El Irlandés, de Matin Scorsese

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En el principio fue la guerra.

Frank el Irlandés Sheeran (Robert De Niro) peleó algunas de las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial en el sur de Italia. Ahí aprendió a obedecer sin cuestionar órdenes poco apetecibles, a hablar algo de italiano y a matar sin remordimientos. Combatió por 411 días y, según él mismo, cometió numerosos crímenes de guerra. “Te acostumbras a la muerte. Te acostumbras a matar”, declaró años después. A su regreso a Filadelfia trabajó conduciendo camiones de un matadero, donde robaba y vendía carne por su cuenta. Al ser descubierto lo defiende el abogado, Bill Bufalino (Ray Romano), quien le presenta a su primo, Russell Bufalino (Joe Pesci, rescatado del retiro), un jefe mafioso de Pennsylvania. Russell lo enrola como soldado de su familia y eventualmente lo recomienda con Jimmy Hoffa (Al Pacino), una figura legendaria en la historia laboral estadounidense, que creó y controló por décadas al poderoso sindicato de conductores, Teamsters. En su primera conversación Hoffa le pregunta crípticamente si “pinta casas”, con lo cual implica salpicar paredes con la sangre de sus víctimas. Frank entiende enseguida a qué se refiere, aunque de acuerdo con Bill Tonelli (slate.com, 7 de agosto, 2019) ésta no es ni era una expresión común. De esa manera Sheeran se convierte en su confidente, guardaespaldas y, luego, líder sindical. Frank debe entonces lealtad a dos figuras paternas antagónicas: Russell, un hombre equilibrado, sentencioso, con una autoridad que no requiere subir la voz ni perder la paciencia y que resuelve problemas, aunque esto a veces quiera decir ordenar escarmientos o asesinatos; y Hoffa, un hombre impulsivo, conflictivo, cargado de una intensidad desbordada e incapaz de escuchar razones. Con ambos desarrolla amistades profundas hasta que las circunstancias se complican y ser leal a uno implicará traicionar al otro.

El irlandés, de Martin Scorsese, es un monumento fílmico, una obra en un tono que va del humor crudo a la solemnidad, de la tristeza a la carcajada, en un prodigioso y arriesgado recorrido de los entrecruzamientos de la política y el crimen organizado desde la posguerra hasta los albores del siglo XXI. De manera similar a lo que hizo en Mean Streets (1973), Goodfellas (1990), Casino (1995) y The Departed (2006) —y con los mismos actores, incluso el subutilizado Harvey Keitel— Scorsese presenta un caleidoscopio de personajes pintorescos, brutales y crueles cometiendo actos atroces, enriqueciéndose, traicionándose y muriendo. Como en aquellas, estamos ante una obra que trata acerca del pecado, la culpa y la redención. Asimismo, son filmes que exploran el poder del lenguaje, de los códigos no escritos, del respeto a las jerarquías y al orden social. Scorsese es un maestro para descubrirnos esa comunicación con eufemismos, con gestos, murmullos y sugerencias ominosas que, aparte de evitar incriminarlos, sirven como filtros para disimular la crueldad sangrienta de lo cotidiano. La principal diferencia con los filmes anteriores radica en el tono: no estamos frente a aquellos universos frenéticos, sino más bien ante una obra madura, en general sombría, aunque no nostálgica, que marca el ocaso de una era.

"Hoffa le pregunta crípticamente si pinta casas, con lo cual implica salpicar paredes con la sangre de sus víctimas. Frank entiende enseguida a qué se refiere”.

Para abarcar un lienzo histórico como éste, Scorsese eligió al personaje de Sheeran, un iniciado, un hombre de confianza con acceso a las decisiones pero a la vez un soldado que conoce y entiende la calle, un hombre discreto que en general pasa inadvertido —salvo cuando un tendero se atreve a empujar a su hija favorita. Sin embargo, la historia de Frank bordea lo inverosímil al ser una especie de Zelig que reaparece entre las sombras, en los momentos determinantes de la historia, para transformarla. El guión de Steven Zaillian (Schindler’s List, Gangs of New York, American Gangster) es una adaptación del libro I Heard You Paint Houses, de Charles Brandt (2004), una obra controvertida y cuestionada en la que, tras décadas de misterio, se revela que Sheeran, aparte de ser un prolífico asesino para la mafia (veinte o treinta asesinatos), fue responsable de ejecutar a Hoffa. Asimismo, Sheeran es encargado de entregar al agente de la CIA, E. Howard Hunt (quien más tarde fue uno de los ladrones de Watergate), un camión con uniformes y armas para el comando del fracaso de Bahía de Cochinos; en noviembre de 1963 tuvo que llevarle a un piloto un saco con rifles en la víspera del asesinato de Kennedy, además de que asesinó al mafioso Crazy Joe Gallo, un famoso caso sin resolver de Little Italy. Varios policías, investigadores, expertos y conocidos de Sheeran aseguran que todo esto es mentira. Lo indiscutible es que de ser cierto sería un caso sin precedentes en que un matón hubiera cometido tantos y tan espectaculares crímenes sin despertar sospecha.

La historia se cuenta de manera ecuánime, como si fuera una entrevista, con una parsimonia y control fascinantes, y un tono hipnótico que nunca se siente como una lección de historia. La fotografía, en una paleta otoñal, de Rodrigo Prieto y la edición de Thelma Schoonmaker imprimen una característica contemplativa que remite a su trabajo en Silence (2016). La cinta comienza con un tracking shot por los pasillos de un asilo de ancianos, un recorrido sórdido con el fondo de “In the Still of the Night”, de Five Satins, que culmina en la silla de ruedas de un envejecido Sheeran. Esta toma es la obvia contraparte del célebre plano secuencia de Goodfellas, de más de dos minutos, en que la cámara sigue a Ray Liotta y a su novia entrando por la cocina al Copacabana hasta su mesa, con la canción “Then He Kissed Me”, de The Crystals. Mientras ése era el paseo del éxito y la fama de quienes se abren puertas por su reputación criminal y sus propinas, el otro es un recordatorio del implacable paso del tiempo y la forma en que lo importante se vuelve irrelevante ante la barredora de la historia.

El eje de la cinta es un viaje que realizan Frank y Russell en 1975, con sus respectivas esposas, a una boda en Detroit que, aparte de ser una oportunidad para cobrar a socios y cómplices personalmente en el camino, es una coartada para el asesinato de Hoffa. Pero este viaje es claramente la metáfora de una vida. Es la travesía de un hombre que controla sus emociones pero que al perder la capacidad de sentir remordimiento termina por perderlo todo, comenzando por el amor de su hija preferida, Peggy (Lucy Gallina, cuando niña y la estoica Anna Paquin cuando adulta). Peggy es su conciencia y su rompimiento representa perder la posibilidad de redención. ¿De qué sirve sobrevivir guerras y batallas para morir en la soledad? Ahora bien, este viaje es también una reflexión del propio cineasta en torno a su obra y su manera de estetizar la violencia, y en cierta forma crear una gozosa mitología del crimen. Es una meditación y un ajuste de cuentas personal que deriva hacia la introspección religiosa, la reflexión existencial y la búsqueda de significados.