Detrás de la puerta hay un espejo

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Foto: larazondemexico

Al salir de la clínica sentí que necesitaba un trago. Uno, me dije, que al final fueron cuatro. Fui al barecito que frecuentábamos, cerca de la casa de Zuri, y me senté en uno de los bancos altos de la barra. Pedí un JB porque no estaba para lujos, sobre todo si tomaba en cuenta los gastos de la casa y el costo de la consulta. Junto a mí, en los bancos contiguos, había dos hombres de cincuenta, sesenta años. Hablaban acerca de una mujer y de las cosas ridículas que hacía en aras del amor”. Para cuando ocurre esto en Restauración, de Ave Barrera (Paraíso Perdido, México, 2019), la protagonista ha vivido sola un aborto y remodelado una casona para su “novio”, Zuri.

Ave Barrera anuncia desde el principio su intención de dialogar con Farabeuf y con Salvador Elizondo. El argumento es, tal como aquél detrás del admirado libro de Elizondo, el rizo que riza la memoria. En Restauración, una historia de dominación masculina en una pareja, y luego en otra, porque pronto subyace lo anterior: otro guiño a la poética de Salvador Elizondo sobre “el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto”. Así, Barrera enfrenta dos espejos para buscar la imagen perdida. Por un lado están la Restauradora (protagonista y narradora de la historia contemporánea) y su novio, un genio incomprendido que ha heredado una casona que remodelará (es decir, que Ella remodelará) para instalar una galería y un estudio. Como Elizondo, Barrera describe con arrobada precisión la casona donde ocurrirá el juego de espejos enfrentados.

Al igual que su tío abuelo, Zuri está obsesionado con la fotografía y con Farabeuf —porque no hay nadie o nada que no penda de las figuras de Elizondo, el Doctor Farabeuf o La Fotografía. Como a la Enfermera, en su recreación Zuri retrata a su novia desnuda, vestida, semidesnuda o jugando con las monedas del ying y el yang cada vez que ella se toma un descanso de remodelar la casa. En lo que salta a la vista como un interés netamente original, la autora se demora en restaurar el espacio físico en sus descripciones, conforme la Restauradora se adentra en la vida de Gertrudis (“Pondría violetas en la cornisa del fregadero, una campana con tubos de bambú para que el viento se anunciara, un bebedero con tubo de fresa para los colibríes”), que representa el reflejo remoto de su espejo, enfrentado al espejo de la casa vacía.

"La dicción de la problemática de estas mujeres es, si se quiere, calculadamente autoconsciente; es un riesgo que Barrera adopta para dotar de tesituras a sus personajes".

Ave Barrera no oculta que escribe dos historias gemelas de abusos masculinos, pero tampoco recurre a una denuncia frontal. En nuestra época, algunos encontrarán en su solución una virtud y otros un punto flaco. A mi parecer, la exposición factual de la violencia física o psicológica que viven sus protagonistas es sólo aparente; de hecho, su narrativa genera un fuerte contraste entre la dulzura y generosidad de la Restauradora y la frialdad de Zuri (“Por supuesto que era indigno entrar y salir de aquel modo, que me escondiera de su familia; sin embargo, yo misma buscaba los argumentos para convencerme de que era necesario”). También contrasta la dedicación y obediencia de Gertrudis y el machismo sin miramientos que le propinan su esposo y, más tarde, Chava, gran amigo del primero:

cuando empiezan a hablar todos de cosas elevadas e intelectuales, yo mejor me quedo callada o me pongo a ver si hace falta algo en la mesa. Es como me enseñaron a ser. Y no es que sea tonta, porque he leído, he viajado, mis padres me mandaron a un buen colegio, pero en el fondo nunca podré dejar de ser una mujer sencilla.

La dicción de la problemática de estas mujeres es, si se quiere, calculadamente autoconsciente; es un riesgo que Barrera adopta para dotar de voz y tesituras a sus personajes. Presentarlas desde la tercera persona no sólo habría hecho de sus protagonistas tipos y no personajes, sino que hubiera restado detalles y tesituras a una novela que para generar contrapuntos y semejanzas justamente requiere de la percepción de los detalles entre las dos historias paralelas. Si Gertrudis observa salir a su marido perfumado a citas con sus amigas y nada dice, la Restauradora sigue a una chica sospechosa por la calle para descubrir que entra al departamento de Zuri. Las corazonadas dolorosas abundan como plagas en la trama, mientras el Recuerdo de la Fotografía se repite como las líneas de un piso de mosaicos.

Barrera se distancia del juego de espejos narrativo con Farabeuf en la solución de su historia. Para ello recurre a Charles Perrault y su historia arquetípica de Barba Azul, en la que la desobediencia es castigada con la muerte. Perrault parece decirnos, en la síntesis de Barrera: “Hay una puerta que no debe ser abierta. La llave está aquí pero la puerta no debe ser abierta”, a lo que Elizondo parece responder: “Abre la puerta. Así. ¿Te gusta? Te gusta tanto que podrías quedarte adentro, ¿verdad?”. De esta manera, la autora tira desde los dos extremos de la cuerda, entre la curiosidad y el miedo, la seducción y la humillación, el sacrificio y la venganza, y lo hace con elegancia, originalidad e inteligencia.