Cinco ensayos inéditos

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AGONÍA DE LA CLARIDAD

Sería imposible considerar sin tristeza el fenómeno reciente que consiste en la abundancia de espíritus profundos. Sinuosos sin misterio, complicados sin sutileza, le dan vueltas a un problema hasta que logran volverlo odioso. Son además incomprensibles, característica primordial del espíritu profundo. Su pensamiento no avanza ni retrocede: da vueltas en círculo, sin ningún progreso ni fórmula que al menos pudiera animarlo, volverlo brillante, otorgarle alguna seducción. ¡No! Se trata de la misma letanía blanda, insípida, que no desemboca en nada, ni en la invención ni en la plegaria. Si Voltaire asistiera a este espectáculo se creería en un manicomio.

Si lo incomprensible favorece a la poesía, para la prosa resulta mortal. No imaginamos, en el siglo XVIII, una serie de frases desprovistas de objeto, páginas que no contienen nada, un libro que no lo es en verdad. En aquella época la literatura se encontraba filtrada por la tertulia, sin aburrir ni afrentar con el mal gusto. Una frase perfecta pero ininteligible se hubiera expuesto al ridículo. La profundidad sin rima ni razón resultaba nefasta para el escritor. Pero hoy en día éste se encuentra solo, y cree que su deber es escribir para nadie. Lo cual le resulta bastante sencillo.

Es posible que el escritor contemporáneo sea más complejo que su colega de otras épocas, pero olvida que la expresión tiene sus exigencias y que obviarlas o ignorarlas significa desaparecer. De otra forma, habría que adoptar el monólogo interior, hablarse a sí mismo de manera interminable. En todo caso, no es posible escribir a costa de las palabras. Pero el respeto por la palabra ha desaparecido, y con él la claridad. Por no haber comprendido que las cosas oscuras sólo tienen prestigio en apariencia (debido al sentido que les presta el rigor del estilo), nuestra época se hunde en la confusión. No hay nada más ridículo que el espíritu que intenta ser o parecer profundo en detrimento del Verbo.

[caption id="attachment_1083232" align="alignnone" width="945"] Joseph de Maistre (1753-1821). Fuente: merionwest.com[/caption]

FILÓSOFOS A MEDIAS

LOS ESPÍRITUS ESTÉRILES son aquellos que pecan demasiado en nombre de sus ideas. No piensan: sus ideas piensan por ellos. El intelecto se encuentra disociado de su naturaleza. Son lo que sus ideas quieren que sean: el sujeto ocupa un lugar tan ínfimo en la textura de su ser que sería difícil reconocerles un yo. Demasiado claros, no inventan nada, pues toda invención proviene de un lugar que va más allá de las ideas.

Por las razones opuestas, los espíritus confusos tampoco inventan nada: su afectividad se extiende por sus ideas y las dirige. El pensamiento confuso, resultado de una vida interior desordenada, no es más que sujeto, actividad en detrimento del intelecto. El espíritu confuso concibe inútilmente: hay poca concatenación en sus ideas. Es, por lo tanto, estéril. Si yo pienso demasiado mis ideas, éstas me anulan; si ellas se ocupan de mí sólo para dominarme no se anulan menos: en ambos casos son ineficaces, irreales.

Un pensador debería ser un hombre normal, tan alejado de los peligros de la poesía como de la lógica. Un mediocre le sienta bien a la filosofía: un filósofo interesante siempre es sospechoso.

Sócrates, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche, estos grandes filósofos a medias han revuelto el tablero de juego: tenían demasiadas cosas que decir... A fuerza de someterse a sus exigencias personales, han trastornado el mecanismo del pensamiento. Su capacidad de invención fue excesiva. Desprovistos de ese mínimo de esterilidad, sin la cual el mundo de las ideas parece una jungla de conceptos, han cargado a la filosofía con su drama, la han convertido en una esclava de su vida. Un Aristóteles o un Kant supieron impersonalizarse, borrarse delante de su pensamiento. Lo hicieron para no conmovernos —y lo lograron. Pero sólo amamos a los individuos que se interesan únicamente en sus problemas, los filósofos a medias. Nos reconocemos en ellos, ya que nosotros somos amantes de la ansiedad, curiosos no del pensamiento, sino de los peligros del pensamiento.

LIBROS INJUSTOS

ADORO LOS LIBROS INJUSTOS, parciales y apasionados, los libros de tesis indefendibles en los que la única realidad contenida se debe a la estrechez empecinada de sus puntos de vista. Pienso, entre otros, en aquellos de Joseph de Maistre, menos en sus Soirées y más en sus Cartas sobre la inquisición española, pero sobre todo en Del Papa. Cuando un autor, reaccionario fanático, puede denunciar los horrores de la Revolución para luego apoyar aquellos de la Inquisición, sin tomar en cuenta sus excesos y considerarla una “institución saludable”, no deja de maravillarme, siendo inconmensurable la ceguera del autor. ¿Y qué decir sobre su consideración de los papas, aquellos monstruos entre los cuales se encontraban incluso santos, y sobre los cuales De Maistre no escatima elogios tan rigurosos en su locura y tan fantásticos en su coherencia? He pensado en ocasiones que hubiera valido la pena ser Papa (aunque fuera un segundo) únicamente a causa de este libro, por tener un instante de seguridad absoluta que nos otorgue una apología sin restricciones. Puesto que no hay nada que De Maistre no exculpe, no justifique y no exalte en la historia del papado. Con gran voluptuosidad me adentro en estas páginas indefendibles; me parece que es así como uno debe presentar las malas causas: desposarlas hasta en sus horrores y transfigurarlos. Un libro objetivo muere de sus verdades, sucumbe a ellas, bajo su razón; el tiempo no cuenta. Siendo sus verdades aceptadas, desaparece con ellas, pierden todo interés a fuerza de pruebas, como producto del sentido común y la reflexión. Sus autores no nos intrigan: desaparecen en el documento. En cambio los panfletos, las apologías, los sistemas epilépticos y las construcciones delirantes siempre se leen, aunque los hechos que relatan sean discutibles, falsos o insignificantes. Sus ideas caducan de forma necesaria, pero sus autores las sobreviven, se encuentran palpitantes detrás de cada página, de cada palabra; su injusticia es vibrante, comunicativa como todo aquello que no nos convence. Los sentimos desencadenados, sufrientes, agresivos, combativos; sus meditaciones insolentes nos arrastran, nos llevan a seguirlos a nuestro pesar, venciendo nuestras convicciones y nuestra repugnancia. En el fondo, lo que queda de un libro son sus confesiones, camufladas o explícitas. La sustancia teórica y las ideas se pierden con las vicisitudes del tiempo y los cambios en la curiosidad de cada época; lo que queda de un libro son sus mentiras, rencores y renuncias. El hecho de poder hacer al Papa el centro del cielo y de la Tierra es una empresa insensata, pero nos conquista por sus exageraciones. Sólo Dios sabe hasta qué punto los suntuosos pontífices pueden exasperarme con sus vetas ridículas o sombrías. Sin embargo, le debo a De Maistre conocer la desgracia de no haber tenido sobre mi cabeza una tiara papal mientras lo leía... El futuro sólo toma en cuenta los libros obtusos de los espíritus injustos.

"EL ESTILISTA Nunca será indiferente a las palabras, mantendrá con ellas una polémica amorosa. Son también su enemigo indispensable: se trata de vencerlas".

EL ESTILO Y SUS ESCRÚPULOS

NO HAY ESTILO sin mediación en el lenguaje: incluso —añadiré— sin una cierta ansiedad que inspira el lenguaje. Para manejar el estilo de modo conveniente hace falta, en cierto sentido, tener miedo, ponerlo a prueba, identificar poco a poco su funcionamiento y luego disociarse de él. Es necesario, en otras palabras, proceder con el mismo escrúpulo y seriedad que aplicamos a nuestras determinaciones morales. Es necesario concebir una verdadera responsabilidad al respecto de una palabra; realizar un caso de conciencia respecto de la palabra y de la frase.

Es evidente que estos escrúpulos no pueden ser permanentes. Es común escribir sin pensar mucho en ellos. Pero el escritor no posee dignidad alguna si no conoce los estados de crisis en que se pregunta por la solidez de sus herramientas. El estilista es un ansioso del Verbo: incluso si su ansiedad es intermitente (pues de otra forma no podría escribir y caería en la esterilidad), él la padece de todas formas como una presencia inconsciente, incluso en sus momentos de ardor, ingenuidad o abandono. Este constituye de alguna manera el remordimiento intelectual que lo protege de la facilidad, el destiempo o la abundancia.

Hay de estilista a estilista. Aquí no se piensa en quienes pesan las palabras por sí mismas —independientemente de su significado, de su valor afectivo—, y quien trabaja un estilo sólo resulta sensible a su sonoridad y su ordenamiento. Aquel que hace esto será siempre un embustero, un individuo vacío que esconde su vacuidad para engañarnos. Pensamos, al contrario, en quien después de cualquier texto escrito es asaltado por una suerte de pánico, como si hubiera traicionado el sentido de lo que quería decir. Toda su energía se reduce a atenuar el acto irreparable que acaba de cometer. Él piensa entonces en sus triunfos y derrotas, y al pasar de unos a otros desespera, luego se inclina ante sus propios límites. Abandona el texto al destino; se aleja y no lo reconoce más.

Si acaso comienza otro, los mismos escrúpulos y las mismas resignaciones lo invaden. Sabe que el estilo es una aventura que no puede esquivar. Tiene que ir con las palabras hasta el final; triunfar o hundirse con ellas, ésta es su recompensa. De manera que nunca será indiferente a las palabras, pues mantendrá con ellas una interminable polémica amorosa. Son también su enemigo indispensable: se trata de vencerlas para hacerlas durar, de salvarlas al torturarlas. Pero la única manera de salvarlas es entregar su energía personal; todo lo que las palabras ganan en importancia le es sustraído en energía. Cada una de estas frases que resplandece de vida toma una parte de su vitalidad. Bien pensado, no hay obra que no emane de una necesidad de autodestrucción.

DE VAUGELAS A HEIDEGGER

Me interesé realmente en Heidegger alrededor de 1930, cuando era estudiante en la Universidad de Bucarest. Ser y tiempo, y especialmente ¿Qué es metafísica? fueron los textos que me sedujeron en particular. Dos sucesos, uno menor y el otro capital, calmaron mi entusiasmo de entonces. Publiqué en alguna ocasión un artículo sobre Rodin en un estilo más o menos heideggeriano, que exasperó con justa razón a un periodista. La violencia de su ataque fue una verdadera ejecución que me sirvió de escarmiento. Nunca más utilizaría tal verborrea... ¡genial! El segundo suceso fue el descubrimiento de Simmel, cuya claridad me curó para siempre de la jerga filosófica.

La voluntad de ser profundo, de hacer lo profundo, consiste en forzar el lenguaje evitando a cualquier precio la expresión natural, la expresión inevitable. Ninguna lengua favorece tanto como el alemán este exceso, este abuso. Es evidente que el genio de Heidegger es de orden verbal. Su habilidad para salir de los callejones sin salida proviene de su capacidad de disimularlos usando todos los recursos del lenguaje, inventando giros inesperados y en muchas ocasiones seductores, a veces desconcertantes, por no llamarlos exasperantes.

Según Rivarol, la probidad está ligada al genio de la lengua francesa. Esta probidad (Redlichkeit), esta claridad (Deutlichkeit), es más bien un límite, una protección que la lengua alemana no conoce. Heidegger no pudo haber nacido en Francia, Simmel sí. No obstante, uno goza de una verdadera fama y el otro es un desconocido. Esta anomalía amerita un largo comentario. Según Vaugelas, el mejor gramático del siglo XVII, el mismo rey (se trata nada menos que de Luis XIV) no tenía el derecho de inventar palabras. ¿Qué hubiera dicho de un filósofo de un país vecino que se dedicó a forjar una cantidad alucinante de ellas, fuente de admiración para los descendientes de Pascal? ¡Crear palabras hasta la provocación, hasta el vértigo! Hay algo alarmante en Heidegger, este demiurgo verbal. Es casi como sustituir a Dios. Encuentro excesivo tal orgullo cuando proviene de un pensador, aunque lo aceptaría gustosamente de un poeta o un demente.

Fuente:

Los manuscritos originales se encuentran en la Biblioteca Literaria Jacques Doucet de París. Fueron vertidos al francés en la edición de Cahiers de L’Herne dedicada a Emil Cioran, L’Herne, París, 2009.