En aquella época, finales de los años ochenta del siglo pasado, sentías cierta incomodidad ante la persona de José de la Colina. A la vez que te desempeñabas como crítico literario de El Semanario Cultural por él dirigido, ejercías como reportero de cultura en la revista Proceso. Ocurrió que el tratamiento de algunos temas, como las sospechas por la salida abrupta de Mario Vargas Llosa del país, luego de su definición del Estado mexicano como una dictadura perfecta en el Encuentro Vuelta (por la tele, en vivo y a todo color), o tu seguimiento de una polémica sobre la posible intervención de sor Juana Inés de la Cruz en la Segunda Celestina de Agustín de Salazar y Torres —en la que se oponían los temperamentos de Octavio Paz y Antonio Alatorre—, había provocado el enojo del futuro Premio Nobel de Literatura y de quienes la vidita literaria consideraba como “gente de Vuelta”.
La polémica comenzó cuando Vuelta tenía ya impreso y a punto de enviar a distribución el rescate, con el crédito a sor Juana en portada y un orondo prólogo de Octavio Paz en donde se ufanaba por el descubrimiento y se apoyaba en el investigador Guillermo Schmidhuber (pretendido descubridor de la comedia perdida) para asegurar que se trataba de una pieza juvenil de Juana de Asbaje. En Proceso, Alatorre cotejó los elementos en que se basaban Paz y Schmidhuber con sus propias investigaciones (él había hallado el mismo suelto pero de impresión posterior, y no lo había dado a conocer como de sor Juana porque aún no había armado completo el rompecabezas), para concluir que no pudo haber intervenido, de modo alguno, la poeta y dramaturga. Luego de muchos meses de réplicas y contrarréplicas, quiso Schmidhuber zanjar la cuestión con un absurdo análisis estilo-estadístico que sólo probó que él andaba perdido en el espacio. Y aunque nunca lo expresó abiertamente, en el asunto de la Segunda Celestina Octavio Paz se supo vencido.
Por eso, cuando luego en Nueva York Paz se encontró con el editor de cultura de Proceso, su reclamo en torno a las suspicacias que había levantado la salida de Vargas Llosa y el tono de un penúltimo resumen sobre el enredo sorjuanista, fue enérgico. El remate en verdad no tuvo medida: “Y ese joven Toledo”, dijo don Octavio —como acordándose del capítulo sobre el complejo de la Malinche que es central en El laberinto de la soledad—, con su particular movimiento de dedos, como si arrojara una moneda al aire para definir águila o sol; “y ese joven Toledo”, dijo, “¡que se vaya a la chingada!”.
"Temías la furia de quien, como Humberto Batis en el Sábado, tenía fama de perturbar con legendarios arrebatos las conciencias de los colaboradores".
Dos o tres días más tarde, no lo recuerdas bien, la Academia Sueca otorgó a Paz el Nobel de Literatura. Te encargaron en Proceso una encuesta amplia con la comunidad intelectual y entre otros buscaste a José de la Colina. Le explicabas apenas de qué se trataba cuando te dijo: “No quiero nada con la canalla de Proceso”, y colgó.
Elucubraste además que acaso lo habías traicionado al dejar en la encuesta sus palabras tal cual las había dicho, y se te ocurrió que si te lo encontrabas reclamaría tu proceder. Pero cada lunes entregabas a El Semanario Cultural tus balbuceos reseñísticos o ensayísticos, el correo electrónico aún no era inventado por el hombre, el envío por fax era extrañamente complicado en tus rumbos y además se enmarañaba hasta el absurdo la recepción en el periódico Novedades que editaba el suplemento. Planeaste entonces llegar al edificio, que aún está en la esquina de Balderas y Morelos, lo más temprano que se pudiera, seis o siete de la mañana, deslizar tu colaboración por debajo de la puerta de la oficina del suplemento y correr a la estación del metro Juárez, cual si huyeras del lobo feroz. Así por varias semanas. Hasta evitabas el elevador del diario, que en esas circunstancias se convertía en una trampa, y brincabas por las escaleras, zona abierta y más segura.
¿Incomodidad? Reconócelo, temías la furia de José de la Colina quien, como Huberto Batis en el Sábado de unomásuno, tenía fama de perturbar con legendarios arrebatos las conciencias de los colaboradores.
Contigo, dilo ahora, eso nunca ocurrió. Pasado el tiempo, un viernes esperabas en la fila el pago de tus colaboraciones en El Semanario, cuando encontraste atrás de ti, formado y casi pacífico, a José de la Colina. Saludos, una conversación que se armó con rapidez sobre Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi, sobre las que estaba escribiendo él varios artículos seriados que ubicaría años después en Libertades imaginarias (2001). Luego, vía Juan José Reyes, te llegó una carta manuscrita en la que muy respetuosamente De la Colina te corregía algunos vicios estilísticos: cuando decías que una novela iniciaba con un alegato pacifista, por ejemplo, él te explicaba que lo correcto era decir que la novela “se” iniciaba con dicho alegato. Y fue así también como se inició algo parecido a la amistad, sobre todo a partir del reencuentro en Milenio, aunque se te dificulta todavía tratarlo de “tú”, por considerarlo como un maestro de esos que empiezan a escasear y a los maestros debe tratárseles de usted.
[caption id="attachment_1047826" align="alignnone" width="696"] Foto: Archivo de AT[/caption]
No sabes qué habrá pensado De la Colina cuando lo incluiste en El hilo del Minotauro (2006), esa antología de “cuentistas mexicanos inclasificables” editada por el Fondo de Cultura Económica. En un ensayo de su Personerío del siglo XX mexicano (2005), De la Colina propone (siguiendo a Julien Gracq) que todas las literaturas tienen un camino real, visible, institucional, reglamentado y una vía excéntrica, “secreta a veces, sólo frecuentada por minorías de lectores y discípulos devotos” (que tiende a convertirse, agregarías tú, en el real camino real), en donde ubica a Julio Torri, Francisco Tario, Pedro F. Miret, Gerardo Deniz y Salvador Elizondo. A esa lista tú sumaste a Efrén Hernández, Esther Seligson, Adela Fernández, Samuel Walter Medina, Humberto Rivas, Luis Ignacio Helguera, Javier García-Galiano y algunos más. Te preguntas ahora, ¿le incomodará a De la Colina haber aparecido en una colección de escritores raros o preferiría andar muy a sus anchas por el camino real?
Y no imaginas qué pensará ahora que retomas una argucia recurrente en sus artículos, cuando para hablar de sí mismo usa la segunda persona, entre otras herramientas, porque algo que tiene José de la Colina es un sentido amplio de ductilidad de la lengua, sometida por él a severas y enriquecedoras genuflexiones, siempre en juego (o fuga) en busca de armónicas disonancias, como una expresión llevada al límite de sus posibilidades. Por esta calistenia verbal tiene ahora De la Colina, te parece, un control casi absoluto de su instrumento que es el idioma español. Dirías que ejerce una suerte de travestismo literario porque sabe servirse de distintos estilos, ponerse distintos ropajes, y ajustárselos muy bien: si habla de Rulfo se vuelve enteramente rulfiano; si el sujeto a revisar es Juan José Arreola, sus frases adquieren las difíciles maneras arreolianas; incluso si dedica una semblanza a Fred Astaire o Dámaso Pérez Prado, caraefoca, su prosa comienza a bailar tap o mambo:
... y a echarle gana y a echarle gana y riñones a la cosa rica aymamá, disparando el pie pa’este lado, girando todo el busto con los brazos replegados, ahora pa’cá, ondulando sin perder el tipo... (Personerío, p. 45).
Travesti su escritura, acláralo antes de que se te venga el mundo encima: travesti su escritura, no él.