las leyes convencionales de los mercados y nadie tenía claro cómo monetizar ese medio prodigioso. Al inicio quisimos creer (me incluyo entre los ilusos) en la utopía de que la red digital era un territorio virgen, rebelde y libre donde los esfuerzos corporativos de mercantilización fracasarían. Las opciones gratuitas y el lema ciberpunk que proponía: “La información debe ser libre” (en inglés, free es libre y a la vez, gratuito), llevaron a los cibernautas a rechazar en principio los servicios de pago. Pero entonces comenzaron a surgir las empresas colosales como Amazon (1994), Google (1998) y Facebook (2004), entre otras, que parecían estar del lado del cibernauta y despreciaban el concepto de la monetización. Su enfoque pretendía ser únicamente aumentar el número de usuarios. Incluso en sus orígenes, los creadores de Google tenían un violento rechazo por el uso de comerciales en su sitio y defendían la austera pureza de la página de este buscador. Ésta fue sin duda una de las razones de su éxito.
Todo parecía ideal, los usuarios estaban felices con el acceso sin costo y los desarrolladores tenían fondos de sobra de inversionistas de riesgo. Pero la ilusión terminó cuando reventó la burbuja de los dot.com (o puntocom): esta hecatombe financiera —que tuvo lugar entre 1994 y 2000— se debió a que la especulación descontrolada, credulidad e inversión irracional propiciaron una caída del mercado de valores, la evaporación de fortunas y de empresas. Los inversionistas comenzaron a exigir resultados y no sólo promesas, por lo que ejercieron presión sobre los empresarios y desarrolladores. En ese momento de emergencia se tomó la decisión de echar mano de las masas de datos personales generados por los usuarios en ires, venires, búsquedas, transacciones, lecturas e interacciones en línea, que varias empresas tenían acumuladas en los servidores, y que era información considerada inútil. La principal arquitecta de esta apropiación y reciclaje de información fue Sheryl Sandberg, directora de publicidad en Google hasta 2008, donde se convirtió en una superestrella de Silicon Valley. Sandberg entendió que esta información, denominada datos de comportamiento (behavioral data, o bien data exhaust), reflejaba comportamientos, deseos, ideologías, temores y preferencias de los usuarios, y que por lo tanto tenía valor predictivo. Si no era conveniente saturar las pantallas de anuncios ni cobrar por el uso de los servicios, la alternativa era tratar de explotar este inmenso almacén de información “de desperdicio”, que hasta entonces ocupaba un espacio inútil en la memoria de los servidores. Así, sin pedir permiso, sin regulación alguna ni informar a los usuarios (que muy probablemente no hubieran entendido entonces el valor de esos datos ni tenían el menor interés en protegerlos), Google y luego otras empresas comenzaron a crear algoritmos de inteligencia artificial (IA), programas de análisis y técnicas de minería de datos para explotar esas inmensas bases de información. Así elaboraron herramientas predictivas del comportamiento del público, a veces asombrosa e inexplicablemente precisas (como suele suceder con algunos sistemas de IA), que en principio estaban dirigidas a empresas interesadas en lanzar anuncios dirigidos (targeted advertising) para optimizar sus campañas, al enfocar con precisión a un público interesado en sus productos. En esencia, se vendía información a los anunciantes para apostar, con buenas probabilidades, a los comportamientos de sus clientes. Gracias a esto, Google tuvo un crecimiento del 3590 por ciento entre 2001 y 2004, mediante una estrategia de supervivencia que los hizo desechar sus valores éticos, en el caso de que realmente los hubieran tenido. En sus orígenes, Google adoptó como su eslogan la frase “Don’t be evil” (No seas malo). Curiosamente, en abril de 2018 borraron de manera discreta y muy significativa ese lema de su código de conducta.
El negocio del comportamiento
En poco tiempo, los objetivos de estas herramientas se ampliaron y de esa manera se creó un mercado que Zuboff llama de futuros del comporta-miento (behavioral futures market), para las predicciones en diversos dominios y negocios como aseguradoras, almacenes, servicios de salud, finanzas, educación, entretenimiento y transporte. El modelo que comenzó en Google y pasó después a Facebook se convirtió en el sistema usado por default por todos los start ups y creadores de aplicaciones, así como por empresas veteranas que deseaban ponerse al día. Facebook puso en evidencia lo mal protegida que estaba la información de sus más de dos mil millones de usuarios con el escándalo de Cambridge Analytica, la cual tomó sin aviso la información personal de más de 87 millones de usuarios de la red, a fin de crear perfiles de votantes durante la elección de 2016, para la campaña de Trump. Si bien Mark Zuckerberg dijo entonces que tomaría medidas para evitar que algo así se repitiera, Facebook anunció —el 20 de septiembre de 2019— la suspensión de alrededor de 69 mil aplicaciones desarrolladas por cuatrocientas compañías que se dedicaban a obtener información de los usuarios de manera inapropiada, o bien que se negaban a cooperar con la red para explicar sus métodos y objetivos. Estas aplicaciones pueden ser desde Spotify hasta Candy Crush —algunas sólo emplean Facebook para validar el acceso. Si bien la intención de estas empresas puede ser simplemente aumentar su base de usuarios o promocionarse, otras sin duda tienen intenciones criminales.
Coincidiendo con los aires de cambio económico del inicio del siglo XXI, los ataques de 11 de septiembre de 2001 provocaron un estado de vigilancia masificada, espionaje, sospecha y hostigamiento a ciertas comunidades, así como una notable militarización de la sociedad. De esta manera nació lo que Zuboff denominó, en 2014, el capitalismo de vigilancia como un engendro, una mutación perniciosa del capitalismo voraz: un producto de la guerra contra el terror, la desaparición de regulaciones y protecciones al consumidor, y del estado permanente de vigilancia. La también autora del libro In the Age of the Smart Machines define esta vertiente del capitalismo como “la concesión unilateral de la experiencia humana privada como materia prima y gratuita para ser convertida en data de comportamiento”. Así, según ella pasamos del Big Brother (el Gran Hermano) orwelliano al Big Other (la Gran Otredad) googleiano. Del estado totalitario y represor de aquella novela, que manipula la información para moldear una realidad conveniente a sus intereses, hemos llegado a un tiempo en que empresas gigantescas manipulan la información para moldear el consenso en favor de sus objetivos. Uno de los elementos más preocupantes es que en este sistema la población se convierte en ganado especulativo: un recurso natural para explotar sus narrativas, sus preocupaciones e intereses, que ni siquiera cuenta en realidad como cliente.
"Supuestamente, servicios como Netflix o Spotify personalizan nuestras experiencias, pero lo que hacen es reducir nuestro universo de opciones de acuerdo con sus algoritmos y nuestras presuntas preferencias".
Espionaje y comercio
El programa de espionaje masivo Total Information Awareness (Conocimiento total de la información), lanzado por el gobierno de Estados Unidos en 2003 y en el que participaron nueve agencias de inteligencia, contó con tecnologías desarrolladas en el sector privado, por empresas que el régimen apoyó y protegió. De esta manera, se beneficiaba de las herramientas de espionaje, sin el riesgo de ser acusado de violar la constitución o los derechos individuales. Por medio de iniciativas como ésta, autoridades y corporaciones se unieron para vigilar a la ciudadanía con sistemas diseñados para pasar desapercibidos. Así, en vez de que el gobierno velara por los intereses del público, exigiera la regulación de estas empresas y protegiera a los consumidores, las convirtió en socias y aliadas. En particular, la complicidad de Google con el gobierno llega a niveles muy altos. El expresidente Barack Obama siempre estuvo muy cerca de la empresa de Sergey Brin y Larry Page, la cual fue importante en su estrategia electoral.
La ambición de Google siguió creciendo de manera vertiginosa y pronto rebasó los límites del ciberespacio. Entre otras iniciativas, sus directivos entendieron que al apropiarse de la cultura literaria podían generar inmensas riquezas a futuro. De manera que procedieron a digitalizar todos los libros existentes, tuvieran o no sus derechos. Asimismo, decidieron generar mapas precisos del mundo y lanzaron un programa para fotografiar calles, caminos, carreteras, espacios públicos, parques e incluso interiores de construcciones, edificios, centros culturales y espacios de todo tipo, sin solicitar autorización para hacerlo. Literalmente buscaban hacer del mapa su territorio. Esta acumulación de recursos, monopolio de tecnologías, poder económico, conexiones políticas, control del ecosistema, mercado de proveedores y clientes de datos sobre comportamiento, así como el dominio de las actividades en línea, hacen que Google represente una amenaza a nivel mundial. Es una compañía que maneja 40 mil búsquedas por segundo, 1.2 mil millones al año y cuya empresa madre, Alphabet, está valuada en más de 822 mil millones de dólares.
[caption id="attachment_1028468" align="alignnone" width="770"] Fuente: overcluster.com[/caption]
No se puede negar que Google y Facebook nos han convertido en conejillos de indias de un inmenso experimento donde la muestra es casi el universo entero. Tras incontables horas de seguirnos en línea, monitorear nuestras actividades, tener digitalizados nuestro rostro, nuestras relaciones familiares, amistosas y laborales, nuestros gustos, ideología, obsesiones sexuales, enfermedades, tragedias personales y hasta nuestra forma de caminar, así como la manera en que expresamos nuestras emociones, estas empresas pueden presumir de realmente conocernos y ser capaces de anticipar nuestras acciones, tanto a corto como a largo plazo. Como sistema que involucra inteligencia artificial, aquí entre más datos se tienen más confiables son los resultados predictivos. Por tanto, si bien al inicio los programadores empleaban la información que tenían acumulada, más tarde comenzaron a exprimir y recopilar agresivamente todo tipo de datos, a rascar en los detalles, sugerencias e insinuaciones que la gente posteaba, así como en mensajes privados e incluso correos, para descubrir conexiones entre la gente, sortear bloqueos y protecciones, engañar a los usuarios a fin de que compartieran más y más. Su éxito se debe a convertir la experiencia de las redes sociales en una especie de videojuego, mezclado con una telenovela y una máquina tragamonedas. Interactuar con estos sistemas provoca una adicción a las endorfinas generadas con cada “me gusta”, con todo posteo y sus efectos. Los diseñadores de Facebook admiten haber usado técnicas de gamificación (elementos de juego para premiar ciertos comportamientos). Y esto ha llegado al extremo con aplicaciones como Arts & Culture, que ofrece comparar selfies del usuario con obras de arte o envejecerlo virtualmente con FaceApp. Recursos que en realidad alimentan inmensas bases de datos para sistemas de reconocimiento facial. Los creadores de FaceApp, la empresa rusa Wireless Lab, aseguran que borran “algunos de los archivos de los usuarios en 48 horas”, pero resulta muy significativo que almacenan y procesan su información en “cualquier país donde la empresa tenga negocios”, además de que para instalar la app requieren de acceso a todas las fotos del usuario, así como a su localización, uso de datos e historial de búsquedas, y reconocen que comparten esta información con anunciantes. Las empresas que usan estos métodos no tienen políticas de privacidad sino de vigilancia.
Viajar al futuro
En algún momento comenzamos a asumir que la verdadera función de internet era ayudarnos a ver el futuro. La red se volvió, en nuestra imaginación, una máquina del tiempo con la cual no solamente podíamos ver un mapa y la mejor ruta para un viaje, sino también informarnos de nuestro tiempo estimado de llegada, lo que encontraríamos en el camino, las atracciones y las condiciones de estacionamiento en nuestro destino. De manera semejante, el meteorólogo y las predicciones del clima se convirtieron en una obsesión, actualizándose minuto a minuto con la promesa de anticiparse a lluvias, calores y huracanes. Así como Google intenta anticiparse a lo que vamos a teclear en el renglón de búsqueda, cientos de apps tratan de predecir nuestras intenciones, nuestros deseos, experiencias en restaurantes, gimnasios o servicios fúnebres. Facebook sugiere amigos y actividades infiriendo compatibilidad a partir de nuestro perfil. El hecho de que las actividades en la red sucedan en este purgatorio temporal, situado entre el presente y la sombra del futuro, la intuición de lo inmediato, nos sitúa en un desequilibrio que podemos comparar con el momento de lanzar el pie al vacío, con la esperanza de encontrar el siguiente peldaño de la escalera. Nos hemos acostumbrado al vértigo de la anticipación, a creer saber lo que nos espera en el servicio de un hotel, en la calidad de un detergente o una película, a prever una tarde tormentosa o una inversión arriesgada, así como la calidad de una botella de vino. Supuestamente, servicios como Netflix o Spotify personalizan nuestras experiencias, pero lo que hacen en realidad es reducir nuestro universo de opciones de acuerdo con sus algoritmos y nuestras presuntas preferencias. Consumimos reseñas de usuarios desconocidos con la avidez y fe que algunos invierten en las cartas del tarot. Llegamos a creer que es posible adelantar la experiencia con respecto de la vivencia real y eso sin duda nos ha cambiado.
Caníbales de la experiencia y la identidad
El capitalismo de vigilancia difiere en muchas formas del capitalismo anterior, pero esencialmente en el hecho de que ofrece un giro macabro: apropiarse de la experiencia humana privada y convertirla en información para el mercado, que será reciclada como datos de comportamiento, material crudo que es empleado en procesos y cadenas que capturan esta información de todos los aspectos de la vida. Creímos que buscábamos el universo con Google, cuando lo que en realidad sucedía era que Google buscaba en nosotros para conformar su universo. Mientras nosotros imaginamos que sus servicios son gratuitos, ellos saben que nosotros somos gratuitos. Lo que realmente cuenta para esta lógica capitalista es tener al usuario constante y universalmente distraído e involucrado, ya sea con redes sociales o bien con el termostato de su casa, sus aplicaciones de citas románticas o sexuales, su GPS y los accesorios de su auto. Lo que se ha dado en llamar el internet de las cosas es una gran red para recoger información de nuestras vidas, la cual acumulan y suman a bases de datos masivas para ser analizada y extrapolada. Zuboff afirma que todo dispositivo que se anuncia como smart o inteligente, desde Alexa hasta los dispositivos que registran nuestras actividades físicas, es en realidad una interfaz de una cadena de suministro de datos para el capitalismo de vigilancia. Un ejemplo ideal de cómo operan estos sistemas es el juego de realidad aumentada Pokemon Go!, que entreteje un juego en línea con actividades en el mundo material, y no sólo acopia información del usuario sino que lo hace ir físicamente a lugares para beneficiar a socios comerciales.
Google y las demás empresas han logrado enriquecerse al establecer una relación social de espejo unidireccional, al crear una ilusión de consentimiento (en esencia, un fraude que consiste en hacer que el consumidor acepte un contrato de términos de uso en gran medida incomprensible) y bombardearnos con tecnologías opacas y engañosas. Esto ha dado lugar a un nuevo eje de desigualdad social, una asimetría con la que sin duda controlarán el mundo virtual y eventualmente todo lo demás en el siglo XXI: “Ellos saben todo de nosotros, nosotros no sabemos nada de ellos, ni siquiera sabemos tanto de nosotros mismos como ellos”, apunta Zuboff. Y el conocimiento que tienen de nosotros no es usado en nuestro beneficio, sino para influenciar y modificar el comportamiento. Lo que inicialmente es una manipulación de sujetos y grupos humanos, se transforma en control a escala poblacional, lo cual representa un valor político incalculable. Zuboff llama economías de acción a estos sistemas que pueden intervenir y modificar comportamientos masivos.
"Para cumplir con sus imperativos económicos deben debilitar la autonomía humana, arrebatar la voluntad y despojarnos del poder de decidir sobre nuestra propia experiencia".
El cementerio de la democracia
Una de las técnicas empleadas por estas empresas es una auténtica campaña de adormecimiento psíquico que consiste en normalizar el saqueo de información, en hacer pasar por inevitable la pérdida de la intimidad. Nos han hecho creer en el tonto mantra que señala si no tengo nada qué esconder, no tengo nada qué temer. Sin embargo, Zuboff anota con tino que si uno no tiene nada que ocultar significa que no es nada:
Todo lo que eres son tus recursos internos, tus recuerdos y tu fortaleza, es de ahí que proviene tu sentido de identidad, tu voz, tu autonomía y juicios morales, tu capacidad de resistir y rebelarte. Éstas son las capacidades que sólo se pueden desarrollar en el interior, en la soledad, protegidas de la mirada y los oídos ajenos, por tanto merecen ocultarse y deben ser privadas.
Así como nos resignamos a perder nuestra privacidad, lo que sigue será perder nuestra voluntad.
Las corporaciones del capitalismo de vigilancia que se enriquecen con la acumulación y el tráfico de experiencias humanas están condenadas a chocar de frente con la democracia, debido a sus ambiciones e intereses. En esencia, los mejores resultados de estas predicciones se logran al influenciar o empujar a los sujetos para que elijan los desenlaces que la empresa prefiere. Para cumplir con sus imperativos económicos, estas corporaciones deben debilitar la autonomía humana, arrebatar la voluntad y despojarnos del poder de decidir sobre nuestra propia experiencia privada, para desarticular así a la democracia.
El mundo cambió cuando las clases bajas se rebelaron contra el orden monárquico. Los aristócratas no decidieron hacerse dócilmente a un lado para permitir que el pueblo se gobernara a sí mismo. Fue necesario arrebatarles el poder. Algo semejante quizá tenga que ocurrir para que los usuarios del mundo sean respetados e incluso puedan beneficiarse con los sistemas que han enriquecido demencialmente a ciertas corporaciones (algunas de las cuales ni siquiera pagan impuestos). La lógica económica que tomó por asalto a internet no es una imposición divina ni es inevitable ni es la única vía, sostiene Zuboff. Nadie nos obliga a seguir participando en estas redes sociales o usar estos buscadores o productos. La académica señala que nuestra participación en esta economía de vigilancia puede ser explicada en términos de necesidad, dependencia, clausura de alternativas, imposición e ignorancia. Pero por supuesto que resulta difícil imaginar cómo abandonar o detener este sistema que exprime vivencias y las fusiona con intereses políticos y comerciales, como una voraz Matrix wachowskiana.
[caption id="attachment_1028470" align="alignnone" width="696"] Fuente: hipertextual.com[/caption]
El cambio no consiste forzosamente en abandonar la vida en línea, sino en buscar la manera de evadir y neutralizar las cadenas de suministro de datos y narrativas que devoran las empresas, impedir que los analistas del comportamiento se apropien de nuestra experiencia cada vez que vamos a un restaurante, posteamos una opinión política, damos un pésame o compartimos una receta o una recomendación literaria. La liberación de este sistema pasa primero por tomar conciencia, nombrar el fenómeno y no hacerse ilusiones con la desmonetización total y automática de la red. Lo que importa es crear nuevas formas de solidaridad que democraticen internet y la conviertan en un bien público, civil, eficiente y participativo. De lo contrario estamos condenados a convertirnos, como anunció el hacker y teórico Jaron Lanier hace años, en gadgets, meros dispositivos de la red. Zuboff nos previene: “No les basta con automatizar el flujo de información sobre nosotros, el objetivo es automatizarnos a nosotros mismos”. Detener esta maquinaria ominosa y omnipresente suena imposible, pero hace un par de décadas también parecía imposible cargar en el bolsillo un dispositivo inteligente capaz de ofrecernos acceso instantáneo a todo el conocimiento humano imaginable.