Ahora que no soy ni joven ni vieja sino todo lo contrario, he concebido una teoría que quiero compartir con ustedes: quizá el estado deplorable de esto que llamamos mundo se debe a que la mayoría de sus habitantes no se dedican a ejercer su pasión o a encarnar su vocación sino a algo que tienen que hacer, y así, su hacer y su ser están disociados.
Una suerte de esquizofrenia identitaria cotidiana termina por drenar la alegría de vivir. Y la sociedad está diseñada para eso.
Conozco a tantas personas que estudiaron determinadas carreras porque eran las de mayor proyección comercial o porque lo recomendó su maestro vocacional pensando en la tendencia de ese espantajo nombrado mercado laboral o considerando la liturgia del éxito; pero no eligieron dedicarse a ellas porque fuera su vocación innegable.
Vocación viene del latín vocare que significa llamado. Hace unos días daba una charla a novecientos estudiantes de un bachillerato en Oaxaca y pude olfatear el miedo que exudaban las pobres criaturas de entre catorce y dieciocho años. ¿Cómo vamos a tener a esa edad la certeza de lo que queremos hacer durante el resto de nuestra vida? ¿Cómo podemos asegurar que esa proyección hoy tan prometedora permanecerá en el futuro?
La vida no es los cuatro o cinco años de carrera. La vida es lo de antes, lo de durante y —sobre todo— lo que viene después. En cualquier momento las reglas del juego pueden transformarse. Por ejemplo, este mundo produjo contadores y administrativos a pasto, mientras hoy internet permite prescindir de sus servicios porque todo se hace en automático y en línea. Las profesiones que se han ido quedando obsoletas a lo largo de la historia son tantas que asegurarle a un adolescente que debe estudiar para programador informático porque le garantiza oportunidades laborales puede constituir una verdad que se desmorone en diez años.
Es un asunto delicado convencer a tu hijo (o a tu adolescente de confianza) para que estudie Ingeniería arguyendo que eso le dará dinero porque lo cierto es que no lo sabes.
Lo que digo es que ni el mercado laboral ni el dinero se eternizan; en cambio la pasión permanece, agranda el espíritu, lo empuja. Y si encuentra resonancia entre quienes constituyen el sistema de un adolescente, entonces esa pasión podría llevar a la más profunda, plena y satisfactoria de las experiencias humanas.
"Sé de lo que hablo cuando digo que la oficina es un agujero que succiona el entusiasmo y la fiereza de vivir. Yo salí de ahí con un trastorno de ansiedad exacerbado".
Esos estudiantes de Oaxaca deberían tener derecho a la duda, al silencio, a permitirse una conversación con su alma de la que al menos sacarían en claro lo que no quieren.
Cada vez que los adultos coreamos eso de ser alguien en la vida, tiramos una letanía que enlista razones para tener algo en la vida: poseer una casa, un patrimonio, un automóvil mamador. Y generamos confusión al grado de que convencemos al parvulario de que una pasión es un hobby (me quiero morir de rabia cuando lo oigo) y si su alma podía crear belleza inventando, componiendo música, pintando, escribiendo o volando aviones... termina disminuida hasta ejercer lo mejor de su espíritu como un pasatiempo secundario.
Lo cierto es que es una fortuna tener una vocación, una pasión o varias; sentir hambre en el espíritu por hacer algo es como sacarse la lotería. Es una doble suerte tener un hijo o hija con una pasión. Piénsenlo por un segundo antes de llenarlos de razones funcionales para elegir una carrera que poco tiene que ver con sus deseos. No maten el espíritu.
Vuelvo al asunto de mi edad: en plenos cuarenta y dedicada de tiempo completo a escribir, todavía padezco en carne viva las taras y los vicios que me dejaron veinte años dedicados a ser una empleada exitosa de un corporativo exitoso. Renuncié a ese universo hace poco; vi a tantas personas ser devoradas por la grisura del estándar, por el rasero corporativo que necesita gente sin alma, pero con mucha ambición. Estamos jodidos si seguimos pregonando que eso es la felicidad.
Créanme que sé de lo que hablo cuando digo que la oficina es un agujero que succiona el entusiasmo y la fiereza de vivir. Yo salí de ahí con un trastorno de ansiedad exacerbado, el metabolismo hecho pedazos y ataques de pánico repentinos. No era la única, vi desfilar al matadero a la directora de recursos humanos, a la directora comercial y al director de sistemas, habitando dolorosos lugares con depresión, ansiedad, sobrepeso y matrimonios heridos por infidelidades oficineras, que no eran más que paliativos de segunda mano para reconectar con la pasión vital sepultada décadas atrás. Eso sí, todos con enormes casas, hijos en las escuelas más costosas y relucientes coches del año.
No sé por qué, pero aquel día en Oaxaca pensé que todos y todas deberíamos tener derecho a una habitación propia; más allá de la bellísima prosa y reflexión de Virginia Woolf, lo que quiero decir es que hay algo sagrado en escuchar la vocación, la pasión. Y eso necesita soledad y silencio.
Si por herencia asumimos nombres, apellidos, religiones y matrimonios, al menos honremos la experiencia individual de atender a la vocación cuando llama. Si son padres de hijos en edad de elegir, no decidan por ellos; lo único que conseguirán será condenarlos a la medianía, a la grisura del estándar, ¿para qué quieren tener un exitoso del montón cuando pueden presenciar el milagro de ver cómo alguien persigue su pasión de forma única?
Es larga la lista de los grandes creadores que tuvieron el valor de renegar de carreras comerciales o administrativas para traer belleza al mundo: Edgar Allan Poe se rebeló contra la exigencia de su padrastro; ni qué decir de George Bernard Shaw, que no sólo dejó la anestesia administrativa sino también la escuela siendo un adolescente de quince años, porque su alma le pedía otra cosa.
Todavía tengo el recuerdo nítido de aquel salón de preparatoria: mi rostro aterrado y lo mismo el de mis treinta y un compañeros respondiendo una prueba de orientación vocacional para elegir qué elegíamos hacer el resto de nuestras vidas.
Debimos tener derecho a treinta y dos habitaciones propias llenas de dudas y silencios personales, cómo chingados no.