Para un volumen descomunal (mil doscientas páginas) con la Obra selecta del Marqués de Sade (Los 120 días de Sodoma, Justine y los infortunios de la virtud y Los crímenes del amor),1 escribí un prólogo en el que fui quizá, a decir de un amigo y maestro, un tanto injusto con Sade.
Sembrada esa inquietud, volví al prólogo para ver dónde estaba la injusticia. Si la hubiese, pensé, sería en parte porque releer a Sade sin una disposición juvenil salvaje lleva a ser menos piadoso luego de extenuantes sesiones de lectura. Cansa y aburre, lo que jamás me ha sucedido con lecturas y relecturas maratónicas de Balzac o de Flaubert, por ejemplo.
Mi conclusión es que la prueba definitiva con Sade es leerlo y releerlo a fondo, casi como un castigo sádico, sin poder salir de él en seis semanas. Concluí también que Sade, leído en su vastedad, es insoportable, como Amiel, que es su contrario, ¡y por los mismos motivos!: sus excesos, sus desmesuras, sus delirios. Sade porque hace del abuso sexual una pedagogía demencial, y el casto Amiel porque, como muy bien lo estampó uno de sus editores en la portada de su Diario íntimo, es “el hombre que en su intento de conciliar sus instintos sexuales con las elevadas apetencias de su espíritu arruinó su vida”.2
"A Barthes le interesa el tejido sadiano. Y pocos como Sade para dejar su marca en el texto, y deleitarse con las palabras que describen la tortura hasta la náusea. Alcanza el paroxismo verbal al representar fantasías que le son vitales".
Es importante desatanizar a Sade, pero aún más importante es no santificarlo. Con su leyenda, se volvió un mito literario, y hay que regresarlo a la realidad del escritor y a la posibilidad de la literatura, ¡y leerlo en serio! A su lado, Michel Houellebecq (xenófobo, misógino, amoral) es un niño de pecho. Sade es tan excesivo que resulta hoy un autor imposible. No imposible de leer, sino imposible como escritor en nuestros días. Es repetitivo, como puede ser, y como de hecho lo es, toda la representación gimnástica de la práctica sexual exacerbada por la fantasía de la perversión sexual, pues ésta no tiene límite: su arbitrariedad es su virtud. Pero todos deberíamos saber que la literatura es otra realidad (al margen de lo real), y Sade no distinguía una cosa de la otra.
Sin su ficción, sería solamente un filósofo menor quizá olvidado. Lo que le dio dimensión universal fue, justamente, la literatura. Guardadas las distancias, es lo mismo que ocurre con Sartre y con Camus, entre otros escritores franceses que usaron la creación literaria como vehículo para divulgar su pensamiento. No son los casos de Balzac y Flaubert.
Dicho sin concesiones, lo mejor de Sade no es tanto la literatura como sus ideas provocadoras que generan pugna, esto es, que impugnan; su rebeldía, su necesidad de contrariar, de contradecir, de irritar. Sade es un Voltaire crápula. Un consumado maestro de la pendencia. Cuando Roland Barthes, excediéndose, asegura que es uno de los mejores escritores franceses y, especialmente, uno de los que él más admira y goza, se refiere al deleite por el lenguaje, a la delectación por las palabras que dispone y utiliza. “Fundador del lenguaje”, lo llama, en la tríada que lo coloca junto a Fourier y Loyola, y dice de él que “distribuye el placer como las palabras de una frase (posturas, imágenes, episodios, sesiones)”.3 En esto Barthes es fiel a su disciplina semiótica, pues su fascinación está en el lenguaje y no en el mensaje. En su “Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977”, explica:
Entiendo por literatura no un cuerpo o una serie de obras, ni siquiera un sector de comercio o de enseñanza, sino la grafía compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir. Veo entonces en ella esencialmente al texto, es decir, al tejido de significantes que constituye la obra, puesto que el texto es el afloramiento mismo de la lengua, y que es dentro de la lengua donde la lengua debe ser combatida, descarriada: no por el mensaje del cual es instrumento, sino por el juego de las palabras cuyo teatro constituye.4
A Barthes le interesa el tejido sadiano. Y pocos como Sade para dejar su marca en el texto, y para deleitarse con las palabras que nombran y describen la tortura hasta la náusea. Es un autor que alcanza el paroxismo verbal al representar las fantasías que le son vitales. Pero lo que deja Barthes al margen es realmente lo sádico: la doctrina que predica, pues Sade realiza apología del crimen y hace proselitismo criminal. En medio de la orgía fija su filosofía sobre el abuso y la esclavitud sexual. La ficción es su instrumento. Es uno de los escritores que más sufrió por la prohibición de escribir. Prisionero casi la mitad de su vida, no padecía tanto por el confinamiento como por las dificultades para poner por escrito su locura. Padeció, como pocos, la abstinencia de escribir, pero no por sequía literaria, sino por la represión que se ejercía contra su mayor placer: relatar, narrar, representar su infierno.
[caption id="attachment_1083245" align="alignnone" width="696"] Manuscrito de Los 120 días de Sodoma. Fuente: francetvinf / Martin Bureau / afp[/caption]
Barthes goza el sadismo porque es un erotólogo sobre el cuerpo del lenguaje, del texto, del tejido escrito, aunque fuese incapaz de atormentar físicamente a nadie. Sade, en cambio (encerrado en las diversas prisiones que fueron sus hogares), se satisfacía con las palabras en tanto representaban la realización de sus fantasías. Refiriéndose a la neurosis de los escritores, en El placer del texto, Barthes destaca una paradoja:
Los textos como los de Bataille, o de otros, que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son después de todo textos coquetos.5
De esta misma manera, los textos de Sade coquetean con los lectores que, seducidos, realmente quieran leerlos, curiosamente a partir de un equívoco monumental que prevalece: suponer que es un autor erótico por excelencia. De hecho, para Roland Barthes no lo es, sino en el juego del lenguaje, y advierte por qué:
Los libros llamados “eróticos” (es necesario agregar: los comunes, para exceptuar a Sade y algún otro) representan no tanto la escena erótica sino su expectación, su preparación, su progresión: es en esto que resultan “excitantes”, y por supuesto cuando la escena llega hay decepción, deflación. Dicho de otra manera, son libros del Deseo, no del Placer. O dicho con malicia, ponen en escena el Placer tal como lo ve el psicoanálisis.6
Para Barthes, “el texto de placer no es forzosamente aquel que relata placeres; el texto de goce no es nunca aquel que cuenta un goce”.7 En este sentido, Barthes se decepciona, pero también es decepcionante, en el clímax de su discurso, al ver en las obras de Sade una escritura neutra o, lo que es peor, sólo signos que conforman la trama. En las novelas y los relatos del Marqués, quienes gozan son los que causan sufrimiento a otras personas a quienes les prometen no sólo placer, sino también conocimiento: uno adquirido por medio de la tortura sexual y la humillación. Hacer del ultraje un medio didáctico y pedagógico es uno de los recursos provocadores de la filosofía sadiana, que dirige sus baterías especialmente contra la Iglesia y los clérigos. Sade es un crítico y un provocador de su tiempo, pero es, también, una personalidad neurótica que busca cómplices.
En realidad, cuanto escribió Donatien Alphonse François (1740-1814), mejor conocido como el Marqués de Sade, sólo es erótico tangencialmente, y aunque nombra en ocasiones al amor, éste nunca aparece, pues es imposible equiparar el ultraje y el abuso sexual con el amor. De lo que tratan sus obras es del placer que se obtiene humillando al otro, haciéndolo víctima, forzándolo al sexo, abusando de él, ultrajándolo, convirtiéndolo en objeto de lo que él mismo denominó, con deleite, “los crímenes del amor”.
"El Marqués de Sade sólo es erótico tangencialmente... De lo que tratan sus obras es del placer que se obtiene humillando al otro, haciéndolo víctima, forzándolo al sexo, abusando de él, convirtiéndolo en objeto de los crímenes del amor".
Entre la literatura y la filosofía, este escritor francés que pasó casi tres décadas en encierro carcelario hizo ideología del abuso sexual y su mayor placer fue explorar, no sólo en la literatura, es decir en la imaginación, sino también en la realidad, hasta dónde pueden resistir un cuerpo y una mente la brutalidad, la humillación, el escarnio, la violencia en todas sus manifestaciones sexuales, para brindar placer —un placer sórdido, patológico— a quien es torturador más que amante. De esta locura, de este desorden psíquico, de esta fiebre sexual como anomalía, nacieron el adjetivo sádico y el sustantivo sadismo.
Todo es excesivo en Sade (el odio, el placer, la crueldad, el crimen, la lascivia, la depravación, la violencia, la pederastia, las violaciones), menos el amor. De hecho, sus libros están muy lejos del amor. Sólo son eróticos en tanto que reconocemos en ellos el fracaso del erotismo, la perversión de la sexualidad y la destrucción del amor. Quien, leyendo a Sade, lo venere o lo justifique como persona y considere su literatura como el ideal del amor y la coronación de la sexualidad, debe-
ría sin duda preocuparse por el estado de su salud mental.
Georges Bataille (1897-1962), el gran narrador erótico y especialista en el tema (autor de Madame Edwarda, Historia del ojo y Mi madre), no tiene reparo en afirmar, en su libro ya clásico El erotismo (1957), que Sade es un “apologista del crimen”,8 un ideólogo de la perversión que, sin embargo, en sus libros, logra algo que por supuesto nunca se propuso como ideal edificante: mostrarnos las zonas más oscuras del ser humano (incluso del ser humano normal) cuando la imaginación y las fantasías rebasan todo sen-
tido moral.
Dicho sin atenuantes por el propio Bataille, “si admiramos a Sade, edulcoramos su pensamiento”, pues “la admiración muestra más desdén por la víctima, a la que hace pasar del mundo del horror sensible a un orden de ideas locas, irreales y puramente brillantes”.9 La pregunta es: ¿Resulta suficiente que un escritor sea puramente brillante para admirarlo, aunque haga apología del crimen?
[caption id="attachment_1083246" align="alignnone" width="696"] Fuente: lemagazinedubibliophile[/caption]
Hay quienes sostienen, quizá para tranquilizar su conciencia, que a Sade no hay que tomarlo en serio, pero es ésta una de las formas más hipócritas de negar la responsabilidad de una doctrina y una deficiencia moral: el sadismo, que puede tentar, en su momento, a cualquier espíritu. En realidad, hay que tomarlo en serio todo el tiempo, porque lo que muestra es la parte más negra de nuestros impulsos, la zona más sombría de nuestro espíritu. Como bien lo señaló Bataille, la sexualidad en la que piensa Sade “se contrapone incluso a los deseos de los demás (de casi todos los demás), que no pueden ser sus protagonistas, sino sus víctimas”. Si todo exceso escapa a la razón, la razón de Sade es la negación de toda racionalidad posible. Bataille sintetiza la búsqueda de la libertad absoluta e irracional de Sade en los siguientes términos: “La voluptuosidad es tanto más fuerte cuando se da en el crimen, y cuanto más insostenible es el crimen, mayor es la voluptuosidad”.10
La conclusión de Bataille no puede ser más acertada:
El sistema de Sade es la forma ruinosa del erotismo. El aislamiento moral significa la abolición de los frenos... Quien admite el valor del otro se limita necesariamente. [...] Sade dedicó interminables obras a la afirmación de valores inaceptables: la vida, según él, era la búsqueda del placer, y el placer era proporcional a la destrucción de la vida. Es decir, que la vida alcanzaba su más alto grado de intensidad en una monstruosa negación de su principio.11
No son pocos los estudiosos de la obra sadiana que han señalado su carácter paródico. Las novelas de Sade constituyen una reacción contra los libros que se proponen, pedagógicamente, enaltecer la virtud. Entre ellos los del escritor inglés Samuel Richardson (1689-1761): Clarisa, la historia de una joven dama y, especialmente, Pamela o la virtud recompensada, que se pusieron de moda en el siglo XVIII. Contra ellos, y contra el discurso de la virtud, Sade afila y enfila sus armas. A la virtud, como modelo, opone el enaltecimiento del vicio, de los vicios más innobles, de todas las perversiones. Y, siendo así, es el personaje virtuoso, como la protagonista de Justine o los infortunios de la virtud —parodia de Pamela—, quien sufre, como víctima elegida, el desenfreno de la sexualidad, la violencia cuyo propósito es humillar todo lo virtuoso, el crimen como pasión, la deshonra absoluta que niega todo principio de bondad en el ser humano.
Sade es también, en el siglo XVIII francés, fruto de la Ilustración: una paradoja inquietante del Siglo de las Luces. Especialmente, es el anti-Rousseau. Si Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), con Emilio, El contrato social y el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, formula el principio del bien que anima por excelencia al ser humano, Sade con Los 120 días de Sodoma, Justine o los infortunios de la virtud, Los crímenes del amor, Juliette o las prosperidades del vicio y La filosofía en el tocador, entre otros libros, lo refuta al mostrar que lo que mueve al ser humano no es el bien sino la maldad, ya que de ésta depende todo su placer y felicidad. A toda virtud, Sade opone el vicio como ideal humano.
"La obra de Sade de inmediato espantó al mundo, que no dejó de leerla porque, entre tanta perversión, vio un reflejo no sólo de sus fantasías más oscuras, sino de su potencia de maldad encubierta casi siempre por la autocensura".
En La razón de Sade (1963), el crítico francés Maurice Blanchot advierte que la “libertad” de Sade de pregonar que todos somos libres de hacer lo que nos plazca en aras del placer, sin importar el sufrimiento de los demás, es en realidad una manifestación de su monstruosa soledad que, además, fue extrema durante décadas de encarcelamiento. En tal circunstancia aguzó aún más sus fantasías perversas dado que ya no tenía posibilidad de realizarlas. En una carta desde su prisión en La Bastilla se queja y se justifica del siguiente modo: “¿Qué quieres que haga aquí sino cálculos y alumbramientos de quimeras?”.
Su libertad, afirma Blanchot, es la soledad absoluta:
Sade lo ha dicho y repetido en todas las formas: la naturaleza nos hace nacer solos, no existe ninguna especie de relación entre un hombre y otro. La única regla de conducta es, pues, que yo prefiera todo lo que me afecte felizmente, sin tener en cuenta las consecuencias que esta decisión podría acarrear al prójimo. El mayor dolor de los demás cuenta siempre menos que mi placer. Qué importa si yo debo comprar el más débil regocijo a cambio de un conjunto de desastres, pues el goce me halaga, está en mí, pero el efecto del crimen no me alcanza, está fuera de mí.12
Sade tensó el cinismo hasta el extremo, pues el sadismo no es otra cosa que el abuso sexual con la consecuente abolición del deseo y del punto de vista del otro, es decir de la víctima. Tal es la filosofía cínica de Sade mediante la cual pretende exonerarse de toda responsabilidad moral y social. No se ve a sí mismo como un ser inmoral, sino amoral. Para él, la moral no existe, y todo está supeditado al placer.
A decir de Blanchot, Justine y Juliette son los libros más escandalosos que se hayan escrito jamás, porque son casi imposibles... de escribirse, de leerse, de imprimirse, de publicarse. Y, sin embargo, la misma libertad que animó El contrato social de Rousseau permitió también la escritura, la lectura, la impresión y la publicación de Justine y Juliette y las demás obras de Sade. Fueron también la libertad y la Ilustración las que permitieron su
difusión y el interés y la atracción de los lectores.
Al referirse a Justine y Juliette, Blanchot insiste:
si hay un infierno en las bibliotecas, es para semejantes libros. Hemos de admitir que en ninguna literatura de ninguna época ha habido obras tan escandalosas, que como ninguna otra hayan herido más profundamente los sentimientos y los pensamientos de los hombres. ¿Quién, actualmente, se atrevería a rivalizar en licencia con Sade?13
La obra de Sade, concluye Blanchot, de inmediato espantó al mundo que, sin embargo, no dejó de leerla porque, entre tanta perversión aborrecible, vio al menos un reflejo no sólo de sus fantasías más oscuras, sino de su potencia de maldad encubierta casi siempre por la autorregulación y la autocensura. Los libros imaginativos casi imposibles de Sade, desde el punto de vista de la literatura, resultan (y lo hemos visto a lo largo de la historia) posibles en la realidad. Tal es la paradoja sobre la cual han sobrevivido la ideología sadiana y el sadismo.
Si Sade escribiese hoy, probablemente las leyes no serían tan liberales co-mo lo eran las del siglo XVIII en Francia. Y si tomamos en cuenta que vivió confinado casi la mitad de su vida en las prisiones, especialmente en la Bastilla y en Charenton (donde murió), resultó víctima visionaria de su propia filosofía. No era Francia, la nación, quien obtenía placer del encierro del crápula, pero sí su suegra, Marie-Madeleine de Montreuil, mujer poderosa que lo mantuvo encarcelado. La libertad absoluta que invocaba Sade, en nombre del placer, se volvió contra él, confinándolo a las mazmorras.
"Sade vivió y escribió desde los privilegios del aristócrata (incluso en prisión), y desde esa posición de poder usó y abusó de los demás del mismo modo que lo hacían los clérigos y aristócratas que satirizó en sus novelas.
Con frecuencia, el exceso de admiración por un escritor (incluso Sade tiene admiradores incondicionales que llegan a la veneración) lleva a ciertos biógrafos a sostener insensateces. En Yo, Sade (1990), el español Rafael Conte (1935-2009) escribió: “Fue un ser aparte, un libertino, un aristócrata corrompido y cruel, y hasta posiblemente un delincuente, pero no un asesino, ni un criminal, y su principal delito fue el de expresión”.14 Decir que Sade no fue un criminal y sugerir que sus delitos sólo estuvieron en la vaga atmósfera de la posibilidad (más bien de la probabilidad) no es únicamente una opinión desafortunada, sino una burda mentira. Sus crímenes y delitos no pertenecen a los ámbitos de la imaginación, la fantasía y la expresión, sino a los hechos que, más allá de las leyendas, constan en la historia de la justicia francesa. El crimen no está en imaginar ni en fantasear, aunque esta imaginación y esta fantasía sean enfermizas, sino en los actos mismos, en los crímenes, sean en nombre del amor o de la libertad.
Jean-Jacques Pauvert, su biógrafo más calificado y entusiasta, en su libro ya clásico Sade: Una inocencia salvaje (1740-1777), primer volumen de la gran biografía sadiana, nos muestra a la par no sólo el talento literario de este explorador de las oscuridades del alma, sino también su carácter peligroso, en los hechos, y su indiscutible culpabilidad como delincuente sexual. Es tal la admiración literaria que siente Pauvert por el autor de Justine que, con desmesura, afirma que “hay que proclamar por todo lo alto que Donatien de Sade es uno de los cinco o seis mayores genios universales”, y sin embargo admite que “no por ello debe dejar de decirse con la misma claridad que este genio demostró ser, tanto para las leyes de su época como de las nuestras, un delincuente sexual casi intratable y a menudo peligroso durante la mayor parte de su vida libre”. Su conclusión no puede ser más precisa ni más objetiva, aunque su entusiasmo literario sea inmoderado: “No hay por qué excusar a Sade, es ridículo tratar de volverlo ‘simpático’”.15
Reiteremos, por otra parte, que pese a toda la atracción y el influjo que han producido, universalmente, las obras de Sade desde el siglo XVIII, no es un autor canónico. Su condición, por todo lo antes dicho, es la de haber sido y seguir siendo un escritor maldito. Como es obvio, Harold Bloom no lo incluye en El canon occidental, donde sí están en cambio, para el caso de Francia, Rousseau, Voltaire, Madame de La Fayette, Chamfort, Diderot y Laclos. Christiane Zschirnt, por otro lado, en Libros: Todo lo que hay que leer, en el capítulo que destina al “Sexo” (que no exactamente al erotismo) incluye Justine o los infortunios de la virtud; El decamerón, de Boccaccio; Las joyas indiscretas, de Diderot; Fanny Hill, de John Cleland; las Memorias, de Casanova; El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence y, quién sabe por qué capricho, las Poesías de François Villon. Sea como fuere, Fanny Hill conserva al menos su punto de vista, incluso cuando entrega su cuerpo a hombres aborrecibles; en cambio, por la boca de Justine únicamente habla la ideología pervertida de Sade.
Así como los exégetas que detestan la materia que estudian suelen recargar la tinta en los yerros y defectos de su tema o persona de estudio, asimismo los biógrafos obnubilados por la veneración hacia sus biografiados suelen perdonarles fácilmente sus defectos y culpas, y pasan por alto sus canalladas, volviéndolas simples deslices triviales. De hecho, ningún biógrafo fervoroso de Sade se salva de esto. Exonerar las debilidades morales y la carencia de ética en nombre de la literatura se ha vuelto, por desgracia, moneda corriente. Es verdad que Sade, en su ideología amoral y atea, nos dice que ahí donde más moral se ostenta suele haber mayor perversión, y por ello recarga la tinta de las perversiones en la Iglesia y en el poder político; también en la aristocracia, pero no debemos pasar por alto que Sade vivió y escribió desde los privilegios del aristócrata (incluso cuando estuvo en prisión), y desde esa posición de poder usó y abusó de los demás, del mismo modo que lo hacían los clérigos y aristócratas que él satirizó en sus novelas.
En la vida y en la obra de Sade hay una carencia monstruosa que, por defecto, torna aún más interesantes sus libros. Se trata de la ausencia absoluta del sentido ético de la vida, de su anomia evidente para comprender y reconocer los derechos de los demás, de su egoísmo y falta total de empatía, por más que sus biógrafos (en realidad para justificarse ellos en la figura venerada) le atribuyan algún grado de generosidad personal y otras pequeñas formas de decencia que el Marqués estaba muy lejos de tener. En sus libros, es cierto, ironiza y retrata con extrema fantasía las perversiones que atribuye al poder religioso, político y social, pero que son, proporcionalmente, las que él mismo justifica, haciendo de ellas apología.
Dicho lo anterior, resulta obvio que a Sade hay que comprenderlo, no adorarlo. Cuando los surrealistas lo proclamaron el “Divino Marqués” su propósito era el de escandalizar, no el de entender. En su indispensable ensayo ¿Debemos llevar a la hoguera a Sade? (1952), Simone de Beauvoir llama la atención a este respecto y dice lo que sensatamente tendríamos que saber antes de leerlo:
Los críticos que no hacen de Sade ni un depravado ni un ídolo sino un hombre y un escritor, se cuentan con los dedos de la mano. Gracias a ellos, Sade ha retornado al fin a la tierra, entre nosotros. Pero ¿en qué lugar preciso lo situaríamos? ¿En virtud de qué mérito se hace acreedor a nuestro interés? Hasta sus propios admiradores reconocen de buena gana que la mayor parte de su obra resulta ilegible; filosóficamente, tampoco escapa a una trivialidad que puede llegar hasta la incoherencia. En cuanto a sus vicios, no nos asombran precisamente por su originalidad. En ese dominio, Sade no ha inventado nada y se encuentran profusamente en los tratados de psiquiatría casos tan extraños como el suyo.16
Y concluye:
En rigor de verdad, Sade no se impone a nuestra atención ni como autor ni como pervertido sexual: si lo logra, es por la relación que supo establecer entre esos dos aspectos de su persona. Las anomalías de Sade asumen su valor desde el momento en que, en lugar de padecerlas como algo impuesto por su propia naturaleza, se propone elaborar todo un sistema con el propósito de reivindicarlas. A la inversa, sus libros nos atraen desde el instante en que comprendemos que, a través de sus reiteraciones,
lugares comunes y hasta sus torpezas, trata de comunicarnos una experiencia cuya particularidad reside en desearse incomunicable.17
Ante los libros de Sade, el lector enfrenta un dilema inquietante. ¿Leer o no leer a Sade? Es un dilema tan turbador como el caso de Mi lucha, de Hitler. Y la soberanía del lector siempre tendrá la última palabra. Pero resulta obvio que, en la lectura y en la cultura, siempre será más útil el conocimiento que el desconocimiento, más decisivo el saber que la ignorancia. La obra literaria y filosófica de Sade, siempre llena de ideología discursiva justificadora, nos muestra los extremos más oscuros de la fantasía. Y no por esto se le ha dejado de leer, a lo largo ya de más de dos siglos. Sus libros no son lo que podríamos denominar agradables ni mucho menos divertidos, a menos, claro, que nuestros conceptos del agrado y la diversión estén relacionados con la impiedad y el deseo de hacer daño a los demás, que es el motor del sadismo. Se trata de libros interesantes por todo lo que de interés tiene el conocimiento de algo, justamente cuando nada de lo humano nos es ajeno.
"El lector enfrenta un dilema inquietante. ¿Leer o no leer a Sade? Es un dilema tan turbador como el caso de Mi lucha, de Hitler. Pero resulta obvio que, en la lectura y en la cultura, siempre será más decisivo el saber que la ignorancia".
En México, Octavio Paz señaló su inquietud al leerlos y, fruto de esa lectura, son un poema y dos ensayos que reunió en el libro Un más allá erótico: Sade. En una página de su ensayo “Cárceles de la razón”, Paz anota, de algún modo, un buen motivo para no dejar de leer a Sade, y para tomarlo siempre en serio:
Hacia 1946 descubrí a Sade. Lo leí, fascinado y perplejo: desde entonces ha sido un silencioso y no siempre cómodo interlocutor. En 1947 escribí un poema (“El prisionero”) y en 1960 volví al tema y le dediqué un largo ensayo (“Un más allá erótico”). Pero no coincido con Pauvert: Sade no me parece “el más grande escritor francés”. Ni siquiera es el mejor de su siglo. Es imposible comparar su lengua con la de Rousseau, Diderot o Voltaire. Tampoco es un gran creador novelesco como Laclos. La importancia de Sade, más que literaria, es psicológica y filosófica. Sus ideas tienen indudable interés; sin embargo, Bataille y Blanchot exageraron: no fue Hume. Sus opiniones nos interesan no tanto por su pertinencia filosófica cuanto porque ilustran una psicología singular. Sade es un caso. Todo en él es inmenso y único, incluso las repeticiones. Por esto nos fascina y, alternativamente, nos atrae y nos repele, nos irrita y nos cansa. Es una curiosidad moral, intelectual, psicológica e histórica.18
Con lucidez, Paz nos da, en una síntesis maravillosa, el mejor retrato de Donatien Alphonse François, por lo demás irrebatible:
Sade fue un enemigo del amor, y el odio que profesaba a este sentimiento, que para él era una quimera nefasta, sólo se compara al horror que le inspiraba la idea de Dios. Para Sade el amor era una idea: la realidad verdadera era el placer que aniquila todo lo que toca. [...] Cada descripción erótica de Sade se convierte en una lección de geometría y en una demostración circular que nos encierra. En nombre de un placer razonante y ergotista, postula un curioso despotismo en el que la insurrección de los instintos se confunde con la tiranía del silogismo. Su razón no nos libera sino para encerrarnos en mazmorras que no son menos horribles que las de los moralistas, los pedagogos y los tiranos. Y no menos aburridas. No deja de ser escandaloso que espíritus generosos y enamorados de la libertad, como Breton y Buñuel, hayan sido de tal modo ciegos ante estos aspectos de su pensamiento. Sade no exalta a la libertad sino para esclavizar mejor a los otros.19
Tengo la absoluta certeza de que ninguna de estas líneas es injusta con Sade. Nunca diría que no hay que publicarlo ni leerlo. Que Sade se publique hoy es el mayor acto de libertad en el mundo editorial de Occidente. Pero, ¿por qué lo leemos? ¿Por qué lo seguimos leyendo? Porque podemos hacerlo. Por esto simplemente, pero ni más ni menos. Y porque leer a un autor no quiere decir coincidir con él. La siniestra fantasía del escritor si-
gue interesándonos, del mismo modo que nos repugna su desquiciada filosofía amoral.
Sade fue víctima de su propia imaginación. Lo que nos enseña la literatura, y especialmente su lectura atenta y profunda, es a distinguir entre la realidad y el deseo, entre el sueño y la pesadilla, entre el bien y el mal que, alternativamente, pueden habitar en nuestro espíritu. De otro modo, si no sabemos distinguir, si no somos aptos para discernir, acaso la lectura y la cultura no servirían para nada... y entonces Sade y el sadismo tendrían siempre la razón.
[caption id="attachment_1083250" align="alignnone" width="696"] El Marqués de Sade en el hospital psiquiátrico de Charenton. Fuente: tagesspiegel[/caption]
Notas
1 Sade, Obra selecta (Los 120 días de Sodoma / Justine o los infortunios de la virtud / Los crímenes del amor), traducción de Federico Vite, Danielle Davies y Gabrielle Morfin, prólogo de Juan Domingo Argüelles, Mirlo, México, 2017.
2 Amiel, Diario íntimo, traducción de Clara Campoamor, Mateu, Barcelona, 1964.
3 Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, traducción de Alicia Martorell, Cátedra, Madrid, 1997, pp. 10-13.
4 Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural de la Cátedra de Semiología Literaria del Collège de France, traducción de Nicolás Rosa y Óscar Terán, Siglo XXI, México, 1982, p. 123.
5 Ibidem, pp. 13-14.
6 Ibidem, p. 94.
7 Ibidem, p. 90.
8 Georges Bataille, El erotismo, traducción de Antoni Vicens y Marie Paule Sarazin, 4a. edición, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 185.
9 Ibidem, p. 185.
10 Ibidem, p. 173.
11 Ibidem, pp. 176-177.
12 Citado por Georges Bataille en El erotismo, p. 174.
13 Ibidem, p. 201.
14 Rafael Conte, Yo, Sade, Planeta, México, 1990, p. 128.
15 Jean-Jacques Pauvert, Sade. Una inocencia salvaje (1740-1777). Biografía, Vol. 1, traducción de M. A. Galmarini, Tusquets, Barcelona, 1989, p. 15.
16 Simone de Beauvoir, ¿Debemos llevar a la hoguera a Sade?, traducción de J. E. de la Sota, Leviatán, Buenos Aires, 1956, p. 9.
17 Ibidem, p. 10.
18 Octavio Paz, Un más allá erótico: Sade, Vuelta / Heliópolis, México, 1993, p. 81.
19 Ibidem, pp. 82-83.