El lunes 4 de noviembre falleció en la Ciudad de México el escritor José de la Colina, Pepe, nuestro querido maestro y entrañable conversador. Parece que falleció viendo una de esas películas que tanto le gustaban:
José de la Colina fue un amante del cine y lo fue, literalmente, hasta el último momento de su vida: murió alrededor de las 12:50 horas, y murió viendo Los cañones de Navarone. Estaban pasando la película cuando él falleció. Durante sus estancias en el hospital, me comentaba su hermano Toño, lo que más peleaba era no tener su televisión para ver sus películas.
Así lo expresó su amigo, el periodista y editor José Luis Martínez S., en el homenaje que se le tributó en la Sala Ponce de Bellas Artes, días después de fallecido, y en el que participaron Paulina Lavista, Javier García Galiano, Javier Espada y su hermano, Antonio de la Colina.
A De la Colina le hubiese gustado saber que se iba del mundo un 4 de noviembre, fecha en la que nació en Inglaterra su adorado Robert Louis Stevenson. El 4 de noviembre de 2019, mientras De la Colina moría en México, yo me encontraba en Sevilla en el 16 Congreso de la ASALE y no pude responder al llamado para hacerme presente con unas líneas. Lo hago ahora.
"Tuve la fortuna de conocerlo hace cincuenta años. Era yo un adolescente impetuoso. De la Colina colaboraba en Excélsior".
A PEPE LE FASCINABA el cine pero también era un exquisito conocedor de la literatura fantástica y realista escrita en español, francés, inglés, y traducida del ruso y otros idiomas. Tuve la fortuna de conocerlo hace cincuenta años en la casa de sus amigos Enrique Alatorre y Yolanda Guzmán de Alatorre, el hermano del crítico y filólogo Antonio Alatorre. Era yo un adolescente impetuoso. De la Colina colaboraba en Excélsior y luego lo haría en Plural. Antes de formar parte del grupo constelado en torno a Octavio Paz, Juan José Arreola le había publicado su primer libro en la colección Los Presentes, en 1955, cuando De la Colina tenía 23 años.
Recuerdo que Pepe, como le gustaba que lo llamaran, me invitó a su casa y ahí me regaló, la segunda vez que lo vi, varias novelas de Ramón Gómez de la Serna, el escritor español que Valery Larbaud consideraba comparable a James Joyce. Salí una tarde de su casa con la alforja llena de los libros y biografías del autor de Automoribundia, su autobiografía y de sus famosos retratos. La pluma de Pepe-José de la Colina era incisiva y plástica.
Lo seguí tratando años después en los alrededores de la revista Plural dirigida por Octavio Paz. Pepe era capaz de corregir cualquier texto de aquellos autores legendarios sin pestañear ni pedir permiso ni perdón, cuando estaba convencido de su razón. Lo vi enderezar traducciones y mejorar discretamente algunos textos de los colaboradores. Mientras esperábamos las correcciones, Pepe se divertía haciendo viñetas y dibujos que firmaba con el acrónimo Coli, a veces retratos, a veces fantasías. Sus dibujos me hacían pensar en los de Augusto Monterroso y James Thurber.
NO SE LAS DABA de maestro pero lo era. Además de escritor, tradujo una gran cantidad de textos dispersos de escritores franceses y en particular de dos libros memorables: el volumen de George Sadoul Las maravillas del cine (1960) y la obra de Étienne de La Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria (editado en 2010) . El tratado célebre de Michel de Montaigne Contra el uno fue traducido magistralmente por este prosista en estado puro. Éste es otro de los datos que tengo para afinar nuestra amistad a lo largo del tiempo.
De la Colina tenía muchos amigos, por eso no fue difícil al suplemento cultural de Milenio, Laberinto, cosechar un haz de una decena de adioses. Además del citado José Luis Martínez S., aparecieron en ese número textos de Armando González Torres, “Un adiós expansivo”; Danubio Torres Fierro, “Un artista del trapecio” (donde por cierto se ve a Pepe retratado en un columpio de circo, en un justo homenaje a su maestro Gómez de la Serna); una carta de Ana García Bergua titulada “En un cielo como un gran café”; Ernesto Herrera, “Eso lo serás tú”; Héctor Orestes Aguilar, “Tusitala de Mixcoac”; Roberto Pliego, “En brazos de Sherezada”; además de varios textos del propio José de la Colina: “Fellinianas” o “Cuando la gloria es ser nadie”.
En la carta citada, Ana García Bergua —hija de Emilio García Riera, crítico de cine muy amigo de Pepe— lo evoca así:
Hará un par de años que Eduardo, Ale y yo fuimos a buscarlos a ti y a María un domingo; íbamos a comer al Covadonga que tanto te gustaba. Cuando llegamos, María estaba muy guapa y preparada. ¿Y Pepe? Fue a buscar el periódico, ahora regresa, nos dijo. Y esperamos y esperamos, pero no llegabas, y era porque al no encontrar tu Milenio en el puesto cercano, te seguiste al de más allá y al de más allá, y terminaste en la plaza de Coyoacán. Te echaste una tremenda caminata, como las que hacías siempre por la ciudad, con tu traje de cuadros, tu portafolio de cuero y tu boina, con gran valentía en esta ciudad tan llena de riesgos, y que continuaban esas que contabas con Miret, con mi papá y con tus amigos que se fueron yendo, acompañándose a sus casas y conversando (y claro, la conversación era tan buena que ninguno llegaba a su destino). O como aquellas caminatas por el pasillo de tu casa que contabas, ida y vuelta para leer a veces en voz alta y saborear las palabras, mientras tu gatita Polvorilla te mordía los calcañares. En El Semanario aprendí que buena parte del chiste de escribir para un periódico incluía llevar la colaboración observando las calles y las gentes; no sólo escribir, sino también caminar y convertir la ciudad en letras y frases, y dejar que esos trayectos despertaran más frases y más letras y textos nuevos.
JOSÉ DE LA COLINA no estaba solo. Además de los amigos como el poeta Eduardo Lizalde y quienes dieron testimonio de su desaparición el 5 de noviembre —como Jorge F. Hernández, Ignacio Solares, Enrique Krauze, Armando González Torres o la citada Ana García Bergua—, estaban sus amigos pintores y cineastas. Pienso en Vicente Rojo y en Manuel Felguérez.
En este suplemento, Alejandro Toledo se refirió a una inclinación hacia el travestismo literario en José de la Colina. No se equivocaba. No se puede soslayar que es el autor de una obra caudalosa que va desde los libros iniciales: Cuentos para vencer a la muerte (1955), Ven, caballo gris y otras narraciones (1959), La lucha con la pantera (1962), Cine italiano (1962), Los viejos (1972), Miradas al cine (1972), El mayor nacimiento del mundo y sus alrededores (1982), Prohibido asomarse al interior, entrevistas con Luis Buñuel en colaboración con Tomás Pérez Turrent (1984), Libertades imaginarias (2001), Traer a cuento (2004), Muertes ejemplares (2004), Zigzag (2005), Personerío (2005), De libertades fantasmas o de la literatura como juego (2013), entre los títulos más significativos. De la Colina fue un esclavo de la pluma, un forzado del periodismo. Su ficha en el tomo II del Diccionario de escritores mexicanos (1988) abarca varias páginas (383-394), que dan cuenta de su frenética actividad literaria. Además de eso, escribía con seudónimos como “Silvestre Lanza” o “Cándido Aristarco”.
Era amigo de Ricardo Mestre Ventura, el legendario patriarca catalán del anarquismo que sobrevivía vendiendo cuadros, quien lo consultaba con alguna frecuencia acerca de temas de artes plásticas. Era un exquisito conocedor de la pintura francesa de vanguardia. Se sabía de memoria los argumentos y episodios de las películas de Charles Chaplin y los Hermanos Marx. También era capaz de recitar de memoria poemas de Antonio Machado y de Paul Verlaine, de Octavio Paz y de Juan Ramón Jiménez, tramos de Lope de Vega, de Fray Luis de León y de Miguel de Cervantes. Sabía de memoria canciones de Francisco Gabilondo Soler Cri Cri, cuyo cancionero prologó para el sello Clío en 2001.
"Mucha cuerda tenía pecho adentro José de la Colina, al parecer una máquina de cantar y otra de escribir. Es para algunos una de las manzanas doradas de la literatura mexicana, un Premio Cervantes que no llegó a serlo".
LA LUCHA CONTRA la solemnidad, traducida en simpáticas y ocurrentes irreverencias, era una de sus especialidades. Al igual que Eulalio Ferrer, era hijo de un corrector y tipógrafo, llevaba en la sangre el demonio de la letra y sabía transmitirlo. Gran escritor de la lengua y no sólo de la literatura mexicana. Estaba muy orgulloso de sus primeros cuentos, de su manejo de la puntuación y de haber escrito algún cuento sin una coma. Desde luego, fue uno de los miembros virtuales del OULIPO, el taller de literatura potencial.
Mucha cuerda tenía pecho adentro José de la Colina, al parecer una máquina de cantar y otra de escribir. Su lección del lector y cronista sólo cabría compararse con la de Manuel Gutiérrez Nájera en el siglo XIX. Es para algunos de nosotros una de las manzanas doradas de la literatura mexicana, un Premio Cervantes que no llegó a serlo. Fernando García Ramírez ha recordado con justicia, citando a un autor amigo, que José de la Colina era el alma de la revista Plural dirigida por Octavio Paz y por extensión de la literatura mexicana e hispanoamericana (Letras Libres, 9 de noviembre de 2019).
EN UN TEXTO escrito hace algunos años, sobre Lord Chesterfield (1694-1773) y sus Cartas a su hijo, recordaba yo cómo José de la Colina contaba una anécdota sobre el Che Guevara de la que le había tocado ser testigo en la Cuba revolucionaria que visitó por aquellos años:
Y, anteriormente, en el verano de 1963 y en La Habana, en un flamante restaurante de mariscos que poco después sería la heladería Coppelia, los argentinos Mario Trejo, poeta y globetrotter, Laura Yusén, bailarina y poeta, y María y yo, matrimonio mexicano de economista-arquera y escritor, comemos ruedas de atún (un raro lujo entonces en Cuba, donde, si algo se podía masticar, casi nada se podía comer y mucho menos paladear). Al establecimiento recién inaugurado llegan los comandantes Ernesto Guevara y Raúl y Fidel Castro. Rodeados de miradas y respetuosos cuchicheos, se sientan en una mesa cercana a nosotros, comen y discuten acerca de la calidad revolucionaria de una película checa o la partida de beisbol que habrán jugado en Alamar. Cuando Guevara, desdeñando la servilleta de papel, se limpia los labios con la manga del uniforme (un gesto tal vez adquirido durante la guerrilla en Sierra Maestra), Laura, bella y fina bonaerense bien educada a quien acaso avergüenza ese ordinario gesto en un compatriota, le susurra a Trejo:
—Y... ¡pero mirá a Guevara, qué modales!
—Y bueno, che, Laurita, perdoná —contra susurra Mario—, pero tenés que saber que un revolucionario lo es en todo, hasta en los modales después de los “alimentos terrestres”, que diría André Gide. (Citado en Letras Libres, 8 de septiembre
de 2008).
¿El comandante habría olvidado la lectura de algún manual de urbanidad, como, por ejemplo, el del venezolano Manuel Carreño, autor del conocidísimo Manual de urbanidad y buenas maneras (1853), leído por varias generaciones y asiduamente citado por Carlos Monsiváis como una suerte de catecismo?
Viene muy al caso tener presente al autor de Días de guardar, pues en cierto modo es una antípoda de Pepe-José de la Colina. Tengo la impresión de que ambos cinéfilos se veían con desconfianza y sólo los reconciliaba la amistad que profesaban hacia Emilio García Riera, cuyo sentido del humor los unía y hacía reír. A De la Colina le gustaba reír. No en balde en uno de sus últimos artículos evocaba al perrito de Snoopy que escribe a máquina sobre el techo de su casa para hablar de la situación del escritor en nuestros días. La película ha terminado. Poco a poco la sala se empieza a vaciar. Se cierran las puertas. Se apagan las luces. Hace frío en la calle.