“Tengo una gran noticia, no sé si para ti, para mí o para el libro: me dieron el Premio Xavier Villaurrutia”. Es el lunes 7 de abril de 2014. José de la Colina llama por teléfono a su editor, Alfredo Núñez Lanz, para contarle. Al día siguiente presentan juntos su libro más reciente, Un arte de fantasmas, publicado por Textofilia (casa editorial dirigida por Núñez). Ese mismo día yo toco el timbre del departamento del escritor, para entrevistarlo. Es una cita acordada semanas antes, que se sincroniza con la noticia del reconocimiento.
Lo encuentro contento. Cómo no. A sus ochenta años recién estrenados (los cumplió el 29 de marzo), los 500 mil pesos del premio que él llama “el Nobel de las letras mexicanas” son un regalo inesperado. Además, representan el máximo espaldarazo del país que lo adoptó hace más de setenta años. Nacido en España, con la Guerra Civil emigró con su familia a Bélgica y Francia. Siendo todavía muy niño llegó a México. Y se quedó. “Fui embotellado en España, pero me he formado aquí, es donde me han considerado escritor. En España no se interesan por mi trabajo y a lo mejor no tendrían por qué hacerlo”.
Su departamento es pequeño. Ubicado en el cuarto piso de un edificio en Mixcoac, podría colapsar por exceso de libros y DVDs, sus pasiones inequívocas. A punto de empezar la entrevista suena el teléfono. “Así ha estado todo el día”. Llama otro reportero que pregunta sobre el premio. Lo escucho responder.
—Bueno, claro que es una satisfacción. Pertenezco a un territorio de la cultura que es México... Yo no tengo estudios, ni siquiera secundaria, sólo estudié la primaria. La carrera que encontré y que me ha permitido vivir muy a gusto es el periodismo, aparte de que escribir no es un trabajo, es un placer.
Sus respuestas parecen hacer eco en los libreros atiborrados de la sala. Distingo algunos nombres: Alfonso Reyes, Francisco Umbral, Octavio Paz, Ramón de Valle Inclán. Tras alguna broma, De la Colina cuelga el teléfono. De andar lento, se sienta. Le pregunto si podemos empezar la entrevista. “No me hables de usted, me salen más canas”. Aprovecha la oportunidad para soltar alguna broma, pero entonces corrige: “Bueno, pongámonos serios”.
Su padre, quien fue cajista de imprenta, anarcosindicalista y combatiente de la República en la Guerra Civil Española, le dijo un día: “Primero estudia una profesión que te dé para vivir y luego, si quieres, escribe”. Ese mismo padre, “un ateote”, registró a su primogénito como Novel, lo más alejado posible del santoral católico. Luego, con la guerra, su madre se lo cambió por “José”, para no despertar sospechas. Al vencer, Franco ordenó convertir al santoral todos los nombres no católicos, de modo que se lo cambiaron una vez más: le pusieron Segundo. “Entonces tengo tres nombres, como una guaracha: Novel, Segundo y José, tarará”, dice. Ninguno de los tres hizo caso del consejo del padre: se dedicaron a escribir.
El escritor Jorge F. Hernández dice que De la Colina tiene una “pasión sin pedanterías por la literatura, el mero goce de jugar con las palabras”. Esa cualidad se transparenta en cuentínimos que son chispazos de luz, como éste incluido en Tren de historias: “Tan desnuda estaba la bella que no se atrevía a alzar la voz”.
Entre los lectores atrapados por su pluma, Octavio Paz afirmó: “Su prosa es una de las mejores de México”. No es poco viniendo del Nobel, a quien lo unió una cercana amistad. Más allá de reconocimientos, asume que el trabajo de escribir es solitarísimo, parecido al de un náufrago que echa botellas al mar. “Uno no sabe quién lo va a leer ni qué va a sentir al leerlo. Eso es lo más encantador de la literatura”. Dice también que escribir es como hacer artesanía, “como entender el barro”. Él mismo concibe su trabajo como un constante ensuciarse las manos de palabras.
Ha escrito cuento, ensayo, fábula, traducción, crítica de cine. Percibe cuentos incluso en los chistes. “Tienen estructura similar: comienzo, nudo, desenlace. En general el chiste tiene menor calidad, pero algunos son más admirables que muchos cuentos que se toman como tales”.
Y me cuenta tres impresiones de escritores.
Jorge Ibargüengoitia: A los dos nos gustaba mucho caminar por la ciudad. Varias mañanas, volviendo de alguna fiesta, nos tocó que empezara a amanecer: se levantaban las cortinas de metal de los negocios y el agua de lavar corría por la banqueta. Eran momentos de una cierta euforia, éramos testigos de la ciudad recién inventada cada día.
Juan Rulfo: Lo más admirable de él son los cuentos que escribió y Pedro Páramo, ese gran poema en prosa, más que novela. Fue un escritor admirable. Lo demás, prefiero olvidarlo.
Xavier Villaurrutia: Mi primer deslumbramiento fue con el “Nocturno rosa”: “La rosa que gira / tan lentamente que su movimiento / es una misteriosa forma de la quietud”. Eso es extraordinario. Sostiene cada palabra en el tiempo.