Escribo mientras muerdo una manzana deseando un kebab de cordero o una tlayuda con tasajo, frijol y salsa picante.
No, no me volví vegetariana. Tengo el mal del posmoderno demasiado longevo que intenta mantener un peso saludable después de los cuarenta sabiendo que le quedan algunas décadas por vivir —si la estadística se cumple— y que la batalla contra la tendencia natural a ganar kilos con los años será implacable.
Como implacable es el placer de comer y la irresistible lujuria verbal que le acompaña: hablar de comida. Mis hermanos, que nunca rechazan un segundo plato, ejercen con pasión ese diabólico vicio tan extendido en las mesas mexicanas: mientras más comemos, más hablamos de comida.
La humanidad lleva más tiempo padeciendo hambre que estando satisfecha, eso lo sabemos. Pero qué es el hambre, cómo definir el hambre en tiempos donde parece atraer más reflectores el hambre ideológica que el hambre biológica que mata 27 mil personas al día. Cómo definir el fenómeno ahora que el hambre hedonista ha deformado hasta el ridículo los nombres y precios de platillos preparados para complacer y reafirmar la pertenencia a una clase social igualmente ridícula, pero poderosa.
La relación de nuestra especie con la comida es infinita: política, biológica, emocional, asesina y hasta erótica. ¿Cómo pretender entonces que todo se reduzca a comer saludable?
Ahora que empezamos un año nuevo, caigo en cuenta de todos los eneros que comencé prometiéndome que iba a perder peso a punta de restricciones. Sonrío recordando cómo, invariablemente, cada vez que intentaba ponerme a dieta sólo terminaba ganando kilos porque la consecuencia lógica es de una nitidez absoluta: la ansiedad se alimenta de la restricción, mientras más se restringe el consumo de ciertos alimentos, más ansiedad sentimos por consumirlos. Así, luego de un tiempo respetando la dieta, llega el día en que te das un atracón de todo lo que estaba prohibido. O al revés: sabiendo que vendrá la restricción cuando comiences el régimen alimenticio para perder peso, te pones a comer sin control todo lo que evitarás a partir del día que inicies con el plan.
Sé de cierto que mi experiencia con las dietas es la de muchas amigas y la de pocos hombres que, según he visto, parece tenerles sin cuidado echar barriga y sus insalubres consecuencias. Con todo respeto.
Bueno, pues todos esos años de intentar la dieta de la toronja, la de los asteriscos (sin albur) o la de cero azúcar sólo dispararon ansiedades, trastornos alimenticios que en su día llegaron a niveles anoréxicos y bulímicos y sí, también la pérdida de peso, aunque siempre acompañada de una profunda infelicidad. No es negocio.
Lo cierto es que con los años aprendí a mantener un peso estable y con mínimas variaciones renunciando a las dietas, comiendo variado, abrazando hábitos que me hacen sentir bien y alejándome de las restricciones totales. Pero, sobre todo, aceptando el placer de la comida en lugar de pelear contra él.
Un día reparé en esta cuestión fundamental: lo que más me gusta comer de lo que las dietas prohíben es el chocolate. Yo como chocolate todos los días de mi vida; un trocito a media mañana y otro trocito a media tarde que me dejan en el paladar y en el alma un regusto a calidez, a terciopelo dulce, a energía renovada. No pienso renunciar a eso.
"Dejar de ver el hambre como el mal, comprender cómo retrata lo mejor y lo peor de nuestra especie es liberarnos del yugo cotidiano por no pasar de las 1300 calorías".
Coincido con Charles Simic en un texto sobre la dicha de comer, donde afirma que todos podríamos relatar una autobiografía hilvanada con las comidas memorables de nuestra vida y resultaría más interesante que las autobiografías que hacen recuentos de los logros alcanzados. Simic plantea una pregunta fantástica: con toda honestidad, ¿qué preferiría usted leer, la descripción de un primer beso o la de un plato preparado a la perfección?
No sé ustedes pero yo puedo quedarme una hora viendo videos sobre el proceso para hornear una rosca de reyes que quede en su punto o viendo un tutorial sobre cómo estrellar un huevo sin que la yema se rompa para servirlo sobre una cama de chilaquiles, que viendo videos porno. Encuentro más placer y misterio en descubrir cómo rellenar la albóndiga con el pedacito de huevo cocido y que quede perfectamente esférica, que en ver un coito rosa y abrillantado en la pantalla. El interés por el encuentro carnal es efímero pero la comida es para siempre, esto es palabra divina.
Así que me planteo reinventar mis objetivos con la comida y llevarlos a un lugar mucho más gozoso. Por ejemplo: ¿qué tal preparar un platillo exótico y desconocido una vez al mes de este 2020 que recién despunta? ¿Qué tal buscar literatura donde se conjunta el placer de leer una buena prosa con el placer de recordar platillos irresistibles?
Ahora mismo pienso en El perfeccionista en la cocina, de Julian Barnes y en Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, o en releer Biografía del hambre, de Amélie Nothomb. ¿Quizá intentar alguna de las legendarias recetas de Sor Juana?
Cualquiera de estas opciones me motiva más que intentar la dieta del paleolítico o la del ayuno intermitente. Y, probablemente, reconectar con el placer y renunciar a que la ansiedad por comer derive en mantener un peso saludable.
Para algunos parecerá frívolo lo que escribo pero no es cosa menor. Aprender a convivir con la comida como un acto integrado a la experiencia humana y no como un régimen equivale a aprender a respirar o a sonreír. Y la ganancia es enorme.
Dejar de ver la comida como el enemigo y el hambre como el mal que el dietista intenta neutralizar para comprender el fenómeno desde su compleja inmensidad, comprender cómo retrata lo mejor y lo peor de nuestra especie es liberarnos del obsesivo yugo cotidiano por no pasar de las 1300 calorías.
En lugar de la desgastada fórmula del propósito de año nuevo, al menos en lo que a la comida se refiere, yo prefiero plantearme el asunto como un descubrimiento: que sea un placer por estrenar.
Que tengan un gozoso y culinario —sin albur— año 2020. Y que no nos falte el chocolate.