En 1810, el médico inglés John Haslam publicó Ilustraciones de la locura, que describe el caso de James Tilly Mathews. En su momento fue concebido como un caso crónico de insania, no exento de controversias. Es común leer que representa “la primera descripción clínica de un caso de esquizofrenia”, pero el término esquizofrenia apareció hasta un siglo después.
James Tilly Mathews era un vendedor de té, casado y con dos hijos. Fue prisionero del Estado francés en 1793, porque afirmaba la existencia de comunicaciones telepáticas entre Inglaterra y Francia. Escribió a los ministros británicos para denunciar conspiraciones contra Inglaterra. Según sus palabras, una pandilla de villanos en Londres, con grandes habilidades en “Química Neumática”, lo asaltaban mediante una máquina para el control de la mente, construida por revolucionarios jacobinos franceses para llevar a Inglaterra a un desastre bélico.
Esta pandilla era capaz de realizar actividades extraordinarias para controlar la mente de las personas: podían “forzar el fluido magnético para que los músculos de la cara fueran obligados a reír o a realizar muecas” y lograban “hablar cerebralmente”, lo cual no es lo mismo que hablar y escuchar como hacemos de manera ordinaria, en lo que parece “un transporte silencioso de inteligencia hacia la atmósfera intelectual del cerebro”.
La historia de Mathews es trágica. Generó disputas entre su familia, los representantes de la medicina y el Estado, y controversias al interior del grupo médico. Desde su admisión hasta el alta del hospital Bethlem pasaron 17 años. Sus delirios y alucinaciones fueron crónicos. Murió un año después del egreso, en un asilo privado. Al margen de los debates sociológicos, este caso se usa como el primer ejemplo confiable de esa condición que cien años después sería nombrada esquizofrenia.
En mi opinión, es imposible hacer un dictamen psiquiátrico retrospectivo, sin un examen clínico directo ni pruebas objetivas para un diagnóstico diferencial. De manera que no se puede afirmar con certeza que la esquizofrenia sea el diagnóstico correcto de Mathews. Pero es cierto que el patrón caracterizado por delirios crónicos de persecución, experiencias de transmisión y control del pensamiento, vivencias alucinatorias, guarda un parecido enorme con el diagnóstico actual de la esquizofrenia. No hay pruebas biológicas para demostrarlo en un paciente, como sucede con otras enfermedades (la infección por virus de la inmunodeficiencia humana, por mencionar un ejemplo). Si se trata de un constructo clínico, ¿cuáles son sus fundamentos científicos?
Entre 1868 y 1874, el psiquiatra alemán Karl Kahlbaum describió un síndrome relevante para esta historia: la catatonia.
Un estado —dice Kahlbaum—, en el cual el paciente se sienta, tranquilamente o mudo por completo, inmóvil, sin que nada lo haga cambiar de posición, con el aspecto de estar absorto en la contemplación de un objeto, con los ojos fijos en un punto distante y sin ninguna volición aparente, sin ninguna reacción ante las impresiones sensoriales.
"En 1907, el psiquiatra Eugen Bleuler cambió el nombre de la demencia precoz, al acuñar el neologismo esquizofrenia, que significa división de la mente".
Kahlbaum pensaba que este cuadro provenía de estados de manía y melancolía, hasta llegar a la “melancolía atónita”. Algunos pacientes marchaban al deterioro intelectual y otros tenían recuperaciones asombrosas. Enfatizó la presencia de “convulsiones epileptiformes”, lo cual sugiere causas neurológicas en algunos pacientes. Hoy sabemos que las encefalitis virales y autoinmunes provocan catatonia, crisis convulsivas y alteraciones mentales.
Al clasificar las enfermedades mentales, Kahlbaum incluyó una llamada hebefrenia. Uno de sus alumnos, Ewald Hecker, describió siete casos de esta nueva entidad en 1871; en su monografía, incluyó cartas escritas por los pacientes. Eran casos crónicos de adolescentes con deterioro intelectual y excentricidades en el discurso y la conducta, con tendencia a bromear y reír sin un motivo comprensible para los demás.
En 1899, Emil Kraepelin planteó la existencia de una entidad clínica que incluía la hebefrenia de Hecker, la catatonia de Kahlbaum, más un tercer síndrome: la demencia paranoide, caracterizada por alucinaciones y delirios. Según Kraepelin, los jóvenes con esos síndromes tenían como destino común el deterioro irreversible de las funciones cognitivas. A esto le llamó dementia praecox. Admirador de la botánica, hacía excursiones para observar plantas y clasificarlas, mientras que su hermano Karl era especialista en taxonomía de los arácnidos. Bajo esa influencia, Kraepelin usó el latín para nombrar la nueva entidad clínica, como si fuera un botánico. Aunque sus evidencias para unificar la hebefrenia, la catatonia y la demencia paranoide eran insuficientes, el concepto de la dementia praecox fue decisivo y dio lugar a la idea de que existían formas paranoides, catatónicas y hebefrénicas de una misma enfermedad.
En 1907, el psiquiatra suizo Eugen Bleuler cambió el nombre de la demencia precoz, al acuñar el neologismo esquizofrenia, que significa “división (o escisión) de la mente”. Para justificar esta elección etimológica, escribió: “Le llamo esquizofrenia a la demencia precoz porque la escisión de las funciones psíquicas es una de sus más importantes características.”
La metáfora de una división, separación, escisión, ruptura o fragmentación de la mente fue parte de la psicología romántica del siglo XIX, y se convirtió en parte de la cultura literaria, como puede verse en el relato de Robert Stevenson, Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Esa metáfora, cuyos partidarios tomaban por una realidad, también penetró en los terrenos de la filosofía, el psicoanálisis y la cultura popular. Lo cual explica en buena medida la aceptación casi inmediata del neologismo clínico; no era tan sólo un punto de convergencia entre la psiquiatría biológica y el psicoanálisis: también era una articulación entre la cultura académica y la cultura popular. A cien años de distancia, el término esquizofrenia está incluido en las clasificaciones psiquiátricas de la Organización Mundial de la Salud y la Asociación Psiquiátrica Americana, y los criterios de diagnóstico son una amalgama de las ideas de Kraepelin y Bleuler. Pero existe un fuerte estigma social asociado a la palabra esquizofrenia como insulto en los medios de comunicación. Aunque el concepto ha sido útil para investigaciones y tratamientos exitosos, es innegable que designa una categoría en la cual se aglutinan problemas muy diversos.
En parte, el problema deriva del poder metafórico del neologismo: ha llevado a la falsa creencia de que entendemos la esencia de una enfermedad mental real. Es más probable que la fusión académica de los constructos de Kraepelin y Bleuler nos permita agrupar pacientes con problemas semejantes, superficialmente. Pero ese mismo efecto unificador nos ha impedido analizar la heterogeneidad clínica, social y biológica de los pacientes clasificados como portadores de esquizofrenia. En todo caso, las condiciones encubiertas o reveladas por el neologismo seguirán planteando enigmas localizados en el corazón de nuestra cultura.