Sobre el desnudo y el pudor

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Con su inimitable y punzante ironía, Voltaire se preguntaba cómo es que “en-cerramos” (es decir, encarcelamos) a un hombre o una mujer que caminan desnudos por la calle, y en cambio nada hacemos acerca de pinturas y esculturas que existen en los lugares públicos, y aun dentro de los templos, las cuales representan el cuerpo en estado de completa desnudez.

“¿Será que un instinto nos empuja a encender el deseo cubriendo lo que nos encanta des-cu-brir?” La pregunta del gran satírico galo se ha repetido en el curso de las edades, sin encontrar una respuesta satisfactoria. El escritor italiano Carlo Dossi (1849-1910) formuló el mismo pensamiento en estilo aforístico, al decir: “El pudor inventó la ropa para mejor gozar de la desnudez”. Tal vez. No lo sabemos de cierto. Lo que sí podemos decir es que parece altamente probable que la raza humana sobrevivió en cueros por muy largo tiempo, y todavía en nuestra época hay grupos humanos que viven en bendita ignorancia de los rígidos reglamentos sartoriales impuestos por el pudor.

Por otra parte, en pueblos regidos por sistemas de moral altamente estructurados han surgido grupos que concibieron la estrambótica idea de que la mejor manera de adorar a Dios era quitándose la ropa. Así pensaban los adamitas, miembros de una extraña secta cristiana que floreció en África del Norte durante los siglos II y III de nuestra era. Su credo central era que debían vivir en un estado de perfecta inocencia, tal como nuestro padre Adán (de quien la secta tomó su nombre) en el Edén, antes del pecado original. Para lograr este fin, consideraban importante rezar en traje de Adán (o Eva). Los adamitas repudiaban los tapujos, pero hay que decir que eran lógicamente consecuentes, pues el nombre que pusieron a su iglesia fue Paraíso. Condenaban el matrimonio diciendo que era una institución nacida del pecado, puesto que Adán no se unió con Eva sino hasta después de haber incurrido en la primera acción pecaminosa. Por tanto, preconizaban el amor libre. Además, en el jardín edénico, los primeros seres humanos creados por Dios no trabajaban. En consecuencia, no encontraríamos a ningún adamita sudando la gota gorda en labores extenuantes.

"Era yo un párvulo cuando, el 10 de octubre de 1942, la Diana Cazadora fue instalada en la entrada del bosque de Chapultepec, con la estridente protesta de la Liga de la Decencia".

Amor libre y No al trabajo. Supongo que estos dos preceptos no desagradaron a buena parte de la población. Tal vez por eso la secta siguió existiendo o revivió siglos después. En Europa, la encontramos en los siglos XIII a XVI con diversos nombres. En Holanda, los adamitas se llamaban Hijos del Espíritu Libre; en Bohemia, Taboritas. Pero, independientemente del nombre adoptado, seguían repudiando toda vestimenta y adorando al Creador en atuendo de neonato. Fácil es imaginar que semejante conducta no iba a sentar bien en la sociedad conservadora, ordenada y muy burguesa de los Países Bajos. Un grabado del siglo XVIII representa una tumultuosa escena en la cual las fuerzas del orden de la ciudad de Ámsterdam arrestan a un grupo de excitados adamitas que lucen sus adánicos atuendos.

De acuerdo con el gran erudito Pierre Bayle, los adamitas originales se desvestían sólo cuando se reunían para practicar ritos en sus templos.1 Se desnudaban al llegar y se vestían al partir; hombres y mujeres, ministros y personas laicas: todos seguían este proceder y decían hacerlo sin vergüenza porque vivían en la inocencia paradisiaca de nuestros primeros padres. Es cierto que sus reglas eran bastante rigurosas: excomunicaban a quienes cometían una falta, como la fornicación y el adulterio. Bayle, aunque los califica de “secta ridícula”, los defiende de las falsas acusaciones proferidas contra ellos por San Epifanio y Clemente de Alejandría, quienes llamaron burde-les a sus iglesias y orgías a sus reuniones. Bayle escribió que, de no ser por la documentación irrefutable, jamás hubiera creído que los adamitas aparecieron en Ámsterdam en 1535, los cuales, “aunque de las mejores familias”, corrían por las calles tal como salieron del vientre de sus madres. “Y entre ellos había fanáticos que treparon a los árboles, donde en vano esperaron que les cayera pan del cielo, hasta que ellos mismos cayeron medio-muertos al suelo”.2

Para Voltaire, irónico como siempre, “es posible que algunos energúmenos hayan creído que es mejor presentarse a Dios en el mismo estado en que nos formó, que no en el disfraz inventado por el hombre”. Y en cuanto a los efectos negativos de la desnudez —es decir, la estimulación excesiva del deseo sexual y el consiguiente resquebrajamiento de la moral—, Voltaire tiene esta ácida observación: “Son tan pocas las gentes [físicamente] bien formadas, tanto entre hombres como entre mujeres, que pudiera ser que la desnudez más bien inspire la castidad, o hasta el disgusto, en vez de aumentar el deseo”.

A pesar de los muchos cambios que han ocurrido en las costumbres, de vuelcos y sacudidas desconcertantes en los hábitos sociales, de movimientos colectivos tan radicales como la llamada revolución sexual de la década de 1960, sigue habiendo una importante opinión conservadora (no es justo llamarla mojigatería) que aún considera que el cuerpo desnudo, sobre todo de la mujer joven en edad reproductora, es un objeto peligroso, capaz de desencadenar fuerzas nefandas, potencialmente destructoras del individuo y la sociedad. El cuerpo desnudo, dicen, debe manejarse con precaución extrema, como la dinamita o la nitroglicerina, porque una torpeza en su manipulación puede hacerlo estallar. Y esta advertencia la hacen extensiva a las obras de arte.

[caption id="attachment_1047817" align="alignnone" width="696"] François Boucher, Diana saliendo del baño (detalle), óleo sobre tela, 1742. Fuente: es.wikipedia.org[/caption]

En el curso de mi propia vida —que confieso se extiende ya a lo largo de varias generaciones— hube de constatar la vigencia de la actitud mencionada. Era yo un párvulo cuando, el 10 de octubre de 1942, la hoy famosa estatua llamada Diana Cazadora, obra del escultor Juan Fernando Olaguíbel Rosenzweig, fue instalada por vez primera en la entrada del Bosque de Chapultepec, con la estridente protesta de la Liga de la Decencia, y la no menos airada disconformidad de la Primera Dama de la República, esposa del presidente Ávila Camacho. Exigían que la Diana de bronce fuera vestida decentemente. Recuerdo el escándalo en los periódicos cuando un grupo de bromistas, supuestos estudiantes, treparon clandestinamente hasta la estatua y la ataviaron con pantaletas de algodón. El chusco espectáculo de una estatua de bronce vestida con pantaletas, y la incansable, vocinglera oposición, decidieron al escultor a fabricar broncínea ropa interior y cubrir con ella la desnudez de su progenie. En 1968, antes de los juegos olímpicos celebrados en México, la estatua fue retirada a un pueblo fuera de la capital, para después, en 1992, ser regresada a su sitio actual en el Paseo de la Reforma, esta vez en el palmario estado en que salió de las manos de su creador, es decir, desarropada, desguarnecida o desataviada: enteramente al natural.

Otro incidente me ocurrió viviendo en el Midwest, la región central de Estados Unidos. Azares de la vida me hicieron temporalmente padre soltero, y alquilé los servicios de una señora de aspecto matronil como niñera para asistirme en el cuidado de mis hijos. Tenía en mi casa una reproducción de la conocida pintura de François Boucher, Diana saliendo del baño, cuyo original se exhibe en el Museo del Louvre. Es una obra maestra que muestra a Diana desnuda, recién salida del baño. Ha puesto su carcaj de flechas a un lado, y una ninfa la ayuda con los cuidados de su aseo ritual. El dibujo es tan refinado, y el colorido tan estupendo que una inefable luminosidad parece emanar de la piel de ambos personajes.

Sin pretender que tengo una sensibilidad estética mayor al común de la gente, aquí declaro que nunca vi el menor indicio de lubricidad, obscenidad o lascivia en ese cuadro. Imposible negar la gran belleza de los cuerpos femeninos representados, pero la escena toda me pareció siempre como inmersa en un universo mitológico de divinidades ajenas a los desasosiegos y turbaciones de la carne.

"La verdad es que La actitud ante el desnudo, así en el arte como en la vida cotidiana, cambia con las épocas, las modas, con la educación y las diversas culturas. Lo que antes indignaba hoy puede parecer risible".

Evidentemente, no todos eran de mi sentir. No pasó mucho tiempo cuando, al regresar de mi trabajo, noté mi bella reproducción ausente. Pregunté dónde estaba, y la dama me indicó un rincón de la sala, en el cual mi cuadro reposaba sobre el piso, con el marco volteado en tal forma que la imagen quedaba contra la pared. No se atrevió a decirme una palabra, pero su mirada y su acto decían muy claramente que mi conducta había sido imprudente y censurable; que un buen padre no debe exponer a sus niños al riesgoso peligro de la vista de cuerpos desnudos.

Artemisa, la mitológica Diana Cazadora, parece haber despertado alertas en pobladores de sitios tan apartados como la Ciudad de México y el Midwest, y en épocas separadas por al menos cuarenta años. Pero la desazón se extiende mucho más atrás. Leo, en un periódico del primer cuarto del siglo XIX, un editorial que lamenta la presencia de estatuas de desnudos a la entrada de un museo:

Yo pregunto, ¿están las costumbres en seguridad cuando jóvenes personas, cuya curiosidad inocente y aun loable las atrae al museo, son forzadas a pasear sus miradas sobre desnudeces que toda madre virtuosa debe celar a su hija? Digo forzadas, porque no hay otra entrada para llegar al Salón, sino pasando por la galería de estatuas antiguas. Que las artes contribuyen a la gloria de las naciones nadie lo niega; pero ¿no sería más glorioso todavía conciliar las artes con las costumbres?... Sólo desde hace pocos años el respeto a los buenos modales se interpreta como pequeñez de espíritu, como hipocresía indigna de un espíritu elevado. Son unos artistas quienes han propugnado esta doctrina [...] y desde que lograron una influencia que antes no tenían, nuestros jardines y nuestros monumentos públicos ofrecen imágenes que el pudor reprueba; es así como las artes, que debieran realzar la gloria de las naciones, las corrompen y las degradan. Tenemos reglamentos que prohíben, so penas serias, a un hombre o una mujer mostrarse desnudos en público. ¿Acaso esos reglamentos han caído en desuso? Yo pregunto, ¿qué haría un agente del ministerio público si llegara un hombre acusado de transgredir esos reglamentos, y lo invitara a ir con él a la galería de estatuas antiguas, llena de espectadores de todas las edades y sexos?

No trato de examinar lo que pasa en el corazón de una joven virgen que atraviesa por vez primera tan peligrosas salas. ¿De qué costumbres estamos hablando cuando hay madres que no enrojecen por profanar así las miradas de la inocencia? Pero ¿qué sé yo? Tal vez estas reflexiones van a ser un atractivo para aquellas que todavía no han recorrido esos magníficos depósitos de obras de arte; y puede ser que al protestar en favor de la decencia, yo mismo habré provocado naufragios que sin eso nunca hubieran tenido lugar.3

[caption id="attachment_1047818" align="alignright" width="270"] Fuente: pinterest.com.mx[/caption]

Como puede verse, la indignación de los miembros de la Liga de la Decencia y personas de igual talante no es de ayer. A través de los siglos, perduran las mismas ideas y los mismos prejuicios. Todavía hoy, en las redes sociales, se entablan disputas entre quienes consideran que buena parte de la pintura clásica es una forma de soft porn, pornografía edulcorada, y quienes ven esta acusación como imperdonable desacato a las sagradas Musas. Es cierto que el tono de los argumentos es más moderado. Hubo un tiempo en el que la mojigatería llegó a grados de ridiculez exorbitante. El investigador Peter Fryer cuenta, en su sólidamente documentada monografía sobre la gazmoñería de los ingleses,4 que en el pasado hubo anfitrionas que cubrían con tela las patas del piano durante reuniones sociales, porque las patas del piano son piernas (legs), y la vista de piernas, aunque sean de un mueble, por asociación de ideas puede llevar a los hombres a evocar piernas femeninas, y de ahí a quién sabe qué pensamientos y actos lujuriosos y concupiscentes... ¡Los hombres son tan malos!

La verdad es que la actitud ante el desnudo, así en el arte como en la vida cotidiana, cambia con las épocas, las modas, con la educación y las diversas culturas. Lo que antes indignaba hoy puede parecer risible. En algunas poblaciones islámicas todavía hay mujeres que creerían perder su honra si un hombre, que no fuera el esposo, viera su rostro. Escritores del siglo XVIII cuentan que entre los llamados azenagianos, quienes son habitantes de Senegal, las mujeres escondían la boca con más cuidado que sus partes genitales;5 y en la España del rey Felipe IV, si hemos de creer a algunos cronistas extranjeros, los hombres se batirían en duelo a muerte, antes de permitir que ningún extraño viera los pies de sus esposas. ¿Acaso el rostro, la boca o los pies deben considerarse como partes vergonzosas o privadas? Ciertamente que no. Son cosas de la cultura de diversas sociedades.

China ofrece un ejemplo inaudito del efecto de la cultura en la actitud colectiva sobre el desnudo artístico. La antiquísima cultura china no tiene una tradición pictórica en el desnudo. Es un fenómeno peregrino y desconcertante, que en toda la historia de la pintura clásica de China no existe el desnudo. En vano buscaríamos en un museo de arte de ese país un cuadro de este tema. Los chinos pintaron naturaleza muerta, paisajes, pájaros, flores, y por supuesto, seres humanos en toda suerte de actividades, pero siempre vestidos. Sólo en épocas recientes, y por influencia del mundo occidental, algunos pintores han abordado este género pictórico.

Un filósofo y sinólogo francés contemporáneo, François Jullien, ha defendido la tesis de que la cultura china hace impensable la pintura del desnudo. Desarrolló sus argumentos en un libro titulado El desnudo imposible (Le nu impossible).6 Igualmente imposible sería reseñar sus razonamientos en el corto espacio del presente artículo.

Prefiero terminar aquí citando a Fontenelle, notable figura de la Ilustración dieciochesca. En una carta dirigida a una dama, este autor disertaba sobre el origen del pudor. Su opinión en cuanto a recato, vergüenza, modestia y decencia en relación con nuestras partes corporales terminaba con estas palabras: “Yo os aseguro, Señora, que todo es costumbre, prejuicio, prevención, efecto de la educación, y que nada hay que sea innato en nosotros”.

Notas

1 Pierre Bayle, "Adamites", en Dictionnaire Historique et Critique, tomo uno, 5a. edición, P. Brunel, P. Humbert, et al., Amsterdam, 1790, pp. 79-81.

2  Pierre Bayle, ibid., p. 81.

3 Anónimo, “Les idées sur le nu et la décence en 1806". Le Livre et l’image, revista mensual ilustrada, núm. 11, año 2, enero 10, 1894, pp. 108-110.

4  Peter Fryer, Mrs. Grundy. Studies in English Prudery, Dobson Books, Londres, 1963.

5 Baron Pudendorf, “On Matrimony”, capítulo 1 en Of the Law of Nature and Nations. Traducido del latín al inglés por Basil Kenett, Londres, 3ª edición. R. Sare et al., 1717, p. 101.

6 François Julien, Le nu impossible, Seuil, París, 2005. Traducción al inglés: The Impossible Nude, University of Chicago Press, Chicago, 2007.