La prosa callejera de Vivian Gornick

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En entrevistas varias, la propia escritora reconoce que gracias a sus artículos en el Village Voice pudo unirse en plena forma al movimiento feminista neoyorquino de primera generación. Más tarde, en los años setenta y ochenta, Vivian Gornick también pudo participar en la segunda generación del feminismo radical, que abiertamente denunciaba la denigración femenina en el ámbito cultural, de manera explícita, con ensayos de crítica literaria, algunos de ellos canónicos. Por ejemplo, su artículo de 1976 en el Village Voice, “Why Do These Men Hate Women?”, en el que destacaba los logros y fracasos culturales de los escritores judíos activos en la posguerra, pero denunciaba el odio y el conservadurismo de estas figuras masculinas predominantes.

De manera activa, Vivian Gornick adopta el modelo de interpretación de Susan Sontag, un estilo que “excava y, en la medida que excava, destruye; escarba hasta ‘más alla del texto’ para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero” (Contra la interpretación, 1964).

A pesar de ser la autora de un texto clave en la crítica literaria contemporánea —me refiero a “Radiant Poison. Saul Bellow, Philip Roth, and the End of the Jew as Metaphor”, publicado en Harper's Bazaar, septiembre de 2008—, en el cual asienta y expande sus ideas acerca de la “colérica fiebre” de los escritores judíos más reconocidos y premiados, gracias a su “desbordante prosa influyente y a su escasa empatía”, Gornick renuncia a interpretar, ella misma, cualquier papel de liderazgo en el movimiento feminista.

En medio de las batallas culturales que emprende el feminismo de última hora, su voz sigue siendo poderosa, como lo prueba su artículo de Harper's Bazaar y las múltiples invitaciones que recibe a hablar en público. Sin embargo, Vivian ha preferido mantenerse en la marginalidad, en las orillas de los grandes y estridentes debates. El suyo es un feminismo que propone el derecho a la individualidad y la singuralidad, término que remite a un olvidado novelista británico de finales del siglo XIX, George Gissing.

Cada cincuenta años desde la época de la Revolución francesa —escribe Vivian Gornick—, se había descrito a las feministas como mujeres “nuevas”, mujeres “libres”, mujeres “liberadas”; pero Gissing había en contrado el término adecuado. Éramos mujeres “singulares”.

"LA autora ha preferido mantenerse en la marginalidad. El suyo es un feminismo que propone el derecho a la singuralidad".

Esa singularidad se manifiesta, por un lado, en la aserción de género y, por el otro, en su acérrima individualidad, la cual Gornick practica en los dos libros que, para su pesar o alegría, la han colocado en un sitio destacado de la literatura estadunidense contemporánea: Apegos feroces (Sexto Piso, 2017) y La mujer singular y la ciudad (Sexto Piso, 2018).

En cualquier caso, se trata de dos long-sellers que el mercado en inglés clasifica como Memoirs, o memorias, a la hora de asignarles un sitio en la estantería. Para fortuna de la lengua española, entre nosotros pasa distinto. Esos títulos no se leen como dos volúmenes autobiográficos ni tampoco como autoficción.

En realidad, por la naturaleza del estilo de Vivian Gornick, del proceso por el que pasan su escritura y su mirada antes de volver una vez más al acto de escribir, ambos libros son más bien un conjunto de ensayos breves y personales, de estampas, viñetas, post-cards y, si se me perdona la esnobería barata, de fragmentos benjaminianos: cada parte es un registro de una pérdida, y el total de las partes no suma nada, es igual a cero.

Con esto quiero decir que la autora jamás cede a la pose ni a la manipulación de las emociones. De hecho, su prosa está hecha de emociones pasadas al rastrillo. No hay lugar para sentimentalismos: ellas o ellos, a todos por igual ya nos llevó el viento, ya somos historia apenas abrimos la boca. Yacemos al fondo de un basurero o a las puertas de un edificio abandonado. Y lo más probable —y patético— es que ni siquiera nos hayamos dado cuenta. Seguimos por ahí, esperando a él o a ella, cuando está escrito que ni él ni ella van a llegar, jamás, never, olvídalo ya.

Ofrezco dos fragmentos de La mujer singular y la ciudad:

A lo largo de la década de los cuarenta del siglo XX, Charles Reznikoff, un poeta neoyorquino, paseaba por las calles de su ciudad natal. Reznikoff no era un solitario —estaba casado, trabajaba para una agencia estatal, tenía amigos en el mundillo literario—, pero la lucidez de su obra proviene de un silencio interior tan apasionado, tan luminoso, que el lector no puede evitar pensar que paseaba porque necesitaba encontrar algo que le recordase su propia humanidad y que sólo las calles podían proporcionarle.

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Durante muchos años, caminé más de nueve kilómetros al día. Caminaba para despejarme, para sentir la vida de las calles, para disipar la depresión vespertina.

No sé el o la lectora, pero a mí me queda más o menos claro que el primer fragmento bien podría referirse a toda una civilización, mientras que el segundo alude a la vida de cualquiera de nosotros, mujeres u hombres, casi sin excepción.