Empiezo de un modo indirecto: en los primeros meses de 1968 Mario Vargas Llosa escribe desde Londres una carta a Augusto Monterroso para invitarlo a participar en un proyecto literario, un libro de cuentos sobre dictadores hispanoamericanos. Participarían Alejo Carpentier (quien hablaría del cubano Gerardo Machado), Carlos Fuentes (sobre Antonio López de Santa Anna), José Donoso (del boliviano Mariano Melgarejo), Julio Cortázar (de su compatriota Juan Domingo Perón), Carlos Martínez Moreno (del también argentino Juan Manuel de Rosas), Augusto Roa Bastos (del paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia), el propio Vargas Llosa (del peruano Luis Miguel Sánchez Cerro) y Monterroso (del nicaragüense Anastasio Somoza padre).
Apunta Monterroso en La palabra mágica (1983):
Han pasado cerca de quince años desde que recibí la carta de Vargas Llosa y el libro no ha aparecido, lo que me autoriza a imaginar que todo se quedó en proyecto y que ya se puede hablar de él como parte de la invencible Historia literaria de lo que no se escribió.
No obstante, supone que ese pudo ser el origen de El recurso del método de Carpentier o Yo, el supremo de Roa Bastos e incluso Terra Nostra de Fuentes, entre otros títulos. En cuanto a sí mismo, Monterroso dice:
la verdad es que el tema me dio miedo, miedo de meterme en el personaje, como inevitablemente hubiera sucedido, y de empezar con la tontería de buscar en su infancia, en sus posibles insomnios y en sus miedos y terminar “comprendiéndolo” y teniéndole lástima.
Y termina recordando a Pirandello: “renuncié a trabajar en un Somoza al que como juez me habría gustado mandar fusilar pero que como escritor hubiera llegado a presentar en toda su indefensión y miseria”. Así que a los pocos días le escribió a Vargas Llosa para decirle que no, que muchas gracias.
RECORDÉ INSISTENTEMENTE este pasaje al llegar a las páginas finales de El vendedor de silencio (2019), de Enrique Serna. Luego de un largo viaje por la primera mitad del siglo XX, con momentos en los que el protagonista, Carlos Denegri, ingresa por méritos propios a una galería de lo grotesco mexicano, en un increíble trabajo de reconstrucción de la vida cotidiana en México en tiempos de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Gustavo Díaz Ordaz, sobre todo, con apariciones estelares de Salvador Novo y Alfonso Reyes, entre los escritores, o Jacobo Zabludosvky y Julio Scherer, entre los periodistas, o Gloria Marín y María Félix, entre las divas, ese arribo al trauma original, la explicación última de la conducta desordenada del personaje, cuando, como diría Monterroso, el narrador expurga en su infancia y termina “comprendiéndolo” y teniéndole lástima, causa cierta insatisfacción. ¿De eso se trataba todo?
En efecto, Denegri es un caso clínico: acaso el máximo representante del periodismo chayotero, un macho mexicano de cuerpo entero que seduce o compra a las mujeres con joyas y abrigos de mink para luego humillarlas y agredirlas... Quizá una cosa tenga que ver con la otra y esa corrupción del oficio y esa virilidad golpeadora sean un reflejo del Mé- xico que se formó en los años que siguieron a la Revolución Mexicana, en la etapa institucional, con perfiles similares en los distintos ámbitos de la sociedad. Es decir, con miras amplias el retrato del personaje nos hubiera llevado, y nos lleva, en la mayor parte del libro, a un paisaje panorámico del México del siglo XX; acaso la óptica equivocada es la que se conduele de la decadencia de Denegri y encuentra la explicación última de su neurosis: el aparente abandono del padre que fue en realidad una expulsión del país, decidida por la madre en connivencia con su nuevo amante, un funcionario poderoso. Es la pérdida que justifica todos los excesos. En el inconsciente de Denegri la madre es la Santa y la Gran Puta, y por degeneración todas las mujeres de su vida lo serán: “Mamá y Natalia eran dos caras de la misma moneda, el ayer y el hoy de una diosa tutelar voluble, dulce pero falsa, tierna pero egoísta, que lo amamantaba y al mismo tiempo le chupaba la sangre”.
La novela es notable: el narrador parece saberlo todo, o casi todo, de la historia mexicana en cuanto a la manera como se movían las redacciones o la vida nocturna. Ha investigado de modo profundo en su protagonista, que intenta la poesía, sin suerte, y luego encuentra habilidades en una prosa sencilla, afecta al lugar común, que será su vehículo para enriquecerse... Este “macho de película mexicana”, como le dicen por ahí, obtiene su redención al final, cuando en la catarsis de su vida halla, en complicidad con el narrador, las claves psicológicas que provocaron tal desorden existencial. En un libro técnico, de terapia psicoanalítica, ése hubiera sido un gran final. En una novela ambiciosa parece una resolución fácil, tal vez equívoca, y narrativamente desacertada.